El ombú del Loco Ibarrola

lunes 07 de junio de 2021 | 6:00hs.

Cualquier población por pequeña o grande que sea, siempre tiene entre sus habitantes a personas que viven “fuera del sistema”.Las grandes urbes no están exentas a las mismas presencias, aunque aquí, suelen pasar más desapercibidas.

Las historias de estos personajes están entrelazadas con historia familiares, genéticas, o acontecimientos que se produjeron en sus mismas vidas.

Los locos/as transitan diariamente los mismos caminos y espacios que el resto de las personas; aunque debemos reconocer que algunos que dicen ser normales, suelen esconder diagnósticos que bien podrían encuadrar en la primera categoría.

En un tiempo muy duro se decía, y muchas veces se decidía, que los locos debían estar en el manicomio para liberarlo de sus cadenas y reintegrarlo a la sociedad.

Lejos de constituirse en una institución terapéutica, terminaba trasladando a estas personas al “inexorable estado de la exclusión”.

El Loco Ibarrola vivió la primera parte de su vida en el barrio Santa Bárbara de Apóstoles. Su nombre era Francisco y poseía una imponente contextura física. Vivía con su madre y una hermana llamada Simplicia.

Luego se cambiaron al barrio Las Ruinas, ese de tantos misterios respecto de la existencia de “tesoros enterrados” de la época jesuita, en resguardo a las invasiones de los bandeirantes.

Por desavenencias familiares, Ibarrola se fue a vivir en el hueco de un enorme ombú, existente en el patio de la finca que ocupaban.

Las raíces del árbol y la cavidad existente le permitieron instalar su catre y pertenencia personales, generalmente enmarcadas en un gran desorden.

Colocaba ramas para guarecerse del viento y de las lluvias, tanto del verano como del invierno.

Sostienen algunos que solía consumir bebidas alcohólicas y hablar en un tono enérgico, lo que era apreciado por cualquier persona que pasara por la calle lindante, a escasos metros de lo que era su residencia.

Llamaba la atención su estilo de vida y el lugar de la residencia. Un funcionario municipal le pregunto en una oportunidad por qué vivía allí y en esas condiciones.

 

-¡No molesto a nadie y así estoy bien! -respondió.

 

En una ocasión pasó uno de los hermanos Boikoski, Ibarrola le saludo y éste no lo escuchó.

 

-No sé qué le pasa a Boikoski que no me saluda, no se si le habré hecho algo a la hermana o qué.

 

Ibarrola vivía de la caridad de la gente, que siempre le obsequiaban ropas. Solía hacer changas o tareas de limpieza de terrenos.

No parecía padecer trastornos de alimentación, ya que siempre se lo veía con su impresionante condición física, producto quizás de los cuidados de su madre.

Pese a ello, y su estado mental, era raro observarlo en actitudes agresivas, salvo cuando era objeto de alguna burla o provocación.

Su vestimenta era muy desaliñada y descuidado su aseo personal, por ello, no era recibido de buen agrado en distintos lugares.

Locos como Ibarrola existen en todos lados, con distintos grados de exaltación y aceptación en los pueblos y ciudades donde residen.

Muchos suelen mutar su residencia, otros permanecen en los lugares de siempre; y allí los encontramos diariamente.

Era común escucharlo cantar:

 

–Por la calle todos gritan “¡A la pelotita, a la pelotita!”.

 

No sabemos por qué razón mística, Ibarrola asistía a misa. No lo hacía de modo permanente.

Cuando concurría murmuraba en voz alta el Padrenuestro y siempre comulgaba sin pasar por el confesionario.

El cura párroco le brindaba la santa eucaristía y luego el se retiraba con su inconfundible vestimenta: un saco viejo desaliñado y alpargatas usadas en modo de chancletas.

Seguramente por esas cuestiones que no sabemos explicar, se marchaba a veces en silencio o cantando:

 

–Por la calle todos gritan “¡A la pelotita, a la pelotita!”.

 

Publicado en ideasdelnorte.com.ar

Por Ramón Claudio Chávez
Ex juez federal

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