Los rusos

domingo 30 de mayo de 2021 | 6:00hs.
Los rusos
Los rusos

Un hombre vestido de una manera que no permite adivinar si es obrero o mensú o propietario venido a menos, con su gorra de pana en la mano, se detiene ante al boliche.

-Buen día- saluda en voz baja, con un acento más extraordinario que su aspecto.

-¡Adelante!

Cutis blanco, pelo negro revuelto, gestos tímidos: parece un extranjero extraviado...

-Caña –pide. 

Después, mirando hacia la orilla opuesta, pregunta:

- ¿Señor pasa Argentina?

-Yo no. ¿Usted quiere pasar?

-Sí, señor; yo paga, señor pasa Argentina.

-Yo no -le repito lenta y claramente- otro señor sí pasa, allá abajo.

-¡Lindo! Familia mía pasa: mujer, mujer, hombre, chico, todo. Yo paga. ¿Cuánto?

Escribiendo las cifras en un papel, le digo.

-Treinta pesos mujer, treinta mujer, treinta hombre, veinte chico.

-Lindo, señor. Familia paga otro hombre, en Argentina.

-Muy bien. Mañana noche, familia viene casa allá abajo. No hablar nada, nada. Policía Paraguay, policía Argentina.

Casi todos los rusos de Ucrania llegados últimamente al Paraguay, quieren pasarse a la Argentina. Dicen que aquí no hay plata. Creo que el gobierno paraguayo les ha pagado parte del viaje y les da facilidades para la adquisición de tierras en colonias formadas expresamente para ellos, como es la que se encuentra entre Cantera y Encarnación, llamada Capitán Miranda. Allí, a ambos lados de la carretera, hoy está sembrado y poblado por los ucranianos, y hace un año, cuando iba a Encarnación, a caballo o en carro, andaba casi todo el trayecto a la sombra de un monte desierto. Pero estos pobres ucranianos no quieren trabajar por sólo la comida; quieren plata, naturalmente, y como por más que trabajen no la consiguen, tratan de pasar a la Argentina.

Para evitar o remediar en parte estas deserciones, el gobierno paraguayo castiga con prisión a los que intentan escaparse; además, la policía marítima argentina vigila las costas, y a los rusos sin pasaportes que logran atrapar, los entregan a las autoridades paraguayas. Pero más castigados son los hombres que facilitan dicho tráfico y negocian con ello.

De ahí que no se trate solamente de embarcar a los rusos y dejarlos en la otra orilla; hay que cuidar, por propia conveniencia, que luego de cruzar el río puedan alejarse sin despertar sospechas. Un “contrabandista de rusos” que vivía un poco más abajo de Campichuelo, conjuraba todo peligro de la manera más sencilla, rápida y lucrativa: citaba a los rusos en su casa, allí los mataba, y los enterraba en una fosa común que cavaba de ex profeso. Tales crímenes no podían ser descubiertos, porque los pobres rusos preparaban su viaje ocultamente, y sus familiares que quedaban no se atrevían a preguntar por ellos en voz alta, aunque, por lo general, eran familias enteras las que se iban, y no había nadie que se interesara por su paradero. El negocio producía grandes ganancias, porque los rusos llevaban consigo todos sus valores. Al fin fue descubierto por un marinerito paraguayo de 16 años; el criminal se resistió, y el muchacho le pegó un tiro.

A la hora convenida llegan mis ucranianos prófugos; vienen acompañados por el que trató el negocio conmigo, quizá para que yo no los mate. El hombre me dice:

-Familia no llega a Entre Ríos, yo mata usted.

-No los pasaré yo -le contesto-, los pasará otro, allá abajo.

-Bueno, señor; yo no sabe otro, yo sabe usted, mata usted.

-Está bien.

- Los guío hasta los ranchos del brasileño Gabriel. Cada uno hace un bulto más o menos pesado. Los pongo bajo techo, y les digo:

-Ahora no hablar más. Dormir dos o tres horas. Después venir hombre y llevar a Argentina, lejos, lugar seguro, lindo. No hablar nada, nada. Adiós.

En sus caras cansadas y gastadas por el trabajo, se trueca la expresión de miedo por la de agradecimiento y tranquilidad. Se acuestan en el suelo, les cierro la puerta y los dejo a oscuras. No creo que puedan dormir; están pasando por un serio momento de su vida.

Sentados al lado del camino de la costa, entre la barranca y el boliche, lugar despejado desde el que se pueden oír todos los ruidos de los alrededores, Kalevala y yo tomamos mate mientras las horas pasan y la luna desciende.

-En noches de luna no puedes ocultarte –le digo a Kalevala-; tu cabeza emite luz de luciérnaga…

Ella se ríe, y escruta las sombras del camino que va a la colonia; del otro lado no hay peligro, están los ucranianos y más allá la selva. Los jaguares son menos temibles que los muchachos policías.

Cuando la luna se oculta tras los cerros y su sombra se proyecta sobre la ribera argentina, desciendo al puerto en busca de mi canoa. Llevo una gorra metida hasta las orejas y una vestimenta que no uso habitualmente; además, en la oscuridad, los rusos no me reconocerán, creerán que soy el “otro hombre” que les anuncié.

Envuelvo los toletes con trozos de arpillera, ajusto los estrobos, y remo hacia donde están mis pasajeros, sin producir el menor ruido. Entretanto, Kalevala recorre el camino de la costa, con su Browning en la mano...

Llego al lugar. Por medio de señas un tanto bruscas para que me vean en la oscuridad, me comprendan y me obedezcan, me hago seguir hasta la canoa. Los embarco rápidamente y remo con fuerza hacia el medio del río.

Allí es el límite donde termina el peligro paraguayo y comienza el argentino. Pero a éste hay que afrontarlo de diferente manera.

Dejo de remar, y mientras la corriente me lleva hacia la desembocadura del Yabebirí, procedo a la transformación del aspecto de la canoa. Hago que los rusos se acuesten sobre el plano, en el sentido de la eslora, de manera que tanto ellos como su equipaje queden bajo el nivel de la borda; sujeto contra las tablas, parada, una caña de pescar; enciendo el farol y lo cuelgo en la proa, del lado de afuera; quito los trozos de arpillera de los toletes, y me pongo a remar, de pie, dando cara a la proa, haciendo fuerza hacia adelante.

Entro en el Yabebirí con ruido de remos, silbando bajito, con todo el aire de un pescador despreocupado. Aquí hay sólo cien metros de orilla a orilla. A poco de navegar, la tenue claridad de las estrellas me permite ver, casi adivinar, a un verdadero pescador, sentado en una canoa amarrada. Más adelante hay árboles en la costa, y ya no se ve nada. Voy por el centro mismo del Yabebirí. No necesito costear, porque el Paraná está creciendo con rapidez y el agua sube por el afluente en lugar de bajar. Mis rusos se mantienen inmóviles, aplastados contra el piso, como muertos. Yo me esfuerzo inútilmente por mantenerme sereno; me tiembla el silbido, y el corazón me late con fuerza. Voy como caminando sobre un alambre gastado. Y me molesta la idea de que arriesgo demasiado para ganar sólo ciento diez pesos. No pienso que en el boliche suelo arriesgar la vida para ganar menos.

Habré navegado unos dos kilómetros de Yabebirí, cuando de pronto me baña y me encandila un fuerte chorro de luz que parte de la costa. Dejo de respirar, y, seguramente, palidezco. Pero hay que actuar.

-¡Epa amigo!, ¿qué es eso? -protesto con acento aindiado.

Nadie responde. Pero, se apaga el foco. Entonces respiro, y mis rusos sienten, con seguridad, que vuelven a la vida. Quizá sean las dos de la mañana. Es hora de solo pescadores y contrabandistas. Me he encontrado, sin ninguna duda, con los marineros del resguardo de Santa Ana; han de estar apostados, a la espera de algún contrabando. Sólo ellos tienen la mala costumbre de dirigir la linterna a los ojos sin decir palabra....

Ya pasó el peligro; adelante no hay nada. Sigo remando, ahora con el espíritu tranquilo; siento el perfume de las mirtáceas de las costas y oigo el grito de los pájaros nocturnos.

Tres kilómetros más y llego al puente del camino de San Ignacio a Posadas. Atraco, salgo de la canoa y subo al terraplén para ver si en la ruta hay policía terrestre.

No hay nada. Desembarco a mis rusos, los llevo al camino, y les hago entender, por medio de señas, que allí deben quedarse hasta que pase un ómnibus, por la mañana, que los llevará a Posadas. También les indico que mientras esperan deben permanecer escondidos entre los árboles. El hombre me paga el precio convenido, y emprendo el regreso. Ahora, si la policía los prende, no podrán delatarme; no me han visto, y nadie sabe que yo los he trasladado.

Apago el farol, no me gusta andar con luz, y acuesto la caña de pescar. Tengo por delante cinco kilómetros de Yabebirí, y unos cuatro de Paraná contra la corriente. Tanto remar me cansa un poco.

Cuando en la etapa final cruzo el río, proa al Paraguay, cara a la Argentina, los bosques que cubren los cerros de la chacra de Roger comienzan a recortarse en siluetas chinescas contra el cielo del alba.

Y cuando amarro la canoa, veo sobre la superficie de estas aguas tibias los hilos de vapor que se elevan lentamente para formar la niebla.

He tenido suerte.

El relato es parte del libro Aguas Turbias. Dras publicó Alto Paraná y Apuntes del Alto Paraná (1939); Tras la loca fortuna (1940). Germán Laferrere, su nombre verdadero, residió en la zona San Ignacio varios años.

Germán Dras

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