Casa amada

domingo 11 de julio de 2021 | 6:00hs.
Casa amada
Casa amada

Aquella casa, en el barrio Yerbal, tenía vida. Lo percibió claramente cuando la habitaron, hace ya más de diez años. Sus paredes parecieron darle -aliviadas- la bienvenida.

Supo después que albergaron personajes históricos de Posadas. En su gran recibidor resonaban aún las voces de discusiones políticas, las intrigas en torno al armado de elencos ministeriales, confabulaciones, traiciones.

Al principio, esa antesala pareció oprimirla. Afortunadamente, había tantos ventanales… Los fue abriendo, casi  con obsesión.

Primero entró aire que se expandió, llegando a las alturas de sus techos abovedados y, con él, una suerte de barrido de tiempos idos.

Después penetró abundante luz y, ciertamente, la posibilidad de mejores vivencias.

El magno salón comedor necesitaba con urgencia ser desnudado de la antigua solemnidad y, por qué no, de la hipocresía.

Solo rescató el hogar a leña, con su gran chimenea, que les daría calor en los pocos, aunque fríos, días de invierno misionero.

La cocina la saludó verdaderamente amistosa:

-Ponte cómoda, éste será el espacio de tu reinado –le susurró.

Tras la arcada, el comedor diario asentía.

Ella se imaginaba con sus hijos y su esposo gastando ese sitio a fuerza del desmesurado uso.

Un pasillo larguísimo que parecía no tener fin la fue conduciendo -sin prisa- a cada una de las habitaciones.

Éstas se iban poblando de las vocecitas de sus pequeños hijos.

También de las alegrías bulliciosas de ellos…de sus enfermedades infantiles.

Luego, de sus convalecencias esperanzadoras. Finalmente, de sus juguetes y de sus muebles.

Antes de seguir, se introdujo en el primer antebaño que se le apareció.

La sorprendió su imagen juvenil y plena en el espejo.

Ya que estaba husmeó el baño que sería de sus hijos…

Se le dibujaron las huellas de sus piecitos mojados, el infantil desorden, las protestas contra los ataques de higiene de su madre.

En un recodo del pasillo aún la sorprenderían la sala de estudio, con su biblioteca empotrada en todo el ancho de la pared. La misma que se iría nutriendo de los libros que ya traía y de los que sucesivamente adquiriría, canjearía, le regalarían a lo largo de una década. Ese ámbito de trabajo y estudio que compartió con sus hijos, acompañando sus tareas escolares, por horas larguísimas, tardes eternas que sin embargo, hoy agradece.

La otra exacta mitad de la sala de estudio se convertiría en el “juegódromo”, lugar vedado a “caracúlicos” al que se accedía descendiendo dos escalones que comunicaban con la alegría.

Faltaba, para su dicha, que se diera a conocer  -también en desnivel- el dormitorio principal. El mismo que albergó al matrimonio: a sus encuentros, a sus desencuentros, a su pasión de a ratos, a sus rutinas de a poco.

-¿Y a nosotros no nos investigas, tonta? –la inquirieron otro antebaño y otro baño, a coro.

Ella se molestó un poco, le duró un instante.

Nuevamente se reflejó su imagen, en un espejo diferente. Sonrió entonces y le dedicó un guiño cómplice.

En el piso superior, casi se cae por la avidez con que encaró el ascenso de la escalera, la esperaba el cuarto de huéspedes con su propio baño.

Desde la ventana dominaba todo el espacio verde, enmarcada por la santa rita roja que emergía desde la glorieta.

Afuera una cantidad de patios, tantos como habitaciones había, le permitiría ir rotando con su mate y sus atardeceres, recorriéndolos todos y, no obstante, descubriendo siempre una nueva flor, una nueva ave.

Dos senderos angostos la condujeron al quincho. Veía a su esposo junto a la parrilla, preparando una y otra vez asados para las boquitas hambrientas, impacientes, de sus críos, incluido el consuetudinario devorador de huesos, pomposamente llamado Nerón, muy a pesar de su tamaño y de su simpatía.

Atrás el depósito que supo albergar cientos de trastos, la cortadora y la bordeadora de césped, los utensilios de la huerta.

Por fin la piscina, en la cual se sumergió vestida a veces y despojada otras, tantas veces durante tantos veranos.

No será fácil olvidarla, Casa Amada.

Mas las circunstancias los alejaron de sus hijos, que partieron a geografías distantes y ese lugar carecía ya de sentido.

Besó cada uno de los cuartos como despedida.

Abrazó literalmente a los lapachos, al pomelo, a los mandarinos, al higuerón, a las palmeras, a los pinos, a la pitanga, a las paltas, al ambaí, al anyico, al eucaliptus.

Se excusó con las flores y les sopló decenas de besos, que fueron volando a sus destinatarias como mariposas.

Saludó al aljibe, atrapado -sin posibilidad ninguna de escape- por los güembés.

Se detuvo especialmente para acariciar a los yerbales que aún perviven orgullosos, cortó de ellos una ramita.

Sus lágrimas horadaron las paredes tan queridas que, como ella, también lloraban.

Los muros la atenazaron, intentaron retenerla en un esfuerzo último. Se desprendió con dificultad.

¿Quién puede dudar de que esa casa tenía vida? 

El presente cuento está incluido en el libro Canto a la Vida, en la pág. 119, editado por Ediciones Misioneras.

Marta Stella de Gasparini

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