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La hilacha

domingo 02 de mayo de 2021 | 6:00hs.
La hilacha

Una humedad espesa apretaba la garganta. Sofocaba. En algún lugar, la tormenta de Santa Rosa se retorcía como una bestia acorralada por el fuego, dispuesta a embestir. La inquietud de los perros, el canto histérico del zorzal y el dolor en las viejas cicatrices, anticipaban el inminente acontecimiento.

Las luces del último viernes de agosto se desmoronaban. Los ojos enrojecidos de los cuervos, a punto de desorbitarse, observaban extasiados el derrumbe de un sol ensangrentado.

Las moscas irritaron durante toda la jornada. Al fin, satisfechas e hinchadas de sudor, se recostaban sobre hojas moribundas y restos de madera. Paulatinamente un silencio indefinido comenzó a martirizar todos los movimientos, como si tratara de degollarlos para dar paso a las sombras.

La orgía del calor había concluido.

Un niño semidesnudo y desnutrido yacía en la tarima. Fuera del rancho de láminas de guaicá, en el patio, cuatro personas estaban tomando mate. Las mujeres conversaban en voz baja y los hombres permanecían callados, como si se hubieran apagado con el día.

Eran obrajeros, hijos y nietos de otros obrajeros. No sólo heredaron el oficio de derribar árboles, sino también la secular pobreza. Paradójicamente, después de haber trabajado tanto no tenían mesa, cama, cuna, silla o casa de madera propia. La paga que recibían -y reciben - apenas alcanzaba para la sal, la harina, el poroto, aceite y, alguna vez, carne vacuna. Aquello que siempre les sobraba era el sabor amargo del aserrín y la esperanza de aprender a leer, sumar o vivir en condiciones más dignas.

“Vamos ya Olivera; pronto oscurecerá”- sugirió Ramona Leites a su compañero Itarcicio, a quien llamaba por el apellido porque no le agradaba el nombre.

En realidad, la urgencia de Ramona por volver a su casa, ubicada a unos cinco kilómetros de aquel punto, se debía a que era viernes y pronto irrumpiría en el firmamento la luna llena.

Olivera no demoró en ponerse de pie, dispuesto a iniciar la caminata. Agarró el machete con fuerza, como si fuera a defenderse de algo, y sus músculos se tensaron.

“Parece que apura el lobizón”, dijo burlonamente Juan Rodríguez.

“¡No juegues con eso, chamigo!”- replicó su mujer, Justina Pereyra, mientras se persignaba. Inmediatamente tomó al niño en sus brazos, resuelta a acompañar a los visitantes hasta un cruce de caminos, distante a unos dos mil metros de allí.

De inmediato, se inició la marcha con rumbo a la casa de Ramona e Itarcicio. Los hombres iban por delante y las mujeres, un poco más atrás, conversaban sobre la necesidad de tener a mano ramos bendecidos para encenderlos el día de la tormenta y pedir a Dios protección, si fuese necesario.

La noche iba ganando terreno y espacio. También el miedo comenzaba a ocupar una dimensión amplia en la conciencia de los caminantes. Las sombras, como corceles negros y rabiosos, salían a revolcarse por el estrecho sendero. Instintivamente la yarará se enrollaba, dispuesta a ensartar colmillos para descargar veneno sobre todo aquello que se moviera a su alcance. Tenía sangre en los ojos, sangre y muerte.

Entre los árboles calcinados la luna se arrastraba al cielo. Los vellos de la nuca de Ramona se levantaron como lanzas que defienden la vida.

“Tenemos que apurarnos”- insistió.

Al fondo de la pendiente se divisó el cruce de caminos. A partir de allí y yendo hacia el Este, se llegaba a la casa de los Olivera. Por otro sendero se alcanzaba un arroyo y por el restante, se iba a una villa conocida con el apodo dado a María Pedrozo: “La cuatiara”, en alusión a un ofidio que inyecta un significativo volumen de veneno al agredir.

“Sigan ustedes, en seguida los alcanzo”- dijo Juan, mientras comenzaba a picar tabaco en la cuenca de las manos para luego armar un cigarrillo con chala, más conocido en la zona como “paia”.

Sin embargo, el hombre se retrasó bastante y su mujer debió seguir caminando con los Olivera.

“Seguro que este desgraciado se fue con esa víbora. Pero, ya me las va a pagar.... dejarme sola justo hoy”, protestó Justina. Después no hubo otro comentario.

Poco antes de llegar a la casa, había que atravesar un pequeño monte que se dejó sin explotar totalmente, debido a la existencia de “dos ojos de agua” que no cesaban de verter líquido, aún en épocas de sequía.

Durante el verano, cuando el calor amenazaba con desestabilizar la razón, aquel lugar era un refugio seguro para evitar ser herido por el fenómeno meteorológico.

Aunque en las noches, el escondite se convertía en un punto crítico pues allí se resguardaban todos los seres vivos que habitaban la región, con el propósito de calmar la sed. En el amanecer, los débiles ya no veían la luz pese a tener los párpados muy abiertos. Así sucedía por el asombroso y certero golpe que daba la muerte al estar del lado de los más fuertes. Al ingresar al monte por un angosto sendero, Olivera fue sacudido por un extraño presentimiento: algo iba a ocurrir antes de salir de aquel sitio sombrío.

La inquietud del hombre fue notada por Ramona y Justina, quienes de inmediato apresuraron el paso. Apenas habían avanzado unos quince metros cuando advirtieron que un animal - o lo que fuera - marchaba dentro del monte, acompañándolos, acechándolos. Podía oírse claramente que aquella cosa respiraba con dificultad. De a ratos gruñía; avanzaba cada vez con mayor violencia; se acercaba.

-¡Corran, corran...! - gritó con desesperación Olivera. De inmediato, todos se lanzaron en una desesperada carrera hacia la salida del monte. El niño se puso a llorar. Ello irritó aún más a la bestia, Ramona se cayó y su compañero le agarró de los pelos y comenzó a arrastrarla entre las piedras y raíces desnudas. Justina pudo adelantarse unos metros y cuando estaba por alcanzar a huir de aquel sitio, el animal se abalanzó sobre ella.

-Es el lobizón -exclamó aterrorizada Ramona desde el piso.

-¡”Ayúdenme, por Dios, ayúdenme....!. ¡Se quiere llevar a mi hijo!...... ¡Ayúdenme!” -suplicó Justina, mientras apretaba al niño contra su pecho. La bestia se abalanzó con mayor fiereza sobre la indefensa mujer, cuyos gritos se podían oír a varios kilómetros a la redonda. Olivera esgrimió el machete y acudió en auxilio de Justina. Golpeó a la bestia con todas sus fuerzas y no le causó ninguna herida; por el contrario, ello enfureció aún más al lobizón que imprimió mayor salvajismo en su intento por arrebatar la criatura. Justina, al ver que no podría contener por mucho tiempo los ataques terribles, se precipitó de bruces.

La mujer ya no gritaba. Estaba boca abajo cubriendo con su cuerpo al hijo, soportando los zarpazos y dentelladas; dispuesta a morir por salvar al niño, Como último recurso para concluir con aquella real pesadilla, Justina invocó a Dios. Se puso a rezar el Padre Nuestro en voz alta, Ramona y Olivera, también lo hicieron. Sorpresivamente la bestia contuvo su ataque y se alejó espantada del lugar.

A la media mañana Justina y el niño emprendieron el regreso a la casa. Había suficiente luz. Al pasar por el monte, la mujer se persignó. Su vestido rojo testimoniaba lo acontecido, ya que fue desgarrado en varias partes. También, dolían las heridas.

“¿Dónde te metiste anoche, desgraciado...? El lobizón por poco no se llevó a tu hijo, mientras vos andabas de farra por ahí”, le reprochó Justina a Juan cuando llegó al patio.

Pero, el hombre se quedó en silencio. Tampoco, miró a su compañera.

“Espero que esta noche y todas las que vengan, no se te ocurra ni por casualidad dejarme sola, porque si no, me voy.... te abandono para que aprendas” - siguió rezongando la mujer.

Juan permanecía inmutable. Al parecer, ni siquiera escuchaba. Inexpresivo, miró como al descuido a su hijo y el niño se puso a llorar.

“Tomá, tenele un rato al gurí mientras me cambio la ropa”.

Cuando Justina estaba a punto de entrar al rancho, una carcajada espantosa la paralizó. Otra vez el llanto del niño se convirtió en un alarido. La mujer giro violentamente la cabeza y vio a Juan que reía: entre sus dientes y saliva colgaban hilos rojos, iguales a los del vestido que llevaba puesto.

Thay Morgensten, fue periodista y escritor. Publicó los libros Punto de Bruma, Los habitantes, Rostro colorado y Alma de Araucaria, entre otros.

Carlos Thay Morgenstern

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