La tripulación de El Chacal

domingo 04 de julio de 2021 | 6:00hs.
La tripulación de El Chacal
La tripulación de El Chacal

A pesar de ser un buque menor a diez toneladas de arqueo total, El Chacal había sido diseñado exclusivamente para atravesar olas gigantescas.

—El Chacal surca el mar de la Conchinchina otra vez —dijo Juan en la cabina mirando el horizonte. Un viento amagaba con hacer volar su gorra de capitán. Se la quitó con una mano mientras sostenía el timón con la otra.

Marcos, el marinero más joven de la tripulación, traía una bandeja con vasos de vino tinto. Juan aceptó gustoso y se limpió los bigotes blancos con los dedos.

Entendió que los oficiales no pudieron oírlo por la marea, la radio y porque cenaban en el comedor. Imaginó, aunque faltaran todavía muchas millas: la maniobra de fondeo en el puerto, los pétalos de lapacho esparcidos en la vereda, los ladridos de Roco, la brisa mentolada, los besos al más pequeño de la familia. La alegría de volver seguía intacta desde el primer viaje en que El Chacal zarpó con destino a otro país.

Juan suspiró satisfecho con el viaje recorrido: ninguna carga se había arruinado y más de un destinatario quedó contento con los paquetes recibidos en aduana. Miró su reloj, se percató del tiempo. Llamó a uno de los oficiales para ser reemplazado en la dirección del buque, y descansar una hora. Salió de la cabina, caminó lentamente hacia la proa y se acodó en la baranda.

Cerró los ojos. Se concentró en el arrastre y choque perezoso del oleaje: se disfrutaban más cuando el trabajo estaba a punto de terminar.

Una conversación de marineros interrumpió su deleite. Frunció el ceño al escuchar una voz apagada, temblorosa.

—¿Cómo puede ser?, si al buque se le hizo el mantenimiento hace diez días.

 “Problemas”, pensó Juan. Volteó y vio a través de la ventana de la cabina a dos marineros conversando celosamente. El capitán suspiró y asumió de nuevo la vigilancia del buque y la zona en que navegaban.

Escuchó gritos ahogados. Caminó rápido hasta la cabina y pidió al oficial de Control de Mando que apuntara la luz blanca de tope hacia la izquierda.

—¿Qué es eso? —Juan se agarró la cabeza. Quedó pasmado. Marcos y los demás marineros salieron a cubierta a mirar el desorden.

El Chacal empujaba trozos de hierro y madera de una embarcación destruida. Un oriental gritaba y movía un brazo. Se aferraba a una especie de tabla, y luchaba para ser notado entre la marea. El buque lo dejaba atrás.

Juan llamó desesperado a todos los oficiales para convocarlos al salvamento de vida humana en el mar. A pesar de su autoridad, enfrentaba a hombres en contra de la decisión. Ellos no tendrían un salario a cambio de arriesgarse por el naufragado, y cualquier gasto o pérdida en el salvamento implicaba dinero que sólo saldría de sus bolsillos. Además, los oficiales, y el resto del personal querían volver a sus casas lo antes posible.

—No se olvide que navegamos una ruta comercial, mi capitán. Aparece “La fragata II” detrás de nosotros en el radar. Ellos están mejor equipados. Sin duda, lo rescatarán —dijo el oficial de control.

—No le gustaría estar en el lugar del hombre, ¿o sí? —preguntó Juan levantando el mentón.

Los oficiales se miraron, en silencio.

Juan supo en ese instante, indignado, que ellos ya habían visto al hombre y habían decidido ignorarlo.

—Capitán no vamos a decir nada. Lo sabe —insistió osado el oficial.

—Soy el capitán y me van a obedecer ¡Procedan a la maniobra de fondeo ahora!

A regañadientes, oficiales y marineros iniciaron la labor. Arrojaron dos balsas de emergencia al mar y se colocaron los chalecos salvavidas.

Juan tragó saliva. Nadie vigilaba el mar. Podían continuar. Negó con la cabeza. “Es mi obligación salvarlo”, se volvió a convencer.

Soltaron un cabo para que la balsa no pudiera perderse en la negrura. Al acercarse, vieron a un oriental que nadaba desesperado y se sostenía con ayuda de tablones y una rueda de timón. El asiático forcejeaba con los rescatistas, se resistía al salvamento. Señalaba algo en medio de las oscuras aguas, pronunciando una palabra extraña, una y otra vez. Mediante un aro salvavidas, los marineros lo acercaron a los flotadores de la balsa y lo ayudaron a trepar hasta levantarlo.

Cuando el oriental estuvo sobre cubierta, hablaba en un idioma que nadie de la tripulación entendía. Juan llamó al práctico, que hablaba perfecto el inglés y otras variaciones del chino.

—¡Cuiden reducir al mínimo los daños! —ordenó Juan a la tripulación.

El práctico dijo algo en vietnamita al hombre enclenque. Después, agrandó los ojos y se arrimó a la baranda.

—¿Qué está pasando? —Juan se acercó al práctico. 

—Hay alguien más en el agua, capitán —dijo atónito el traductor.

El oriental gritaba reiteradamente la misma palabra. Juan supuso que era el nombre de la otra persona, que se ahogaba.

Los marineros soltaron más cabos para que cuatro de los mejores nadadores acercaran la balsa a los restos del barco pesquero.

Notaron unas rocas. Se arrimaron y vieron allí a un niño pálido que tiritaba abrazado a una enorme piedra. No hablaba. No respondía a ninguna pregunta de los rescatistas. Cuando subieron al pequeño a cubierta, corrió y saltó como canguro hacia el oriental.

Aquel abrazo, era el mismo que Juan extrañaba dar a su hijo todas las noches. Los llantos del pequeño asustado formaron un lagrimón del rabillo del ojo del capitán. Juan se secó la mirada de un manotazo, no quería que los compatriotas lo notaran.

El vietnamita y el chico no se soltaron en toda la noche hasta dormirse. Juan se aseguró que ambos recibieran alimentación y vestimenta durante el viaje. Les llevó personalmente dos frazadas de su cama.

Si se hubiera dejado guiar por la tripulación, no habría vuelto a recordar lo valioso de tener una familia unida esperándolo en casa.

El destino había cambiado: tendrían que desembarcar en el primer puerto que tuvieran a la vista y hablar con las autoridades para reportar el hundimiento del buque pesquero. También, gestionar el papeleo de los naufragados.

Juan sabía que el oficial de control no podría verlo a los ojos en el resto del viaje. Aunque conocía bien a sus oficiales, dudaba si todos o alguno se había arrepentido.

Cuando llegaron al puerto, Juan se quitó la gorra, la observó por unos segundos y la giró sobre sus dedos.

—Último viaje y a descansar —dijo colocando la gorra debajo del brazo.

Este relato fue publicado en el blog de la autora: https://itatilescribe.blogspot.com/ de cuentos, novelas y microrrelatos de ficción.

Sara I. Deym

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