Legado de cestería

El arte de entrelazar constancia y trabajo

Aprendió el oficio y lo cultivó durante años hasta que decidió emprender y dedicarse plenamente a la labor de tejer canastos con cañas de Castilla
jueves 03 de junio de 2021 | 4:30hs.
El arte de entrelazar constancia  y trabajo
El arte de entrelazar constancia y trabajo

María Ana Surniak se pasa el día enlazando, tejiendo. En parte tiras de caña, pero también sueños, anhelos y proyectos propios y ajenos. Desde hace más de 40 años y con unos cinco dedicándose exclusivamente a ello, Ana confecciona canastos, canastitos, simples, complejos, con o sin mango, que pueden ser el lecho onírico para una mascota o bien herramienta de trabajo de emprendedores que ‘patean’ la calle todo el día, como los que honran el aquí clásico oficio de chipero.

El amor a la cestería lo heredó de su familia política, sus suegros oriundos de Itá, Paraguay. Comenzó de a poco, aunque su suegro le ‘vio las condiciones de guapa’ y perfeccionó la técnica observando, cortando las cañas y practicando en silencio hasta que la dominó en cuatro años.

Oriunda de San Pedro, supo vivir con su familia política en Encarnación un tiempo y luego se instaló definitivamente en Posadas. En su casa de Villa Cabello logró reunir el buscado material con el que fabricar sus canastos y ahí comenzó a darle rienda suelta al tejido, poco a poco.

‘‘Hago de todo, para chiperos mucho. Hay clientes que me piden 30, 40 canastos de una. Tengo uno que viene todos los fines de año y pide muchos como para regalar. Para el gobernador hice unos 100 que me pidieron hace poco’’, contó Ana sobre su versatilidad y marcó que el material que utiliza es caña de Castilla, también conocida como cañabrava.

‘‘A veces me piden que haga silla y otras cosas, pero no, es caña, no mimbre’’, diferenció sobre las limitaciones de la materia prima y el porqué se la destina básicamente a la manufactura de canastos.

Sentada en un banquito mullido, rodeada de las mascotas y la naturaleza de su nuevo hogar en San Isidro, con la charla amena de quien la acompañe o incluso con la tele como entretenimiento, los dedos de Ana van enlazando rápidamente las cañas con una práctica lograda en años y que da como resultado un canasto medianamente chico en media hora de trabajo.

Para comenzar, se realiza la base, coloca unas cañas más gruesas en el piso, las sostiene con su pie y entrelaza la maqueta de su canasto. Trenzas de dos y tres tiras se van a ir rotando hasta dejar las líneas que se convertirán en mango.

Mientras tanto, habla de su vida. Tras vivir 28 años en Villa Cabello, se mudó a una casa de la que hoy es poseedora del título en el barrio de San Isidro. Allí la acompaña su hija Agustina, que cursa la secundaria en Mini City. Dos de sus otros hijos viven cerca. En total tuvo seis y tres viven en Buenos Aires. Ninguno tiene tiempo para dedicarle a la cestería, aunque la esperanza de su legado recae hoy en una de sus tres pequeñas bisnietas, de 7 años.

 

 

Desde las 7 de la mañana, Ana se pone literalmente manos a la obra. Las herramientas son sus manos y de tanto en tanto un hierrito para acomodar verticalmente la caña.

Si bien se dedicó a trabajar en casas de familia, siempre encontró oportunidad para fabricar y vender sus canastos, que hoy son su sustento.

Conseguir la caña no es tarea fácil y aunque tiene su propia plantación en su hogar, viaja periódicamente hasta Villa Cabello en busca de más cañas.

‘‘Voy una vez por mes, depende la cantidad que traiga. Mi hijo me acompaña y traemos todo, pero si corto mucho se seca, no sirve porque se rompe’’, detalló sobre la característica de la materia prima que, aseguró, también es difícil de conseguir.

Machete en mano, la jornada de búsqueda de cañas resulta agotadora. ‘‘Hasta dos horas puedo hacer eso, pero más no, porque me canso y tengo artrosis en la rodilla’’, explicó la artesana.

En la misma línea, al explayarse sobre la diferencia entre la caña que utiliza y las tacuaras que abundan en Misiones, insistió en la necesidad de replantar.

‘‘‘Por qué no ponés una escuela’, me dicen. Pero no hay material suficiente, primero hay que plantar’’, remarcó y deslizó que la paciencia y la constancia son dos valores de esta labor artesanal.

Ana hoy parece incansable y una artesana que resuelve rápidamente su trabajo, pero algunos de sus familiares intentaron seguirla y caducaron por cansancio o dolores provocados por la actividad. Semana a semana repone canastos que vende en el Mercado Concentrador y recuerda que el primero que hizo fue un canasto para la ropa.

‘‘Yo siempre les preparaba las tiras a mis suegros, ellos toda la vida vivieron de esto. Mi marido también armaba rapidísimo, pero después lo fundió la bebida’’, arrancó contando Ana.

‘‘Un día me encerré, probé, probé hasta que me salió. Cuando mi suegro llegó y vio el canasto de ropa, no podía creer que fui yo la que lo hizo’’, relató. Así, con niños pequeños y para no competir contra el trabajo de su familia, Ana postergó su potencial de artesana. Una vez que fallecieron sus padres políticos, entendió que era su deber continuar ese hermoso legado.

Vendió en comercios de mimbrería, en La Placita y en su casa. Siempre algún chipero consigue el dato y llega hasta lo de Ana para pedir su canasto. Ni de visita en Buenos Aires mermaba su labor, ya que allí encontró abundancia de cañas y de demanda. ‘‘Ya voy de acá con pedidos’’, reflejó la buscada hacedora que no para de tejer. 

El arte de entrelazar constancia  y trabajo
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