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Los blancos dientes de la aurora

“Si usted es querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja como yo lo hice, comprenderá toda la pureza viril que hay en mi recuerdo.“ Horacio Quiroga

domingo 11 de julio de 2021 | 6:00hs.
Los blancos dientes de la aurora

Hay muchas mujeres así, te dicen; “Hoy no, pero mañana…”. Al día siguiente “No, hoy…no puedo, mañana seguro” y así… y uno espera. Y desespera. Se ilusiona.

   ¿En qué momento el deseo se convierte en capricho? ¿Y el capricho en odio? El odio no nace sin causa o por generación espontánea, no es primigenio, sino una reacción o un aprendizaje, porque el odio se puede enseñar y aprender; lo demuestran todas las revoluciones habidas y por haber que, inspiradas en alguna idea más o menos justa, fueron motorizadas y movidas por el odio pregonado; a los negros, a los judíos, a los ricos. Para odiar no hace falta un motivo, basta con inventar uno.

   Como la indiferencia es estéril, el aborrecimiento no es más que la mutación del amor en su contrario. Nada se odia más que aquello que ha sido amado. La indolencia es su único antídoto. Ya se ha dicho: no hay mayor venganza que el olvido.

 “De no haberte querido, sería incapaz de odiarte. La fuente que alimenta mi rencor es el amor que nos tuvimos”. De éste jaez son las conclusiones de una educación esparcida, rústica y elemental en que se mezclan, en desigual proporción, vulgaridades ramplonas con filosofía de bar y silogismos de cerveza. El machismo no es sólo una falta en la  educación; es una cultura. El mayor complejo de inferioridad.

   El odio acumulado se deposita y concentra en los huesos y si no se disipa explota en la cabeza. Mal. Muy mal. Ya verán ustedes.

   La impaciencia es una de las peores enemigas del corazón. Bueno, digo corazón para no ser grosero. Ya comprenden a qué me refiero. Además, ¿quién no lo sabe? no hay mujeres imposibles; solo hay hombres impacientes.

   ¿Alguna vez habrán de entender mis zopencos congéneres que el eterno femenino tiene sus tiempos: “Cuando yo quiero, pobre de ti si no estás listo  y me fallas. Cuando yo no quiero ¡ni te me acerques! ¡Calentón, manejado por su pene!” Las ganas se justifican con el instinto. La inapetencia con la razón. La razón, esa fuente de toda impotencia.

   Hay un tiempo para todo, dice el Eclesiastés; y las mujeres. Pero, nosotros no. Siempre es el momento para eso. Todas las veces. Todo el día. En cualquier lugar. Además, algún oscuro albur del Cosmos ha hecho que las más bellas, las irresistibles, las hermosas de cuerpos perturbadores, las sensuales maravillas que quitan el sueño, sean irredimiblemente tontas. No puede ser más linda ni más idiota. Lo han visto y comprobado ¿no?

   Ahora ya me he resignado. No espero más. Me cansé. Pero también me fastidié de desear y en verdad ya no deseo más, no puedo sentir eso ahora. No después de tanto tiempo. No después de tanta espera. Ni de lo que pasó. El deseo tiene eso; que alguna vez se acaba. Los  motivos no importan.

   Claramente se lo advertí: “Te ruego por favor que no me mientas”. Así le dije. Muchas veces. Bueno, todas las veces que ella me decía que no, o que sí pero que espere. “Me dejas siempre con la miel en los labios ¿Por qué me haces esto?” le decía “¿Acaso me odias? ¿Me desprecias porque amo la poesía?”

   Siempre me creí un hombre de carácter, capaz de dominarse.  Pero el alma tiene abismos escondidos, la mente resquicios asombrados, la psiquis cavernas espantosas. Solo Dios y el Diablo saben qué y cuándo te empujan a la sima.     Todo manual del buen conquistador tiene varios postulados; pero uno ineludible reza que sin excepciones debe desistirse al tercer intento fallido. Y basta ¡que pase la que sigue! La primera vez que se te niegan está bien, un caballero advierte el desinterés o sabe aceptar una excusa. La segunda, es una coincidencia del infortunio. Pero la tercera, no hay justificación ni casualidad; sólo están jugando contigo. O te desechan porque así se vengan de otros hombres que “son todos iguales”. O has cometido el error de contarles que amas la poesía no sentimental, sino de la puro lirismo. Pero, las mujeres ya sabemos, sólo saben de poesías de amorosas.

   No se puede esperar mucho de un hombre que, como yo apenas y muy poco lee poemas. Un día, cometí un error: cité desparejamente a Vallejos:

“Desclava, amada eterna, mi largo afán y los Dos clavos de mis alas y el clavo de mi amor”

“…retira la cicuta y obséquiame tus vinos…”

“...He soñado una fuga. Y he soñado

Tus encajes dispersos en la alcoba”

  Ahora no me abandona su mirada, la expresión de quien observa un acto ridículo con risotada burlona. La sardónica carcajada que te dice: “Eres un imbécil”.

   Yo no soy los demás hombres, le decía. No tengo ninguna culpa de otros apetitos o desenfrenos. Nada me une a quienes se portaron mal contigo mi vida. Parecía no entender. Su instinto femenino, rencoroso y vengativo, olía mis debilidades y mis pretensiones. A la legua. Nada produce mayor sensación de superioridad en una mujer que sentirte necesitado de ella. “Ya está, ahora lo manejo yo”, piensan. “Como puedo tenerlo cuando quiera, será cuando yo lo desee. Cuando se me dé la bendita gana. Siempre volverá a pedir, a insistir y así le iré llevando. No todos los placeres son carnales. ¿No lo entiendes?” Así se justifican, con un cinismo incapaz de ser emulado por ningún demonio.

   Es que las mujeres no te escuchan. No necesitan hacerlo, les basta con leer tus gestos. Desechan el sonido de las palabras y se quedan con los ademanes que desmienten tus discursos, que cuando no son huecos parecen impostados. El lenguaje del cuerpo es un programa “on board” que las chicas traen de nacimiento para descifrar la ecografía de tus intenciones. El mismo chip les sirve para decirte sonriendo lo que quieres escuchar. Y tú, como buen botarate, te lo crees.

   Pero todo tiene un límite, pues la paciencia no es infinita como el universo o la estupidez. Una tarde, una de esas comunes y silvestres tardes de calor y moscas, la rueca de mi espera se había quedado sin el hilo de la entereza.

“¡Si quieres jugar al capricho, verás quien es antojadizo! Que aquí, el macho soy yo ¿me entiendes? ¿No contabas con eso mi sol?”  Nunca le dije así, aunque lo pensé, tantísimas veces en el día.

   Pero, la espera no es estarse quieto. Algo hay que hacer mientras se aguarda hasta trepar los muros, atravesar el patio, esconderse de los perros en el aljibe. “Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba”. ¿Se acuerdan?

Subir la reja y abrir la ventana entornada. Despacio. Despacito. Bien alta la noche. Entonces sí; en la habitación detenerse a mirar el cuerpo desnudo, apenas cubierto con las sábanas de la penumbra, subir a la cama y raudamente tapar la boca con una mano e indicar silencio con el dedo en los labios. Y preguntar “¿Y ahora? ¿Qué me cuentas cariño?” Y entonces sentir el placer, la lujuria de ver los ojos muy abiertos y la cabeza afirmando que sí. Por fin. “Que sí ¿de verdad? Nada de mentiritas”.

  Las mujeres también saben decir que sí calladas, sin usar palabra, con la mirada, el rictus de aprobación, una mueca inequívoca. La contestación afirmativa que responderá a tus acciones -nunca a una pregunta- será abriendo las piernas. O cerrando los ojos. Es mejor así.

  Esta era de aquellas que no esperan que le pidas, sino que la tomes. ¡Haberlo sabido, idiota de mí! Hay muchas así; siempre te dirán que no, a menos que las apures sin retroceder. Te dirán que no con la boca y que sí apretando la cincha del abrazo o mordiéndote los labios.

   Debes aprender que hay un tono del no, una cadencia, una especie de no repetido seguidamente que quiere decir: si te detienes te mato. Pero también hay un silencio que consiente.

   Retiré mis manos de sus labios y no hubo grito ni queja. Solo respiración agitada. Subí mi cintura hasta sus pechos y el aire se llenó de jadeos y suspiros mezclados. Con los ojos cerrados abrió la boca. Yo no me moví. Me quedé muy quieto. Entonces ella sin abrir los ojos trajo las dos manos hacia mis piernas hasta juntarse con mis puños. Buscaba lo que mis manos sostenían. Algo duro. Muy duro. Suspiró más fuerte cuando despacio, muy despacio fui aflojando los dedos. Pero, enseguida, cerró sus manos que se movieron muy de prisa. Muy ligeras.

  Abrió los ojos cuando sintió el frio de la hoja. Confundida, la tibia sangre sobre el rostro de sus dedos chorreantes. Después un picor en la garganta de algo que abría y atoraba.

 Han pasado algunas horas. El líquido rojo que empapa las sábanas ya está frio y negro. También se ha enfriado mi deseo o se ha colmado.

  Nunca supe entero el Poema Conjetural. Solo repetía, cancina y mecánicamente, en voz baja, una y otra vez su más famosa estrofa:

“El íntimo cuchillo en la garganta”…

   Cuando miré hacia la ventana, pude ver como el amanecer se desperezaba, dibujando una vasta sonrisa en la alborada.

El relato fue publicado en el libro del autor “Los blancos dientes de la aurora y otros cuentos”

Rodolfo Roque Fessler

 

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