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domingo 06 de junio de 2021 | 6:00hs.
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Su vida era jugar afuera de casa con los demás chicos de 12 años. Eso, o hablar con su padre por teléfono celular. Bueno, en realidad, escuchar los mensajes de voz que le enviaba mediante la aplicación WhatsApp. Por pedido expreso del familiar, alejado hace tiempo tras la separación, Mauro no le contaba nada a su madre ni a su abuela, con quienes vivía. Ellas tampoco se daban cuenta porque la primera, Rosana, trabajaba todo el día como maestra de guardería; mientras que su abuela, María, era una mujer que gustaba de dedicar su tiempo de jubilada a actividades sociales en el centro de adultos mayores del que era socia; y de visitar amistades, cuando no viajaba. En su tiempo, fue portera de escuelas.

Un día, se instauraron límites al tránsito de la gente para impedir que se disipara un emergente virus. Nadie podía salir del hogar a realizar sus actividades habituales, excepto por las llamadas esenciales: compras en los mercados y en las farmacias. De este modo, el joven no pudo continuar las charlas con su padre, pues Rosana se enteraría y lo reprendería con palabras que oyó desde pequeño sobre la ausencia paterna, las cuales no admitían discusión. De todas formas, el hombre no lo volvió a contactar: sus excusas eran una pareja y otros hijos a quienes atender. La realidad era que su nueva familia no quería que este mantuviera comunicación con Mauro.

Así, el chico, su madre y su abuela tuvieron que convivir como nunca antes lo habían hecho, ya que ahora debían verse las caras las 24 horas del día en el departamento de paredes cercanas, donde las voces y los ruidos de los vecinos competían con los de los taladros que llegaban desde las obras de construcción en el barrio. Durante el tiempo que duró la medida gubernamental, María y Rosana se dedicaron a las tareas domésticas. Ambas trabajaban en simultáneo por hacer brillar los pisos, por colgar muy bien las ropas recién lavadas o por ganarse el afecto de Mauro con las comidas. En otras ocasiones, el chico entraba al baño y ya lo apuraban ambas porque también querían entrar. Siempre, la abuela lo obligaba a sentarse en el balcón con ella para mirar el paisaje, le decía que él era muy callado pero cuando el joven quería hablar, la mujer lo interrumpía para saludar a los vecinos que pasaban por la vereda. O bien, entre ambas le narraban largas historias familiares, la mayoría, repetidas, que Mauro oía ya sin prestar atención.

Casi siempre, la madre le ayudaba a hacer los deberes de la escuela, que estaba dictando clases virtuales. Para ello, utilizaba su teléfono celular, puesto que Mauro le hizo creer que perdió el suyo. En realidad, el niño lo ocultó para evitar que Rosana leyera sus conversaciones con el padre. Una noche, hubo un corte general de energía eléctrica. Esto propició un extenso parloteo entre Rosana y María con la vecina de al lado. Aturdido, Mauro se fue a dormir. Las tres reían y reían, sus voces eran zumbidos de enjambres de mosquitos; mientras que los ojos del joven se deshacían en lágrimas porque no escuchaba la voz de su padre. “¡Cállense!”, exclamaba para sus adentros.

Al día siguiente, se levantó cuando su abuela lo despertaba. Ella tuvo que sacudirlo por los hombros. El chico se golpeó los oídos porque solo veía sus labios moverse. Pronto, gritó: “¡No escucho nada!”. Ella no le creyó porque, al ingresar al cuarto, había visto que el chico apagó el despertador y continuó durmiendo. Por ello, María hizo tal escándalo, que vino Rosana a ver qué pasaba y la mujer mayor le reclamó que Mauro le faltaba al respeto. De forma que, a Rosana, que sabía que Mauro odiaba el ruido, se le ocurrió alzar el volumen del televisor y, enseguida, el niño le pidió que lo bajara. “No entienden”, les dijo. “Escucho todo menos a ustedes dos”.

La veracidad de la problemática fue fácil de probar ese día porque Mauro, de espaldas, ni siquiera percibía sus dos presencias. No reaccionaba normalmente a sus acercamientos e, inclusive, su madre le gritó al oído. Él no supo que ella estaba detrás de él sino hasta que se giró para levantarse de la silla del comedor donde estaba realizando las tareas de la escuela. Al verla a ella tan cerca, se asustó tanto, que se cayó hacia atrás.

La preocupación de Rosana y María se intensificó por la noche, puesto que no sabían si esperar al otro día y llevarlo al médico (cuestión difícil, ya que, ¿cómo presentarse a decir: “El niño no nos escucha, pero sí oye todo lo demás”?) o esperar a ver cómo evolucionaba. Luego de desearle buenas noches a su madre, Rosana fue a mirarlo a su habitación desde la puerta, convencida de que ya se había dormido. Al aproximarse, lo vio sentado de espaldas en medio de la oscuridad, iluminada con la luz tenue del teléfono celular que creyó perdido.

El joven escuchaba una y otra vez los audios de su padre.

El asombro e indignación de Rosana se diluyeron rápidamente cuando se le ocurrió una idea, para la cual retornó a la sala. Desde allí, tomó su teléfono celular y envió un audio a su hijo. En la habitación, el niño vociferó: “¡Mamá! ¡Te escucho!”. María salió de su cuarto, alarmada, y Rosana le comentó el hecho.

Mauro, alegre por volver a escuchar las voces de sus familiares (al menos, en forma de mensajes de voz), se disculpó por ocultar lo del teléfono y lo del padre. Rosana, por su parte, le pidió perdón por no intentar hablar con él sobre la separación y por no escucharlo, excusándose en el escaso tiempo con que contaba. María, en tanto, prometió valorar las palabras del niño por sobre la de los vecinos. Al día siguiente, Mauro se despertó y pudo escucharlas sin ayuda del teléfono celular.

Este cuento forma parte del libro digital “Recortes de la pandemia 2020”, que la autora publicó este año. Se puede descargar de forma gratuita en el blog www.relafabula.wordpress.com

Marcela Vargas

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