Squeeze hotel

domingo 02 de mayo de 2021 | 6:00hs.
Squeeze hotel
Squeeze hotel

El hombre llegó por detrás. Vestía una camisa celeste y un pantalón azul. Cabello cortito tipo policía.

-Buen día señor. Soy de la policía federal, tiene que acompañarme.

-¿Por? No hice nada.

-Tendrá que acompañarme a la comisaría. Tengo órdenes.

Iba a protestar, decir que acababa de bajar del colectivo que me trajo desde Posadas -era obvio, estaba con la valija y la mochila- que todavía no había caminado dos cuadras en Buenos Aires… cuando apareció el arma en la mano derecha del pelo cortito.

-Acompáñeme por favor- dijo señalándome con el caño de la pistola un auto estacionado en frente que ya tenía la puerta de atrás abierta.

Dije un par de cosas más, quise pedir la orden un juez, pero el caño de la pistola -una Glock 9mm típico de las fuerzas de seguridad- que me seguía cuando entré al auto, aparecía inapelable. Me tranquilizó de alguna forma cobarde, la serenidad de los tipos, parecían policías de verdad. El que manejaba me saludó con un ademán de cabeza. Vestía igual, y claro, el cabello también cortito. Agarramos la autopista y después avenida de Mayo hacia Congreso. Paramos frente al Squeeze Hotel.

-¿No íbamos a la comisaría? -pregunté. Ya no hubo contestación. Bajamos y mientras la 9 mm me apuntaba a la cabeza, el que hacía de conductor me esposó con el típico ruido metálico de las películas.

En el hotel me recibieron dos ursos. Sentí la tenaza, cuando uno de ellos me tomó del brazo, y el pinchazo en la espalda que deduje era una inyección.

Desperté en lo que parecía un sótano apenas iluminado con unas bombillas que colgaban del cielorraso en el pasillo. Yo estaba inmovilizado en una cama, sobre un colchón manchado por el uso, sucio. Pude girar apenas la cabeza para ver del otro lado del pasillo unos extractores de aire poderosos a toda máquina que tapaban los gemidos que brotaban de las ventanitas cuadradas como de tren ubicadas un poco por debajo.

-Bienvenido, dijo el urso que me había recibido en la entrada del hotel.  Tenía la camisa arremangada y ajustada al cuerpo por el agua de la transpiración. 

- Es tiempo que hables Ramón. Colaborá porque ahí al lado no son tan amables,… -hizo una pausa para sonreir- Cero paciencia.

Espíe con el rabillo del ojo hacia los extractores que sacaban el aire contaminado mezclado con gemidos y gritos de dolor.

- No soy Ramón, no me llamo Ramón -dije pero en realidad me salieron unos balbuceos. Mis ojos traducían el desconcierto por la certeza de confirmar que no me podía mover, ni hablar siquiera.

-Pensá en lo que vas a decir, vuelvo cuando estés listo -dijo el urso y se metió en uno de los cuartos del pasillo.

De nuevo los gritos, los gemidos, ahora con una música que antes no había notado. Era Guns and Roses, evidentemente habían subido el volumen.

La visita que siguió un rato después fue la de un flaquito esmirriado cara de rata que vestía como enfermero. Me tomó el pulso, me miró los ojos con una linterna y asintió con la cabeza. Del bolsillo de su chaqueta sacó una jeringa. Esta vez me la puso en el brazo izquierdo.

- Ahora tenemos cuatro -dijo- Están ocupados todos los cuartitos. En el primero está la inglesita esa. En las dos del medio, unos pibes que ya entregaron todo. En el último, está el viejo. Que se va pronto. Ese será el tuyo. Adentro no hay nada. Una cama metálica, unos cables y el piso, el piso siempre mojado. Así funciona mejor.

Y siguió hablando, pero ya no le escuchaba. Me quedó en la retina el movimiento de los labios y los dientecitos de rata.

En el sótano no amanecía, la única luz era de los foquitos. Los ruidos: el de los extractores y los tipos que entraban y salían. No sé cuánto tiempo dormí. Me despertó, por decirlo de una manera, una flaquita parada a los pies del camastro. De piel muy blanca. Me miraba. En sus ojos vi que estaba desnudo. Se acercó, me acarició y me besó. Varios besos breves y luego uno largo y caliente. Podía sentirlo. Luego se marchó. Por unos instantes los extractores y gemidos de dolor habían desaparecido.

Cuando finalmente amaneció, una vida después, era en un cuarto de hotel, de paredes empapeladas y gastadas, con manchas que marcaban como un mapa de épocas mejores. Apenas pude me ubiqué en tiempo y espacio. Mi mochila estaba sobre un sillón y la valija un poco más allá. Mis zapatos, al pie de la cama. Me vestí. Al abotonarme la manga de la camisa sentí una incomodidad, la huella todavía fresca de las esposas.

Abrí la puerta y el pasillo era igual de viejo. Supuse era el hotel donde me habían bajado los policías. Miré hacia la derecha, una mucama empujaba el carrito de la limpieza. Me saludó. Me sorprendió tanta normalidad. Acomodé mis bolsos y bajé. Rápido para que se terminara esa pesadilla. En la recepción había un par de turistas extranjeros. Tenía una sola idea, escaparme de ahí.

-Buen día señor, espero haya disfrutado del hotel ¿Quiere la cuenta?

Asentí. Era como si me ofrecieran el pasaporte hacia la vida.

- Son dos noches. ¿No consumió nada?

Negué con un movimiento de cabeza.

- Son 8 mil pesos.

Le pasé mi tarjeta de débito. No funcionó. Sin fondos. Propuse la de crédito. Sí. Muchas gracias. Lo esperamos nuevamente. Hasta luego. Por fin la vereda, la calle, un ¡taxi! Detuve el primero que apareció y pedí que me llevaran a la comisaría más cercana.

-Y así fue como llegó hasta acá.

- Así es oficial. Vengo a denunciar eso. En el sótano de ese hotel hay personas encerradas y torturadas. Escuché los gritos, los gemidos. Según el enfermero eran cuatro.

- Ya mandamos una patrulla al hotel. ¿A usted le hicieron algún daño? -preguntó el policía, que -deduje- debía ser de Investigaciones por la ropa que vestía, el peinado raro y el arito de diamante que tenía en la oreja izquierda.

- ¿Se refiere a si me torturaron? Me acuerdo de algunas cosas, pero evidentemente no tengo heridas ni señales en el cuerpo. Creo que no. Solo acá en el brazo, de las jeringas y la esposa y algo de dolor en las uñas de los pies.

-¿Tiene todas sus pertenencias? Digo ¿llegó a revisar si tiene todas sus cosas?

-Sí, está la notebook y el teléfono. Las cosas de valor están.

- A ver. Revisemos su home banking. Ábralo. Igual debería cambiar la clave apenas pueda. Déjeme mirar...

Bueno, no le queda un peso en su cuenta. Hay tres extracciones en tres cajeros distintos y en dos días sucesivos por un total de 44 mil pesos. Compras en un súper y en una pizzería.

- Con razón no pude pagar el hotel.

- Revisemos los gastos con la tarjeta de crédito. Tarjetas, más bien. Veo que tiene más de una. Sí, tal como lo suponía, todas al límite. Compra de televisores, relojes, zapatillas. Le dejaron un margen solo para que pagara el hotel. Le robaron estimado. Le robaron todo.

- Mis tarjetas... Claro, ahora entiendo. Estos hijos de puta.

- Le doy una copia de la denuncia y vaya al banco para que le cancelen esas operaciones. Si tiene suerte, el seguro le cubrirá. Con el efectivo será más difícil, pero algunos bancos le cobran un seguro por robos en cajeros. Tome, aquí tiene una Sube para el subte.

Mientras esperaba que me atienda en la sección tarjetas del banco recibí un mensaje de wasap del oficial. Me informaba que la patrulla había confirmado mi ingreso en el hotel el miércoles y la salida dos días después. Que el edificio no tenía sótanos ni subsuelos y que habían observado en el sistema de videovigilancia varias salidas mías del hotel siempre en compañía de alguien. También estaba asentado en los registros el ingreso de una joven a mi habitación. Restaba -escribió finalmente- los exámenes toxicológicos para ver qué tipo de drogas me habían inyectado. Después me preguntó qué pensaba hacer una vez terminado el trámite bancario.

-Volver a Posadas inmediatamente, esta misma noche -le mentí.

-Lo mantengo al tanto si hay alguna novedad. Tiene mi número por si recuerda o necesita alguna cosa -escribió muy amable el oficial.

Lo que hice fue regresar al hotel, mejor dicho, a un bar ubicado en frente, del otro lado de la avenida. Ya era noche y viernes, la gran ciudad bullía de gente. La espera no duró mucho. Miré el reloj y marcaba 22.05.  Gran parte de los vuelos internacionales llegan a Ezeiza por la noche. Debía ser el momento. Fue como invocarlos. Un coche se estacionó frente a la puerta de servicio del hotel, en un costado de la principal. Justo frente a mi ventana. De la puerta de atrás bajó un joven de pelo corto que no reconocí. Del hotel salió el urso empujando una silla de ruedas. Entre los dos bajaron al pasajero que tenía el saco sobre las muñecas. Eran ellos, la misma operatoria, solo que mejorada y a la vista de todos. Tomé el celular y marqué el número del oficial que tan amablemente me había recibido en la comisaría. Una luz se encendió dentro del coche, celeste como de una pantalla. Recién entonces noté la presencia del conductor. El celular encendido fue suficiente para confirmar su raro peinado y el arito con el diamante que brillaba bajo la luz azulada en su oreja izquierda.

El autor es periodista. Tiene publicados dos libros: Del otro lado (poesía) y La clave Zipoli, cuentos.

Roberto Maack

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