Notas de viaje de un pintor

domingo 04 de julio de 2021 | 6:00hs.
Notas de viaje de un pintor
Notas de viaje de un pintor

Vamos entrando a Posadas. El espectáculo es interesante. El río se desplaza con soltura. A la derecha la costa argentina cae en barranco. Enfrente la paraguaya, alta i frondosa, se vuelca suavemente. Aparecen inmensos bosques desparramados. Luego un claro de trocitos amarillentos. Es Villa Encarnación, ciudad paraguaya que está enfrente a Posadas. Más lejos se ve el embarcadero del ferry-boat, del tren internacional. La costa argentina alta i más cortada a pique, presenta barrancas movidas donde descansan pintorescas rancherías. Un muelle sólido, negro, avanza a nuestro encuentro. Posadas no se percibe. Está lejos, detrás del torreón de la telegrafía sin hilos. La vista solo abarca el caserío del puerto. No así Villa Encarnación, que se muestra entera a primera vista. Posadas es una ciudad simpática. Sorprende encontrar sitios tan agradables, aunque era de suponer que los jesuitas misioneros sabrían, esta vez, como todas, elegir lugares privilegiados.

 Hace un frío atroz en pleno trópico. Estos lugares están tapizados por verdes tonalidades, brumosas. La tierra es roja (rojo Puzol). El río es de plata pura, i la costa paraguaya, que corta, que corta todas las calles, se ve de un tono azul violado. Tomo una victoria, i al hotel. Quince cuadras sobre tosca color pimentón. El rojo de la tierra se refleja en la edificación. Posadas es una ciudad colorada. Casitas con ranchos de tejas murallas que la circundan; multitud de naranjos; paraísos i otros árboles de raro follaje, se asoman sobre sus muros. Ya estamos en la plaza principal. En su centro, el infaltable monumento-pirámide. Enfrente, la iglesia de ladrillos sin revocar. La casa de gobierno, hoteles i establecimientos de comercio, cierran el cuadrado. Al ver mi hotel, sufro una desilusión. Después me acuerdo que para un soñador, (un artista), resulta un palacio. Aparece el dueño. Un indiano con cara de madera. Parece una escultura jesuítica, lo que no quita que sea un hombre simpático. Entro. Patio cuadrado cuajado de plantas diversas. Por entre ellas se filtran las dulces notas del “Ai, Ai, Ai”, cantadas por una discreta voz femenina. En seguida pienso que así será el recibimiento obligado de todo viajero. Bueno. Parece que se predispone bien todo. Me gusta. Estoi de buen humor.

   -Señor, vamos a tener que ponerlo con otro pasajero, me dice el dueño. (…)

Nuestro mozo, un muchacho que años atrás había conocido en la Asunción, nos indicó que fuéramos a una casa de bailes mui divertida que llamaban “La Bailanta”, cosa que hicimos una vez terminada la cena.

Se trataba de un galpón de madera que había en las afueras de la ciudad. Piso de tablas, i paredes blanqueadas en exceso. Para entrar había que sacar un boleto de cuarenta centavos, sometiéndose a un registro obligatorio, sin distinción de sexos. Esta operación la efectuaba un sargento i dos soldados, reteniendo todas las armas, para evitar reyertas, lo cual no impedía que al final de cada baile hubiera un desorden con tiros i puñaladas. Era curioso ver al sargento palpando a las mujeres, sin respetar sus lugares delicados, aunque hacía rato que las bailarinas habían perdido la sensibilidad por esos sitios. En la sala, había derroche de luz. Fuera reinaba una oscuridad de duelo. A ratos un fósforo indiscreto dejaba adivinar en el patio, lotes de parejas que resolvían los complicados preliminares del amor. Dentro en un rincón, sobre una pequeña tarima, tres músicos paraguayos hacían de orquesta. Se bailaba vals, tango i en especial la polca paraguaya que era la preferida. En general las parejas se tomaban bien apretadas del pecho arriba. El brazo izquierdo plegado, para que el contacto fuera mayor. La cabeza de la compañera, descansaba en el hombro del bailarín. Todos danzaban al uso paraguayo, ya que casi lo eran en general, esto es, con las rodillas bien arqueadas. El hombre si es hábil, debe ir haciendo una serie de pasos i contrapasos, al estilo compadre. De ahí que las piernas las separen exageradamente, para dar libertad al juego. Las mujeres, por lo general, cortesanas baratas, vestían trajes claros. Pollera de mucha campana, almidonada, i bata de percal de un tono más subido. Cara mui empolvada i el cabello bien aceitado, echado atrás i rematado en un rodete sobre la nuca. En esa torta capilar,  se clavaba verticalmente una peineta negra con filigranas de oro. Aros del mismo metal,  les cuelgan de las orejas, balanceándose como péndulos de reloj. Los hombres, paisanos de pantalón claro ajustado, con marcadas rodilleras, calzaban botines negros, i en lugar del saco, lucían camisa blanca, con un pañuelo azul, rojo, verde o borra de vino anudado delante. Los intervalos eran cortos. En general los bailarines de esa noche, no interesaban, por lo cual i satisfecha nuestra curiosidad, salimos después de recoger los revólveres. (…)

Navegando

Salimos de Posadas rumbo a Puerto Aguirre, última escala fluvial. De allí había que internarse a los saltos. Nos pegamos a la costa paraguaya. Vimos hileras de naranjos de tono verde botella i también infinidad de lapachos, con su típica emboltura carminada, que daba una nota curiosa al follaje. Un chalecito agazapado  en un reparo de una loma aceituna. Dos o tres casitas más i por último unos pobres ranchos sueltos.

¡Adelante! El día está nublado. No hace frío. Ahora almorzamos. Me siento al lado del capitán. Como en todo viaje, vienen papás con sus respectivos nenes. A uno lo sientan en silla adecuada (…) El nene de ahora constituye la diversión de todos. Hai que ponerle linda cara i reírse de sus tonteras, aunque no se tengan ganas. El capitán, un hombretón manso se siente paternal (…) Bueno, no me siento de buen humor. Además la conversación es estúpida. Se habla del viaje, del río, etc. esto es, de todo lo que puede decirse en una excursión simple, i con un capitán idem. El vapor en el que navegamos es de rueda. Lleva una sola grande, atrás, en la popa. Sobresale como un enorme rodillo, que bate las aguas color acero, salpicando todo el barco de espuma blanca. La proa es espaciosa. Tiene un banco circular que la rodea. En él estamos sentados varios pasajeros. Yo escribo mis notas. El cielo, insulso, está lleno de vapores. Enfrente las lomas verde cobalto, parecen más acentuadas. Lejos otras de mayor elevación contrastan por sus tonos (…)

(…) Vamos a llegar a Candelaria. Luego vendrá San Ignacio. Parece que fuéramos navegando por un lago. Nos acercamos a la costa opuesta. ¿Para dónde sigue ahora el río?

Durante el trayecto el vapor se detiene en puertos insignificantes. Lo hace más lejos, río arriba. Desde allí se desprende un bote, que llaman chalana, de quilla chata. Deja en tierra algunas bolsas de harina, latas de grasa i correspondencia. Va tripulada por siete u ocho hombres, casi todos correntinos, armados de un remo corto que baten de pie i sin apoyo. Es tan fuerte la corriente que apenas pueden maniobrar. La chalana es arrastrada río abajo, lo que facilita el arribo. En tanto el vapor retrocede despacio por la fuerza de la corriente i esto facilita la llegada del bote. Los remos son cortos, para evitar las piedras que abundan i para facilitar la maniobra. Casi todos los obrajes están en el interior, en plena selva. De ahí que un galpón a veces miserable que aparece en la costa disimule lugares cuyo valor comercial es incalculable.

Puerto Aguirre

-¿I cuándo llegamos, capitán a Puerto Aguirre?

-- Si no hay cerrazón, esta noche. Mañana temprano desembarcaremos.

 La niebla constituye un serio peligro. Apenas desciende, hai que detenerse y anclar donde se pueda. De lo contrario se expone el barco a despedazarse contra la costa.

La noche pasó como de costumbre. Me recogí temprano porque había que madrugar. A las cuatro volvía a la vida de nuevo. La impaciencia pudo más que el sueño i opté por levantarme. Salí bien abrigado  pues el frío era fuerte. La cerrazón impedía ver a corta distancia. El barco permanecía dormido, pegado a una barranca brumosa que se adivinaba al costado de estribor.  Corría un viento incómodo por los pasillos. Todos dormían. Probablemente habíamos llegado. (…)

(…) Empezó a aclarar con mucha calma, como si el día tuviese aún mucho sueño. No obstante los vapores atmosféricos no desaparecían. Qué raro era todo. El espectáculo de la niebla era curioso. Se veía un trozo de río como una superficie tersa, brillante, que parecía de acero. Salía de él vapor en abundancia, como si debajo ardiera combustible. Era la cerrazón que se levantaba. El río hervía materialmente. Después se fue despejando con toda calma. Pude distinguir entonces una barranca pelada de bastante pendiente, pero mucho mayor de la que me había figurado. Detrás había otra más grande aún i estaba tapizada de verde. Aparecieron algunas formas claras que resultaron casas de madera. Ahora se ve con toda nitidez una escalera empotrada en la pendiente, cuyos peldaños estaban reforzados por troncos. Empezó el movimiento. Ahí está el comisario Arrechea. Lo observo con curiosidad. Era el dueño del Iguazú. Comisario, juez, jefe del registro civil, hotelero, etc, etc, en suma amo absoluto de una de las comarcas más privilegiadas de la tierra. Hombre amable, de cierta cultura, alto, simpático, de rostro afeitado i con todos los caracteres del tipo vasco. Ojos saltones, cabello al rape. Lleva un chambergo negro de alas cortas. Bajo su axila derecha, sujeta una tosca muleta que le sirve de apoyo pasajero. Tiene una pierna débil a consecuencia de no sé qué golpe.

Después del aplastamiento de la vida de a bordo producido por la inercia, resultó un poco violento hacer alpinismo, trepando la ruda barraca de Puerto Aguirre. Cincuenta metros largos de ascensión. La respiración faltaba. Mi resfrío protestaba también. Esta escalera inacabable, me hacía acordar a la del paraíso del teatro Colón, en épocas en que frecuentaba la pobreza con más frecuencia que ahora. Subieron varias familias. Empezaron las protestas de las señoras gordas. Se habló de la dejadez de América, etc., pero nadie se acordó de condenar las grasas, elemento cosmopolita, única causa del mal humor femenino.

Peones aborígenes ayudaron al acarreo de los equipajes, mientras allá lejos Arrechea de pie, sereno, como una estatua, daba órdenes a gritos. Al fin me encuentro arriba. Naturalmente lo primero que se me ocurre es mirar en sentido contrario. El río Iguazú, tendido allá bajo, se veía de un color aceite ordinario, verdoso sucio. Nuestro barco parecía una cucaracha, un simple botecito. Enfrente la costa brasilera. Hacemos un alto en un caserón de madera todo blanco. Es la sucursal del hotel de las cataratas. Edificio alegre, mui ventilado i abierto en corredor por el centro. Ocho o diez camas dedicadas a los excursionistas. Seguimos subiendo hasta encontrar otro galpón, cerca de la caseta de la telegrafía sin hilos, cuya torre se levanta a pocos metros. Recuerdo que cuando subimos la barranca, vi a los peones que conducían los equipajes, desaparecer de golpe para presentarse casi todos convertidos en policías, con uniforme correcto, sable, etc. Una vez cumplida la misión de orden, habían vuelto a transformarse en vulgares arreadores.

La picada

Esperamos el amarre de los coches que debían conducirnos a las cascadas. Eran vehículos respetables por su edad, escapados del Museo Antiguo. Enormes carromatos antediluvianos que estaban rojos de tierra. Allí todo era de ese color. Les pusieron tres pares de mulas de a dos en fondo, montando los peones las dos primeras. Salieron las diligencias a todo correr, dando los guías alaridos i haciendo un barullo infernal. Nuestro coche tomó por un callejón que se hundió en la selva, i que los naturales llaman picada, túnel hermoso que horada el bosque, haciendo curvas caprichosas. A sus costados árboles altísimos se levan a los cielos, abrazándose en sus copos y formando una cúpula airosa, por donde a ratos se descubre un pedazo de firmamento de un azul intenso.

Desde esas fantásticas alturas del ramaje, pájaros extraños, tucanes, viejas, loros i acaso algún mono audaz, observan con cierta inquietud, el arrastre de los intrusos viajeros que en loca carrera atropellan los arbustos i huyen quién sabe adónde. Espectáculo admirable constituye el corazón del bosque. Con frecuencia hai que detener la marcha precipitada. Un tronco enorme cansado de vivir, o tumbado por la fuerza del viento intercepta el camino. Entonces todos los viajeros se bajan. Las piernas entumecidas recobran su agilidad i las mujeres tienen otro pretexto más para reírse i comentar cualquier cosa a gritos. Sorprende observar la maraña tupida que se teje alrededor de la arboleda. Infinidad de vegetales hacen esfuerzos por mirar el sol elevándose en empeñosa lucha. Montones de orquídeas i plantas similares brotan por todos los rincones posándose especialmente en los huecos nudosos donde se instalan con toda soltura. Lianas de todos los calibres caen en lluvia de lo alto. Caprichosas enredaderas se trepan a los troncos centenarios cubriendo sus cortezas de ropajes exóticos (…)

(…) Treinta i cinco quilómetros de honda verdura, tenemos que atravesar. Pero ese trayecto se recorre con placer i admiración, por la hermosa flora que nos acompaña. Además no faltan contratiempos inofensivos, como los tumbos i barquinazos que dan los coches a cada instante, lo que llena de alegría y predispone el ánimo hacia el optimismo. ¡Qué lindo es vivir!, dicen a gritos los mudos semblantes de todos. ¡Viva la vida! Qué bien nos encontramos. La existencia se absorbe mejor. El aire embalsamado de la fronda que llega a los pulmones, produce un bienestar ignorado. Es que la comunidad con la Naturaleza se va ampliando mientras dejamos atrás a raudales los venenos e impurezas de las grandes ciudades. ¡Adelante! Ya falta poco. Las mulas están fatigadas, pero los peones no transigen. I vuelven a los gritos i alaridos salvajes que recuerdan los malones, i nosotros sin quererlo también gritamos con sonidos nuevos que llevábamos agachados en las células, i cuya existencia ignorábamos, pero que ahora salen fieros, desnudos mostrándonos la otra personalidad adormecida por la cultura. (…)

En las cataratas

 Entonces se escucha un ruido formidable. Un ronquido colosal continuado como el de diez mares juntos. Al principio se sobrecoje el espíritu. Después el temor desaparece. Como si de la selva viniese una poderosa fuerza de atracción, todos deseamos correr allá lejos, para admirar y saciar un ansia interna que no alcanzamos a explicar.

-¡Un momento, señores! Grita el encargado del hotel, i se acerca corriendo con un montón de alpargatas que reparte a todos.

-Hai que sacarse los botines i ponerse alpargatas si no quieren resbalarse en la greda. (…)

El entusiasmo nos aproxima. Parecemos conocernos de tiempo atrás. Estamos listos. Seremos los primeros. ¿Salimos? Vamos, cómo no. Nada de guías. Descubriremos las maravillas por nuestra cuenta.

-¿Por dónde será?

-Por aquí, dice uno, i seguimos por un camino brusco, que desciende en vueltas cortadas. Parecemos locos. Hablamos solos, gritamos, corremos castigando la hierba con los bastones i por qué no decirlo? Nos sentimos héroes. No hay duda, somos los primeros que hemos pisado estos lugares. Hermosa ilusión de la vida, que precede a toda emoción intensa. (…)

La huella es delgada. En las pendientes hay troncos horizontales, colocados para ayudar a trepar. Más lejos el camino se ensancha, i está cubierto de hojas secas. Parecen alfombras de oro mate. El ruido aumenta. De pronto se oye un trueno ronco a corta distancia. Sin sospecharlo aparece un enorme chorro como a diez metros de distancia que cae de lo alto. Es el salto Lanusse que está cerca del hotel. Miramos hacia arriba asombrados. Parece que le hubieran dado un pinchazo al cielo, i que por el agujero se desbordara un río entero. El camino queda cortado por el rápido que forma este salto. Un puente de troncos rústico nos permite franquear la corriente. En su centro contemplamos el torrente cara a cara. ¡Caramba! Es mui bonito. Si estas son las sucursales de los grandes saltos, cómo serán aquellos! Hacia su izquierda surge un precioso arco iris, transparente, limpio, hermoso. Por el suelo, empapado de agua, vemos otros menores. ¡Estamos en la fábrica del  arco- iris! ¡Qué maravilla! (…)

Mareados casi de tanta preciosura, seguimos caminando. Penetramos en túneles de vegetación interesantísima, no obstante hallarse la flora en su época invernal. El ruido del agua se pierde. Parece que nos alejáramos de las caídas i no es así. Ahora doblamos ¡zas! Se nos aparece otro formidable. Esto ya no es un juguete. ¡Qué barbaridad! Hermosura sin igual. Nos quedamos mudos, con la boca abierta. Es un prodigio de la naturaleza. I más allá se suceden otros. Estamos delante de una fábrica de cascadas de todas formas i calibres. No hai tiempo de observar bien. Se percibe la emoción a chispazos. El asombro ocupa todos los momentos (…)

Permanecí largo rato empapándome con las raras visiones que tenía delante. Confieso que la sacudida cerebral había sido fuerte. Sensaciones de asombro, primero; Luego otras de calma intensa. Un bienestar, un sueño agradable. Una inmensa satisfacción como si todo nuestro ser se hubiera purificado de golpe. ¿Qué es esto? ¿Qué nos acontece? ¿Es un baño interior que nos va librando de impurezas, célula por célula? Algo así como si todos nuestros órganos se hubiesen desprendido de golpe de los venenos que la vida sedentaria acumula. Parece que volvemos a la juventud (…)

Llego al hotel desbordando alegría que procuro disimular. No podría explicar a los demás así a la ligera lo que yo he sentido en los pocos momentos de comunicación con la Naturaleza. Con palabras sería inútil. Con colores aún no puedo. Me conformaré con cerrar los ojos i hacer gestos. Mañana voi a comenzar a trabajar con los pinceles. Quiero aprovechar los quince días que tengo disponibles. ¡Valor!

Se ha respetado la grafía original

De l libro “La Mirada de los viajeros” Compilación de Capaccio y Escalada Salvo – Editorial Universitaria.  Alió fue un empresario teatral catalán radicado en  Asunción Paraguay a finales del siglo XIX

Baudilio Alió

 

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