Como flor de mburucuyá

“... a veces, los sucesos físicos aparecen como causa de los mentales, y a veces ocurre a la inversa”. B. Russell
domingo 16 de mayo de 2021 | 6:00hs.
Como flor de mburucuyá
Como flor de mburucuyá

Cuando la encontré tendría unos cincuenta años, mirada viajera y una mano distraída que sostenía una flor de mburucuyá deslizaba una y otra vez como caricia sobre el rostro. Amalgama de extraña flor y enigma. La abundante melena rizada que le cubría parcial la faz brillaba como fogata de San Juan. Su actitud quieta, como al acecho, era un imán para mis ojos.

Me aposté a pocos metros. Era una postal, aquella que incansable busqué en cada viaje. La fotagrafié, continuó insondable, se diría que el mar y sólo él, conmovía su interés. Regalándole por momentos una semisonrisa que extasiaba su expresión. Vestía una larga túnica clara que no vislumbraba su cuerpo. De uno de sus delgados pies pendía una sandalia, el otro apoyaba descalzo en el muro sobre el que se encontraba reclinada.

El tiempo continuaba metido en lo suyo y, los dos, permanecíamos esclavos de nuestros lugares.

De pronto percibí que sus cabellos se oscurecían, y que no podía dibujarla con nitidez. El sol entristecido se alejaba. Suspiré resignado, yo también debería hacerlo. Pasé junto a ella parecía una escultura en homenaje del océano. Saludé, el mar, el viento arrogante y algunas solitarias gaviotas parecieron oírme. Regresé lento al hotel.

Al día siguiente tomé un tour contratado con anterioridad, para visitar una isla próxima. Su imagen me azuzó durante la jornada. Regresé alrededor de las cinco, una urgencia me convulsionaba: verla.

Caminé hacia la playa donde la materializara. Allí estaba, casi irreal, inalcanzable, única, esa Mujer que se modela en sueños púber y adquiere rasgos definitivos cuando advertimos que se ha instalado en nosotros, testigo del vagabundeo desorientado, al que nuestra dualidad nos impulsa, por incontables vericuetos, montañas, abismos, que alternativos nos llevan y nos alejan de ella.

Presentía que allí estaba la llave para salir de mi laberinto. Me acerqué decidido, a medida que lo hacia el valor huía, Cuando la tuve enfrente bosquejé una sonrisa, ella permaneció impasible, aunque la interrupción de su tête-a-tête con el mar no pareció agradarle. Insistí atrevido, alargué la mano y rocé la suya. El contacto la hizo abandonar su reclusión. Me miró con vestigios de curiosidad. Dialogamos: intercambios de miradas, palabras, silencios, en los que cada cual en su atalaya oteaba sus cimientos.

Irradiaba un halo místico, era todo un símbolo expresivo comunicándose de manera contundente. Lacónica, numeradas y reflexivas palabras sugerían un torrente espiritual inagotable.

Fueron dos horas mágicas en que tuve la certeza de que la FELICIDAD, existía, era alcanzable.

Nos despedimos. Regresé al día siguiente y no la encontré, pregunté en aquella casa, en ese barrio... Nadie la conocía. ¿Existiría sólo en mis pensamientos? ¿El imaginarla tantas veces, la volvió transitoriamente real?

Desde entonces un sanguinario sueño me persigue: la veo saltar del muro y encaminarse como una autómata, con este su andar sinuoso, hacia el agua. Continúa cada vez más empequeñecida hasta que el mar elevándose en pavorosas olas la retiene en un abrazo definitivo.

El cuento fue publicado en la revista Mojón A de la Sadem. La autora ,docente, integró el Taller Literario, que dirigió Olga Zamboni.

Mabel Escalada

¿Que opinión tenés sobre esta nota?