Primero saber y después hacer

martes 29 de junio de 2021 | 6:00hs.

Enseñar arquitectura debe estar entre los desafíos más difíciles en la educación superior. 

Partiendo de la base de qué es arquitectura, ya que la entendemos como una carrera que se dedica a los espacios necesarios para que las personas sean plenas, se desarrollen a nivel personal y vivan en sociedad. Afirmamos que un arquitecto es aquel que tiene la capacidad de planificar, diseñar, proyectar y dirigir la construcción de esos espacios. Por lo tanto, la arquitectura se enfoca en primer lugar en las personas, y se vuelve indispensable conocer los deseos y las necesidades de la gente, refiriéndonos tanto a lo mas cotidiano como a sus aspiraciones más elevadas. 

Para ser arquitecto, lo primero que se necesita es conocer al hombre, su historia, su cultura, se trata -solo para empezar- de filosofía, teología, ética, política, y sociología, entre otros. Para luego zambullirse en la profundidad de los conocimientos técnicos y artísticos mas avanzados de la humanidad. Por un lado debe formarse para dominar la última tecnología creada por el hombre sobre ingeniería, en cuanto a obras civiles, instalaciones y estructuras, y -por el otro- incorporarse a las vanguardias del diseño, en cuanto a manifestaciones estéticas, morfológicas, y todo aquello que refleja la cosmovisión de las personas en el paradigma actual, el pensamiento del hombre contemporáneo. Así entonces, partimos de los saberes.

Curiosamente, a lo largo de la historia, superar toda esta plataforma de conocimientos necesarios para hacer arquitectura no ha sido suficiente. Hemos mencionado alguna vez que las obras maestras de la arquitectura moderna fueron creadas por arquitectos mayores de 60 años. Le Corbusier -que fue  una Escuela de Arte en La Chaux de Fonds- construye su exquisita capilla en Ronchamp a los 63 años, Frank Lloyd Wright empezó a construir la casa de la cascada a los 69 años y Lina Bo Bardi comienza el centro cultural SESC a los 63.

Esto quiere decir que primero debieron pasar exitosamente por los claustros y luego cerca de 40 años de ejercicio de la profesión para recién poder hacer excelente arquitectura. Esto no hace más que confirmar que la única manera de ser un buen arquitecto es haciendo arquitectura, y eso se aprende trabajando junto a un profesional, viéndolo desenvolverse frente al mundo en la disciplina. Como decía el arquitecto Jaime Lerner, podés leer muchos tratados sobre natación, pero sólo se termina de aprender metiéndose al agua. 

Y este modelo es el que se impone y se implementa hoy en las universidades, no se trata sólo de teoría, se enseña a hacer arquitectura haciéndola. En primer año te piden que diseñes una casa, después un conjunto de viviendas, después una torre de departamentos, y la complejidad va en aumento. A esto se lo denomina el método de la simulación. Profesores y estudiantes se ponen por delante un encargo ficticio que irán resolviendo juntos. El trabajo le pertenece a alumno, pero la impronta de la cátedra siempre es reconocible para un ojo avezado.

Seguramente algún alumno -que viene de un colegio secundario industrial, por ejemplo- ya sabe cómo hacer una casa muy correcta, pero son esas horas de convivencia con su docente, donde se van puliendo los fundamentos y ajustando los argumentos, donde las decisiones del alumno van virando hacia un rumbo diferente, se adquieren nuevos criterios. El sentido común es el menos común de los sentidos, pero puede ejercitarse. Eso, sumado a las charlas de café con los compañeros y a ver los trabajos de otros, ya sea en clase, cuando se toma un ascensor o caminando por los pasillos, van llevando a ese estudiante a diseñar otra cosa, una casa nueva y seguramente muy diferente a la que ya sabía hacer.

La universidad es un lugar de encuentro de gente que estudia, allí todos estudian, a veces incluso los profesores más que los alumnos. Esta etapa de la vida debe ser fundamentalmente el momento de adquirir nuevos saberes, nutriéndose de esa convivencia con futuros colegas. El verdadero momento para los haceres vendrá después y nadie sabe como será.

¿La Universidad Nacional de Tucumán falló por no haberle enseñado a Pelli a usar Excel o cómo mandar un e-mail? Claro que no. Sus profesores le enseñaron a pensar y eso es lo que hizo que él pudiera ponerles su rúbrica a las torres más altas del mundo, en Kuala Lumpur, cuando -como decíamos antes- ya tenía 72 años.

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