Sin respuesta

domingo 30 de mayo de 2021 | 6:00hs.
Sin respuesta
Sin respuesta

La tarde descendía por la bajada vieja en dirección al río mientras el otoño se esparcía como humo de cigarro en bocanadas de poeta triste. El sol perezoso y escondido escribía un plagio de la “Sinfonía en gris” de Darío. Todo era ceniciento y nebuloso, salvo el espejo de agua que brillaba con desgano de plata deslucida.

   Una radio chirriante que irrumpía con molicie de pilas agotadas, empujaba cuesta arriba los blandos acordes de “La Calandria” que don Isaco Abitbol obsequiaba al cosmos.

No pude adivinar, entre los míseros techos repetidos, el ranchito del que volaban las notas como bandadas de Pykasú. Con infantiles piruetas acompañé los dulces acordes pulsando en el aire las teclas de un acordeón imaginario. Finalmente cesó la música o se agotaron las pilas. Entonces, volví a abrir los ojos y…¡la ví!

   Jamás sabré cómo apareció. Apareció, literalmente, sentada sobre el murallón, con las piernas cruzadas y las manos en las rodillas. Llevaba puesto sin vestir, o mejor dicho, estaba envuelta con un ligero batón claro, sedoso y transparente, del cual parecía emerger una luz pobre y fosforescente.

   La quietud extendía su imperio hasta el horizonte visible. La brisa, poniéndose a tono, también contuvo el aliento, aunque su intento de parecer imperceptible sucumbía ante la grácil delación de las hebras indiscretas de su larga cabellera.

   La sombra chinesca que formaba su figura sobre el plomo opaco de las aguas, me hizo detener el paso y acelerar el pulso. Me detuve un instante para disfrutar mejor del cuadro. Miré a todas partes hurgando un escondrijo del que hubiera surgido. 

  Buscaba percibir un rastro o una estela que explicara su repentina aparición. Siempre he creído que los seres que no son enteramente sólidos dejan una parte de sí cuando se desplazan, como la niebla y el humo.

   Lentamente, sin pisar el suelo, me acerqué hasta percibir el extraño pero limpio aroma que la envolvía. Recién entonces advirtió mi presencia y quizá mi turbación. Me miró despacio y sonrió sin sorpresa. Pero no dijo nada.

   Como en el poema de Prevert, contemplar “ton visage tout entier” simétrico, de palidez transparente, hermoso y sin sombras por la luz difusa del tiempo nublado, no era una experiencia común para un ser común. Mi alteración era evidente, advertible en la torpeza de mis gestos desbaratados por su cautivante mirada en que podía advertirse la atávica expresión de quien sabiéndose insoportablemente bella, contempla con superioridad y suficiencia al rendido admirador. Mi azoramiento ante tanta beldad comenzó a transitar la ríspida cuesta de la desorientación. A duras penas pude sujetar las riendas de mi gelatinosa cordura, que ya empezaba a desbocarse.

   No sabría qué tintura usar para describir sus ojos y ni qué idioma para dibujar su boca.

   Las alucinaciones me son propias, pues carezco de calidades suficientes para distinguir las arbitrarias fronteras entre la realidad y los sueños –lo que en verdad es una divina gracia- pero, todo parecía indicar que esta vez me las tenía con un ser de naturaleza mágica. Hay criaturas fantásticas que vemos claras en sueños, pero ésta, poseía en plena vigilia contornos ligeramente difusos. Todo su cuerpo estaba delineado por un sombreado exiguo, como si Van Gogh disputara con el sfumato de Da Vinci. “El Puente de Langlois” como fondo de “La Virgen de las Rocas”.

   Sonreí, o eso me pareció, inclinándome sin decir nada mientras pensaba: “De todos los rostros de Helena ¡éste será el definitivo!” Su espalda, que lucía desnuda, carecía de alas o quizá no esté permitido a todos poder verlas. El resto de su cuerpo intentaba cubrir, sin éxito, una inasible serie de pliegues ajustados a los más delicados ideales estéticos. La intención de agradar con el vestido era seriamente refutada por la figura que en vez de cubrir se insinuaba.

   Hay prendas concebidas no para envolver, sino para mostrar. Obedecen al cruel designio femenino que persigue con indolencia provocar estragos emocionales. Nada hay más inquietante que una mujer desnuda cuando intenta cubrirse en las recónditas delicias de sábana y piel.

   Nieves, mármoles, marfiles son toscos elementos, insuficientes para cotejar su cutis. Esmeralda, jade, mar caribe, rudimentos que tampoco alcanzan para figurar sus ojos. Cualquier intento resulta vano; si la pintura es imposible, la fotografía menos, pues, “la revelación” en este caso tiene otro sentido. No pueden representarse las experiencias sensoriales que dejan en el alma algo más que huellas dactilares.

   Si su aspecto fuera el de un ángel convencional, de estampita o fresco de iglesia, quizá lograra atenuar mi perplejidad, pero la sobrecogedora aparición no se correspondía con nada que me fuera familiar. Aunque lo que veía era capaz de animar al eremita más desnutrido, no me es lícito profundizar sobre los rasgos de un espectro que en realidad concita trastornos acuciantes. Dada mi naturaleza musical, su imagen me producía un “crescendo” de torbellinos interiores, avalanchas de interrogantes “molto vivace” que apenas pude contener con un esfuerzo que no era humano. Se trata de un “scherzo”, me dije consoladoramente.

   ¿Qué necesidad indujo a la creación añadir a tan bello rostro un cuerpo de contornos exasperantes? ¿Con qué propósito cada hondonada de su talle se erguía en un paradigma de gracia? ¿Qué lacerante capricho hace que algunas criaturas, por etéreas que fuesen, exhiban a la vez todos los dones? ¿No es acaso una forma de maldad la belleza exagerada? Quizá apropiada para la compañía eterna, la hermosura extrema es en realidad el imán del demonio. Apenas contuve a mi alma para no gritar: ¡Ni Salomón con toda su gloria!

Pero no sé gritar.

   Mientras, mi fantástica aparecida agachaba su cabeza moviéndola de un lado a otro intentando negar todo cuanto yo pensaba. Por fin, habló. Su voz…un Stradivarius discurriendo en el deshielo de las montañas.

─”No te asustes -me dijo- pero debo confesar que creí que no llegarías nunca. Hace mucho que te espero y anhelaba que encontraras no a alguien como yo, sino a mí ¿Dónde estabas? ¿Por qué tardaste tanto? Por favor, no me preguntes quien soy, ni de dónde vengo, ni otra trivialidad semejante; al fin y al cabo cualquier respuesta importa menos que el privilegio de poder verme. Sé, además, que puedes escuchar mi voz, aunque no sé si has aprendido a distinguirla del trino de los pájaros, ni con qué amanecer perdido has confundido mi mirada. Ignoro si conoces la diferencia entre mi aliento y el aroma de la miel o si confundes al rocío con la dispersión de mis lágrimas. Al menos hoy mi presencia es íntegra. Debo aclararte, sin embargo, que aunque no leo la mente, adivino antes que se formulen todas las preguntas; pero no tengo todas las respuestas. Solo me está permitido enunciar dilemas.

   Como si yo no tuviera ninguno…pensé, a punto de ahogarme en un remolino de perplejidades. Me costaba saber si había mayor dulzura en el sentido de sus palabras o en el melifluo timbre de su voz. Es lo que ocurre cuando la forma se superpone al contenido, cuando el color se lleva por delante a los matices”.

Siguió diciendo:

─ Quienes son como tu ¿son capaces de oír “La mañana” de Peer Gynt con solo recordarla? ¿Es suficiente escuchar “Mi pequeño amor” una sola vez?

   Al decir esto último entrecerró los ojos y elevó ambas manos moviéndola suavemente como si dirigiera una orquesta invisible que acompañaba su dulce canturreo, del que alcancé a escuchar… “todo vive en ti…” En este punto mis nociones sobre la sensatez hacían agua por todos lados, pero de inmediato, aunque falsamente reconfortado concluí: ésta es una locura celestial o responde a una clase de encantamiento que me es inaccesible. Nunca antes había pensado que, así como los caídos se convirtieron en diablos luciferinos, también podrían existir ángeles locos.

   Tras encandilarme con su par de esmeraldas encendidas en dirección a mis ojos, prosiguió con naturalidad su conversación anillada con sobreentendidos dispuestos a hostigar mis frágiles convicciones y descalzar mis sólidos desconciertos. Saltaba de una cuestión a otra en una lúcida incoherencia, hilvanada con una lógica enmarañada pero precisa. Esto fue lo que me dijo:

─ Los seres que tenemos el infortunio de pensar poseemos, en distinto grado, una cadencia del intelecto que, como el silencio en la música, forman las pausas que dan consistencia y rigor a nuestras reflexiones: la duda, que es cualquier cosa menos metódica.  Se ha exagerado esto de tal modo que algunos la juzgan esencial para el conocimiento y construyen con ella todo un sistema, como si fuese posible una sinfonía de pausas. En realidad la duda es un peldaño, si se escala uno de ellos, nada nos libra de que tengamos que sortear otro mayor. Pero algunos escalones de incertidumbre, por su magnitud o elevación son infranqueables. El que nos creó no se arriesga con poleas salvadoras arguyendo que pisando el último peldaño todo se acaba. Tampoco aclara si perecemos nosotros o El. Todo, finalmente, es el nombre de ese peldaño inabordable.   Arremetió entonces con un inequívoco movimiento en que el mentón apuntaba hacia mí:

─ Pero ustedes, que son sus favoritos y no nosotros, meras compañías de Su soledad, ustedes que tienen en algún grado el poder de imaginar ¿Cómo conjeturan y cavilan sus certezas? ¿Cómo consolidan y apuntalan sus dudas?

   Toda mi respuesta no fue más que una expresión absorta y boquiabierta pues, con lo que acababa de escuchar podía notar que nuestras diferencias iban más lejos de aquello de poder volar o no. Retomando su críptico monólogo siguió diciendo:

─ Tomemos por caso al cello, ese instrumento que produce una paz tediosa –como todas las paces- porque anula las diferencias hasta igualarlas con el rasero de la mediocridad. Solo representa variaciones de matices. Simula las aristas que hacen de la diversidad el encanto del cosmos y aburre mortalmente al derogar toda variación cromática pronunciada, eliminando el vértigo, sin el cual ninguna emoción es posible. Godard lo atendió así en su melosa “Berceuse” de la Suite Jocelyn y Camille Saint-Saëns en “Le Signe”. Sólo se exime Dvorak en su único concierto para Cello. De otro modo demos crédito a Brahms, quien se quejaba de que nunca nadie le había dicho que podía componerse una obra orquestal con un instrumento “de reparto”, concebido para acompañar”.

   Muy bien, pensé, al menos –como creía Goethe- tenemos “afinidades electivas”. Hizo una breve pausa y prosiguió:

─”Está muy claro que en tiempos del Génesis nadie dijo en arameo, ni en hebreo, ni en ninguna de las lenguas posteriores a Babel “Fiat lux, et lux fiat est”, sencillamente porque no había entonces -ni hay ahora- esa nimiedad verbal que ustedes llaman idioma, que solo sirve para extraviar y confundir. Aquello de la confusión de lenguas en Babel es solo una pésima traducción de los acordes primigenios de un gran arpa ¿Lo sabías?”

   Sentí el calor rojo en mis mejillas al ver su expresión desaprobatoria ante mi ramplona y muda expresión de ignorancia. Trataba por un instante de distinguir a qué apuntaban las ¿metáforas? sobre una cuerda que se frota y otra que se pulsa. Pero siguió adelante:

 â”€”Tampoco ha habido seis días de creación y uno de reposo. Se trata solo de un mal entendido lingüístico que se ha originado del siguiente modo: al principio no era el verbo, sino las notas musicales, et nunc et Semper Do, Re, Mi, Fa, Sol, La ¿Y en la séptima descansó? La respuesta es Sí. Muy obvia. Carlos V había dicho que el español es para hablar con Dios porque musicalmente la respuesta afirmativa no es posible en otras lenguas. Cada instante de la creación tuvo un tono y son sus ecos los que hoy perviven, en un sordo remedo temporal con la semana que ¡oh casualidad! también las dividieron en siete días. No hubo mayor blasfemia que desordenar ese eco, alterando caprichosamente la duración y gravedad de las modulaciones sonoras, hasta convertirlo en eso que ustedes llaman música con la misma arbitrariedad con que dicen semanas, meses o cualquier otra liviana secuencia que se les ocurra. Aunque la combinación de notas parece infinita, no deja de ser un derroche, de esos a los que nos tiene acostumbrado el universo; todo un Cosmos solo para actuar como soporte de la multiplicación de los ecos de siete notas. No demos más vueltas, nada de teoría de cuerdas ni universos paralelos; la creación es un pentagrama. Dios hizo al universo para escuchar música…”

   Me acomodé un poco mejor y creo que cerré la boca, pero seguí escuchando, aunque a estas alturas debería acudir a la “Guía de perplejos” de Maimónides.

─”La escuálida metáfora de un director de orquesta es del todo infortunada: bien sabemos que la repetición de lunes a domingo o su alteración no requiere de batuta alguna. La teoría de los quanta destruyó todas las partituras al demostrar que hay notas fuera del pentagrama. ¿Acaso no se han tomado los resabios del poder creador para intentar humanamente el arte, el más grande de los remedos, la mala copia del hálito original con que han cubierto la tierra, desde las cuevas de Altamira hasta los caprichosos derrames de Jackson Pollock? El arte como creación no es más que la escoria de Aquella Creación, aunque, pensándolo bien, ninguna de las dos conforma. La idea de perfección es solo fruto del temor reverencial. Esa es la razón por la que hay preguntas que no tienen respuesta. Sin respuesta a todo no hay perfección de nada”.

  Eran demasiadas cosas juntas. Nunca en tan pocas palabras caóticas y antojadizas vi expresadas y compuestas todas mis obsesiones, cuyos contornos están muy lejos de la precisa geometría euclidiana. Luego de una breve pausa y como para darme un respiro prosiguió:

─”La naturaleza que imita al arte, según Wilde, es siempre un reflejo, carente de originalidad, no es más que un juego de duplicaciones infinitas, torpes variantes sobre un mismo tema, cuyas únicas diferenciaciones son la miopía o la deformidad.”

   En este punto su semblante aparecía sombrío. En sus labios se dibujaba un rictus doble, vacilante, a mitad de camino entre la disconformidad y la desaprobación. Tras un lago silencio distraída por un horizonte de nubes bajas y negras que se desperezaban con timidez y como si soltara repentinamente el hilo del aburrimiento, mirándolas, alcanzó a susurrar lo que cada vez se parecía más a un desvarío.

─“Sicut nubes, quasi naves, velut umbra…” ¿O acaso –dijo tras la cita virgiliana- no se trata de música, sino de poesía? No fueron notas, sino metáforas ¿Sonidos o versos? ¿La creación solo representa al pensamiento pero no la expresa? Cierto orden advertible, series repetidas, secuencias, conjuntos mensurables y combinaciones armoniosas, ¿no son más que la rima? ¿La musicalidad de las estrofas? Y ya que lo mentamos, hace dos mil años cansinamente se repite ¡Al principio era el verbo! Se ha fosilizado este galimatías, pues la separación de las tinieblas no fue completa y ese yerro se ha extendido en el tiempo como una oleosa penumbra que lo abarca todo, que inunda y asfixia cualquier retoño de luz. El día se mezcla con la duda y la noche se codea con la lucidez…Por eso debes contestarme ahora, no creo que haya otra oportunidad para que me veas; los milagros y las apariciones hace mucho no se prodigan. Ni siquiera en el cielo. ¿Por qué tanto empeño en desmenuzar la unidad esencial de todas las cosas? ¿Por qué tantos siglos de artificios intentando simular que música y poesía son diversos? Toda la historia, la escritura, la civilización, los imperios, las religiones, el arte y la ciencia para terminar sin comprender las semejanzas o diferencias de un sistema binario?”

   Fue entonces cuando imperativa pero dulcemente me dijo:

─”Debes contestarme ahora, antes que me vaya ¿Música o metáfora? Tengo poco tiempo ¡responde por favor!”

Todo lo visto y oído era demasiado para mi. Lo que podía responder no me sería perdonado, por ello, ensayando una mueca tonta y forzada que no llegó a convertirse en sonrisa, lentamente comencé a alejarme, sin responder.

   Alcancé a ver que su boca pronunciaba varias veces las mismas preguntas y como su larga cabellera se agitaba con el viento de mis alas.

(Posadas, Misiones, Primavera de 1998).

El relato es parte del libro “Los blancos dientes de la aurora y otros cuentos”.  Ilustración: Euterpe, pintura de Jakob Emanuel Handmann

Rodolfo Roque Fessler

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