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¡Der Álkohol!

domingo 27 de junio de 2021 | 6:00hs.
¡Der Álkohol!

El abuelo se sentía fuerte. En reunión familiar aprobaron la travesía. Si fuera de otro modo él iría lo mismo pues desde hace años repetía que ese gusto nadie le quitaría. La familia entera estaba reunida. Y la inigualable Glenda, su compañera, cantaba alrededor de la bulliciosa mesa. Ayudada desde temprano por sus nueras, Glenda preparó un suculento banquete de despedida con días de anticipación. El horno casero mantuvo el calor hasta la aparición de las lluvias. Requesones con pasas de uvas, lechones adobados y chucruts con salchichones ahumados fueron algunos de los platos degustados en el festejo.

No era para menos ya que un título de propiedad no aparece todos los días. Los consuegros -vecinos de chacras linderas- también esperaban figurar algún día en las listas del Ministerio. Pasaron treinta años en que Sigfred mantuvo las esperanzas de conseguir el título. Y ahora encabezaba el flamante listado. Por fin finalizaba el vía crucis de gestiones en las salas públicas que tantos incordios le ocasionara. Cada vez que reclamaba lo enviaban a una oficina distinta. Pero felizmente podía festejar.

-Triunfa la sangre -decía con un nieto en el regazo. Nuevos brindis por la tenacidad de la pareja en poseer lo más preciado de los deseos: la tierra. Ahora sí podía decir que el lote fiscal, cuyas mejoras había abonado puntualmente, era enteramente suyo y de su familia. Una tierra que amaba y con la cual se compenetró tanto que hasta le hablaba a solas en interminables soliloquios.

El abuelo Sigfred, requerido por bocados de las exquisiteces ofrecidas, con nietos bullangueros alrededor, entendía que estaba feliz. Sus manazas de agricultor, ásperas y artríticas, ora acariciaban los cuerpecitos de los rubios nietos, ora palmeaban a los hijos o aplaudían las danzas. Glenda solícita se afanaba con los fuentones, las chancletas pegándole los talones y las várices engrosándole las piernas.

El carro y los arreos de Olden estaban preparados. Vanos fueron los ruegos para que alguien lo acompañara. Sin discursos, decía Sigfred, pues era un asunto personal y lo quería terminar solo. ¿Ni siquiera Káiser, su amado perro? ¡Nein!

Al amanecer Olden llevaba un sombrerito de paja y -conocedor de la trillada picada- iba al paso. Sigfred se balanceaba canturreando “…María alúmbrame el camino”, palpando el bultito de sus ahorros, documentos, la lista de provisiones escritas por Glenda, envueltos en un pañuelo. Después del gran recodo aparecía el puentecito de Chico Malo, el arroyo que se despeñaba a veces impetuoso desde el cerro. Se detuvo al borde para que el caballo bebiera. En la otra margen el monte desbordaba y más allá se divisaban parcelas de tabaco y maíz. La picada maestra -donde confluían las demás- se abría en huellas marcadas y permitía un paso más rápido. Sin embargo, él conservó la marcha. Quería preservar en su memoria un viaje que sería de maravillas y se deleitaba con el alargue.

El almacén de ramos generales de Last estaba a la vera de la ruta. “Lo que no se consigue en la ciudad se consigue aquí” se ufanaba el dueño. Asentada sobre pilotes, la construcción era un largo galpón de maderos y tejuelas grises y una pista de baile al aire libre. Cuando Last se enteró del motivo del viaje, se comprometió a brindarle un agasajo a la vuelta y le aconsejó que esperara el rápido de las seis. ¡Nein!

Bajo el sol rajante del mediodía Sigfred reanudó el viaje. Prosiguió por la lustrosa y rojiza ruta, recurriendo al freno en las bajadas, soltando a Olden en las cimas, adentrándose en la polvareda al paso de los vehículos. Manchones de yerbales y mandiocales se perdían tras las lomadas. El sol abrasador martillaba el relente camino y por instantes se ocultaba en incipientes nubarrones. Se tomó un descanso a orillas del Negro, tirándole agua fresca a los ijares de Olden y espantando tábanos. Después saludó a los Kleister a quienes a los gritos enteró de su cometido. Alcanzó las vanguardias de obreros del asfalto al atardecer, desvió en terraplenes saludando a dos o tres choferes en las banquinas cruzándose con algunos camiones. A medianoche, henchida de truenos y rayos, llegó a la ciudad. La fonda de Bauer era un sencillo y pulcro hospedaje. A él le gustaba porque hablaban su idioma, se sentía en familia y había atención anexa para animales.

Al día siguiente amaneció lloviendo. Sigfred hizo planchar las prendas: un pantalón de pana color ladrillo sostenido por un ancho cinto sin presillas, camisa blanca sin cuello, saco de hombreras negro y zapatones de duro cuero. Ni bien el Ministerio abrió las puertas él acompañó la hilera de empleados y se sentó derechito con el sombrero en las manos. Esperó paciente sin preguntar dónde quedaba el baño. Cuando empezó a desesperar añorando el terruño y preguntándose si fue un acierto su venida, lo llamaron para la entrega oficial en una ceremonia con cánticos del himno nacional y un par de fotos.

-Soy de Taranco, mucho feliz -repetía Sigfred, sosteniendo una cartulina impresa con escudos, sellos y firmas y su corazón oprimido de emoción. - ¡Der Álkohol! -pidió a los Bauer pues su cuello era un leño de sequedad. Se olvidó de adquirir los presentes para la familia y las provisiones y no hizo caso a la cortinada lluvia sobre el cinc del hospedaje. En una bota de caña alta en desuso obsequiada por Bauer colocó el título, envuelto en una arpillera. Y sorteando los torrentes en las calles inició el regreso. Cuando arreció la tormenta se guarneció en un bar de las afueras diciendo ¡Der Álkohol!, comentando a los parroquianos que en una bota llevaba el tesoro de su vida. Su deseo era llegar, solo llegar y abrazar a los suyos desplegando el trofeo. Hizo caso omiso a los consejos de esperar a que amaine el temporal. Al anochecer arribó a lo de Kleister, empapado y ensanchado por la bota guarnecida en el pecho, pidiendo ¡Álkohol! para celebrar, cantando a grandes voces Kein schoner land en improvisados dúos. Y disculpándose por lo breve de la visita, desandó el camino ahora distinto por el barrizal y el sordo rumor de la lluvia sobre los barrancos. Se cruzó con el criollo Maciel quien con una yunta de bueyes llevaba al hospital a su mujer enferma dijo, yacente sobre una oscura bolsa en angarillas. Sigfred convidó con caña que portaba para aligerar la vida, dijo con voz gangosa y ojos vidriosos. El murallón montés emergía imponente con cada rayo en descenso de luz.

En lo de Last fue una fiesta con encurtidos y un acordeón para amenizar, bajo el rumbón de la lluvia en los tejados. Last imploró insistente que pernoctara con ellos, que tendría una cama de plumas de gansos con edredón de puro algodón pero Sigfred estaba empeñado en llegar, no importa cómo pero llegar por más que Last advirtiera que el Chico Malo estaba desbordado por la lluviarada.

Luego Olden avanzaba suelto de frenos y guiado por el instinto del camino conocido. No se equivocó Olden cuando entró en la picada sorteada de relámpagos fugaces y apuró el tranco sabedor quizás de que el final de aquel fango chirle lo esperaban apetitosas raciones. Arreciaba la lluvia y croaban los sapos en la negrura líquida rumbo al arroyo. Rugía más allá el estrépito del desmadre.

El caballo alargó el pescuezo mientras Sigfred se bamboleaba en vaivén en el pescante a punto de caer. Luego de dudar un instante Olden se adentró en la fría marejada. La correntada lo agarró de lleno haciendo crujir la caja y lo desplazó con violencia contra una enorme roca que sobresalía en la burbujeante vía.

Sigfred tuvo la corazonada de asirse a las bridas, resistiendo los embates y oyendo los fuertes chasquidos del agua sobre las planchas de piedras. Al ras espumoso de olas levantiscas sobresalían con intermitencias las cabezas del hombre y el caballo y maderos despedazados que danzaban rumbo al bajo mientras un remolino en tirabuzón sumergía una bota de caña alta. Sigfred mantenía las riendas de Olden escarpando en la pedregosa orilla, sacudiéndose en relinchos el agua de los ollares y del cuerpo.

Káiser reconoció con ladridos desaforados al amo aterido, costroso de sangre y barro, acariciando el pescuezo moteado de llagas del rengo caballo. En el vano de la puerta, Glenda, en verde mañanita sobre los hombros, extendió los brazos al cielo al verlo.

El relato es parte del libro “Brumas del Cántaro”, cuentos, Ed. del autor, Pax Editorial”, Posadas, Misiones, junio 2017.

Raúl Novau

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