Ojos azules, negros y verdes

Ojos azules Subiendo por el río Clavan su vista
domingo 27 de junio de 2021 | 6:00hs.
Ojos azules, negros y verdes
Ojos azules, negros y verdes

Elizabeth mira hacia el horizonte mientras viene subiendo por el río Paraná en el barco que los trae desde el puerto de Buenos Aires. Viene viajando allende los mares poniendo toda su esperanza en este puerto tropical que los va a recibir. Con su familia sueña con una tierra de paz, remansos de tranquilidad, pero sobre todo quiere encontrar un lugar sin guerras ni violencia como las que destruyeron su casa, su barrio y su hogar. Ya no quiere esas guerras que azotaron a toda su Europa, a toda su tierra natal. Sus ojos azules escudriñan cada curva del río, cada arroyo que entra en cascada desde la selva y disfruta de este sol que le quema la blanca piel. Deslumbrada observa la intensa naturaleza que se despliega en este colosal río, que trae islas de camalotes a la deriva sobre la cual chillan y despliegan sus alas bandadas completas de aves extrañas. Varios yacarés observan desde su escondite asomando tan solo sus quietos ojos sobre el nivel del agua. Nutrias, lampalaguas, animales que nunca vio ni imaginó ver siquiera.

Ante tanta intensidad y despliegue de la madre naturaleza, su pasado paisaje allá en el norte frío y helado quedó atrás, como una sombra en su memoria. Sobre la cubierta del barco, que remonta el Paraná, ella observa un extraño ritual. Trabajadores, hombres, mujeres y familias enteras se juntan en ronda y sorben de una calabaza con hojas desecadas y molidas, a la que le agrega agua caliente siempre la misma persona. Admira la paz que transmiten los que forman el corrillo mientras charlan y comentan realidades; o tan solo permanecen en silencio fumando algún cigarro armado con hojas de negro tabaco.

Llegó, con sus dieciséis años recién cumplidos, al puerto, sobre la empinada barranca en aquel recodo, después de que la barcaza había sorteado la corredera que formaba el río junto a la isla, que parecía una verde tortuga con su cabeza escondida bajo las aguas. Clavó sus ojos en este puerto, en el muelle y en el largo camino de tierra roja que bajaba desde la selva. Clavó sus ojos en estos otros ojos que estaban allí en lo alto.

Sus ojos negros
Bajando por el muelle
Ahí la vio llegar

El puerto, entrada y salida de la nueva colonización en el Alto Paraná, inaugurado hace tres años, era un hervidero de gente que iba y venía. Jangadas de troncos se armaban con los árboles derribados y acercados a fuerza de bueyes sobre el remanso que hacía el río. Barcazas de carga y los barcos de pasajeros que suben y bajan desde Puerto Bemberg hasta el puerto de Buenos Aires atracan obligatoriamente. Por el muelle de troncos, piedras y barro bajan desde un amplio galpón de chapas una hilera de peones cargando pesadas bolsas de yerba a una barcaza que estaba anclada allí. Los muchachos hacían delicado equilibrio sobre los tablones que los llevaban a las bodegas donde debían descargar su peso.

Katu Itaeté, hijo de caciques, la vio llegar, sudoroso, temblando bajo su pesada carga, se detuvo un segundo para ver a esta niña bajando del barco, pero tuvo que seguir, azuzado por sus compañeros. Animoso, con su amplia sonrisa y su picardía de ojos negros, dejó de trabajar y se llegó hasta el barco que anclaba y ayudó a la niña a bajar. Después se reunió con sus compañeros a repetir el ritual de sentarse bajo la sombra del tacuaral a beber de la calabaza con hojas desecadas y agua caliente. Repetición sagrada, cada vez que llegaba un barco con familias de inmigrantes y los descargaba en el puerto.

Sus ojos verdes
Fruto de tantos mates
Y juegos de amor

La familia de Elizabeth partió colonia adentro hasta llegar a la nueva chacra que se le había designado, tenía tierra baja, un arroyo y mucho de la ancestral y virgen selva. Desmonte, quemazón y comenzar una nueva vida sin violencia ni gritos eran una sola cosa. Tan solo pasaron tres días y Katu Itaeté se acercó a esta chacra donde Elizabeth ayudaba a construir un techo de tacuaras y hojas de palmeras a sus padres. El peón rudo de músculos pero tierno de sonrisas trajo consigo el ritual de cosechar y desecar las hojas en ramas de la yerba sobre las calientes y humeantes brazas. Supo enseñar como calentar el agua en el fogón y compartir la sagrada infusión servida en calabaza y caña con la familia de inmigrantes. Enseñó que el tiempo de mate es un tiempo de sosiego, de calma, de descanso y de observar lo que ocurre con el tiempo y la naturaleza. Compartió esta ancestral costumbre aprendida de su pueblo y de los padres jesuitas, que el tiempo del mate es un tiempo sagrado e ineludible ofrendado al dios que vive en el todo y lo da todo. Heredado culto, que es devolver en agradecimiento todo ese furor y esa fuerza divina que se expresa en la naturaleza tan fecunda de este suelo. Pronto el ritual de pasar la calabaza de mano en mano, de acariciarse los dedos, de mirarse profundamente a los ojos se tornó un juego entre los dos jóvenes. La ronda de los mates se hizo siesta, cama y amor. Ritual repetido cada mañana a la salida del sol, en silencio, o en ese diálogo matrimonial de monosílabos. Liturgia repetida cada atardecer cuando los zorzales y los benteveos despedían el día y el urutaú, con su lacónico canto, inauguraba la noche. Los nueve meses en el nuevo continente supieron dar su fruto matero. El niño que nació y juega entre los troncos caídos de la selva que ha sido vencida, tiene esa verde mirada de los mates, esa verde mirada de la selva y esa verde mirada de la esperanza de los que vinieron a soñar a esta tierra.

Waldemar Von Hof

Relato mención especial del Concurso de Cuentos del Rito del Mate, convocado por la SADEM y el Imaginero
Ediciones, en 2017.

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