Una vieja duda

domingo 20 de junio de 2021 | 6:00hs.
Una vieja duda
Una vieja duda

Les voy a contar esta historia porque realmente, es como para contarla.

Yo nací en la chacra. Una que no era muy grande. Tenía, como casi todas, justito 25 hectáreas. Había sido de mis abuelos. Cuando ellos murieron, quedó para mamá. Pobre.....si hubo una tipa con mala suerte, esa fue ella.

Primero se murió el abuelo. Mamá se quedó con la abuela. Por más que la cuidaba, la pobre duró poco. Sin el abuelo, no era nada, decía. Y se murió nomás.

Mamá era guapa y emprendedora pero, por más que lo intentara, no podía manejar sola la chacra, que daba bastante trabajo. Tratando de sobrevivir, y sin saber qué otra cosa podía hacer contrató dos muchachos del pueblo para que la trabajaran. Dice la gente que eran dos buenos muchachos. Siempre andaban juntos, no eran hermanos pero lo parecían. Juan y Miguel, ambos altos, morochos, delgados y fuertes.

Todo esto me lo contó ella, porque en ese tiempo yo ni había nacido aún. La cosa es que con la fuerza de los muchachos y con la buena administración de mamá, todo andaba bien...hasta que, como suele suceder, mamá y Miguel se enamoraron. Y se casaron y todo. Y pasado el tiempo reglamentario, nací yo.

La gente del pueblo cuenta que después del casorio, las cosas en la chacra cambiaron. Dicen que ahí fue que se supo que también Juan la quería a mamá.

Juan y Miguel, que eran tan amigos, que todo hacían juntos, trabajar, salir, divertirse, se separaron. Juan se fue al pueblo, trabajaba de vez en cuando en cualquier chacra de la zona, pero ya no fue el mismo.

Cuando venía la cosecha o la época del raleo, papá lo buscaba a Juan para que lo ayude. Y él venía. Se quedaba en casa y todo. Yo me acuerdo bien de él. Pero ya no era lo mismo. Cuando terminaba el trabajo se volvía al pueblo. Y papá se quedaba triste. Era como si le faltara un pedazo.

Yo tendría unos cinco o seis años cuando pasaron las cosas. Un día, papá y Juan cortaron una partida de pinos ya grandes, y los cargaron en el camión para llevarlos al aserradero. Eran árboles buenos y pesados. Casi dos toneladas de buena madera, dicen.

Los ataron con cadenas, como es habitual. Todo listo, volvieron a controlar la carga y faaaa!!!! Se soltó la cadena, y los troncos se desmoronaron sobre los dos hombres.

Dicen que fue tremendo. Todo el pueblo se movilizó. Llamaron a la ambulancia, la policía, todo.

Los trasladaron a los dos hasta el hospital de la ciudad. Dicen que eran dos pingajos sanguinolentos. Casi los dejan por muertos, pero había que cumplir con el Seguro, con la Policía, esas cosas... Y los llevaron.

Mamá estaba desesperada. Me dejó en casa de mis padrinos y se fue a Posadas a averiguar qué pasaba con papá y con Juan.

Estuvo varios días en el Hospital. Los cuidaba a los dos, todo lo que podía. Estaban tan desfigurados, que nunca pudo asegurar cuál era uno y cuál era el otro.

Cuando uno de los dos murió, ella tuvo que decidir quién era y un poco al voleo, a lo mejor para no reconocer que su marido estaba muerto, dijo que el muerto era Juan.

Lo llevó al pueblo, lo enterró, y le hizo hacer la misa, la novena, todo.

Tuvo que quedarse como un mes en el pueblo, porque justo a mí me había dado la tos convulsa. Cuando pudo, volvió al hospital, a Posadas, para buscar a papá. Pero no lo encontró.

No supieron explicarle lo que pasó. No figuraba en las planillas. Algunos decían que lo habían trasladado a otro pabellón. Otros que se había muerto, o que se había curado y se había ido por su cuenta.

Lo buscó por todos lados. Fue a los otros hospitales, al Seguro a ver si lo habían trasladado a un sanatorio, a la policía, al diario y a la radio. Nada.

Pasado un tiempo, volvió a la chacra. Ya desesperada, arrendó lo que pudo y puso en una de esas esquinas a la nada un pequeño boliche: almacén, barcito si se presentaba la ocasión.

Tenía de todo un poco. Harina, fideos, bebidas, heladera y “friser” para las hamburguesas y los pollos.

Yo crecía, iba a la escuela en el pueblo. Nos acostumbramos a estar las dos juntas. El negocio fue mejorando. Puso mesitas y sillas de plástico. Hizo limpiar el frente para que estacionen los autos, y plantó canteritos con flores.

Mamá empezó a ocuparse un poco de sí misma. A peinarse, a vestirse, a estar presentable, ya que por la ruta pasaban turistas y viajantes que paraban a tomar algo fresco, a charlar un poco, a comprar cosas. Estábamos bien, no podíamos quejarnos.

Pero...siempre la mala suerte. Cuando las cosas empezaban a ir bien, mamá va y se enferma. Y no hubo nada que hacer.

Ahora, la que se quedaba sola, era yo. Yo andaba ya por los veinte años, cuando una tarde, después de la siesta, abro la puerta del boliche y lo veo. Parado apenas, un hombre estaba apoyado en la pared, un poco al bies. Viejo, canoso, arruinado, con una cicatriz que le cruzaba la cara de norte a sur.

- ¿Qué busca?- le digo.

El hombre me miró de lleno:

- La casa de Ana Figueiras.

Asombrada, con las manos apretadas, como presintiendo algo terrible repetí:

- ¿Ana Figueiras? ¿quién es usted?

- Miguel. Yo soy Miguel.

-No puede ser- casi grité y un poco a los tirones lo hice pasar y lo senté junto a una mesita. Abrí una botella de agua mineral y entre los dos la tomamos de un trago.

-¿Y Ana?, insistió.

- Ana murió, le dije. - Hace una semana.

- Llegué tarde, tan tarde, dijo el hombre.

- Veinte años tarde- le dije.

-¿Sos Anita? – preguntó él. Te le parecés

Yo quería llorar, pero me contenía. No sabía qué hacer. Me salió un tembloroso:

-Usted está muerto.

- Ojalá lo estuviera, me contestó. – O tal vez lo estuve. Te voy a contar: Éramos tan compañeros. Trabajábamos juntos, íbamos juntos a beber, a bailar, a todo.

- Juan y Miguel – Apunté.

- Sí. Una mañana, cargábamos el camión. Uno grandote, con rollos de pino. Desde el monte al aserradero.

- Y la cadena...musité,

- Sí. La cadena. – Conocés la historia. La cadena se soltó de pronto, y las dos toneladas de troncos cayeron sobre nosotros.

Mamá los buscó. Fue a la ciudad, a todos lados, a todas las oficinas. Le entregaron un cadáver. Lo veló. Lo enterró. Pero nunca supo qué había sido del otro.

- ¿Y qué nombre le puso al finado? , preguntó.

– Juan, le dije.

Entonces yo seré Miguel, nomás – dijo bajito el hombre – Nunca estuve seguro.

La autora ha publicado “Poemas de entrecasa”, “Los poemas de Laura”, “Los bisabuelos según mamá”.

Laura Edelmann

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