Día de paz y reconciliación

miércoles 14 de abril de 2021 | 6:00hs.

Era lunes de Pascua y el almacén se hallaba con poco movimiento, cuando sigilosamente se acercó un señor de avanzada edad, bien plantado, de cabellos y bigotes tupidos y muy canos. La bronceada piel no disimulaba las arrugas de la cara y las manos sarmentosas. Vestía traje oscuro de buena tela, con chaleco y camisa blanca abotonada hasta el último ojal, sin corbata. Completaban su atuendo un sombrero de fieltro y zapatos negros bien lustrados. Todo su aspecto le daba un aire patriarcal y dejaba entrever que, el anciano, gozaba de buena posición económica. María Cecilia detrás de la caja levantó la vista y sintió que el corazón le dejó de latir por un instante para luego precipitarse en alocada taquicardia. No pudo evitar expresar la venerada palabra.

-¡Papá!- y sus ojos enormes se agrandaron aún más.

-¡Hola hija! Me habían contado que lucías muy guapa y no me han mentido-, al tiempo que habría los brazos.

La hija no dudó un instante y corrió a refugiarse en el pecho de su padre, quien la abrazó mientras le susurraba:

-Te pido perdón por mi actitud.

Permanecieron abrazados un largo rato, como intentando estrujar el tiempo de desencuentros, y ahora fue ella quien meditando contestó:

-No papá. No tengo nada que perdonarte. Ambos cometimos errores, pero el amor quedó intacto y es lo que vale. Disfrutemos de aquí en más del reencuentro y olvidemos el pasado ingrato.

El pasado ingrato se inició cuando la hija se enamoró del arriero Juan Bautista y decidió casarse pese a la férrea oposición de los padres, quienes pretendían al hijo de un paisano de su misma posición económica. 

Don Basilio, el padre, fue uno de los colonos pioneros de la zona sur de Misiones y, al contrario del resto de los inmigrantes que llegaron con escasas pertenencias y una mano atrás, trajo consigo un pequeño capital que lo administró muy bien, logrando con esfuerzo hacerse de importante plantación de yerba y molino propio que le rendía muy buenas ganancias. La buena y sumisa esposa, aceptaba todas las imposiciones del marido y jamás osó contradecirlo en nada. Un tanto por esto, tal vez por impedir que su hija se alejara de su lado y se fuera a morar a otro lugar, o por ser consciente de lo duro que es ser pobre, no quiso que su hija se casara a quien consideraba un simple tropero de escala inferior, según su antojo, al humilde peón rural que por decenas trabajaban en el establecimiento. Lo cierto es que acompañó a su esposo en oponerse tercamente a la relación amorosa de su hija.

Juan Bautista, hijo de un ferroviario del correntino pueblo de Santo Tomé y de una maestra normal nacional, terminó el secundario con igual título que su madre, pero no ejerció el magisterio. Se dedicó al rudo oficio de abastecer con ganado vacuno a los pueblos de la región.

Por aquella época no existían los camiones jaulas ni rutas asfaltadas, y el ganado obligadamente se arreaba a caballo durante días y semanas por inhóspitos caminos de tierra colorada hasta los insalubres mataderos rurales, sin importar la época del año ni las inclemencias del clima.

Supo ahorrar lo suficiente y al cabo de unos años pudo adquirir un pequeño campo con una casa que reunía las comodidades más esenciales y donde pastaban algunos animales.

-Es para empezar- comentaba sonriente.

En las idas y vueltas arreando tropas, el arriero supo entrecruzar miradas con la blonda y pizpireta María Cecilia y, entre saludos y suspiros velados, cupido flechó de tal forma sus corazones que al poco tiempo se pusieron de novios y quisieron casarse, pese a la terca oposición de los progenitores de la moza.

Así fue que María Cecilia, cual náyade obstinada, haciendo caso omiso se dejó raptar por su amado arriero y juntos se fueron a vivir al campo, provocando el consabido cuchicheo de los chismosos del pueblo. Al año concibieron un varón y, tras la semana post partum, la pareja aprovechó para casarse primero por civil, luego por Iglesia como manda Dios; y acto seguido ungieron con el sacramento del bautismo al recién nacido con el nombre del padre y del padre de su padre.

¿Y mamá?, preguntó la hija.

-Tu madre está afuera, en el auto, esperando ver lo que pasa.

Fue María Cecilia quien no esperó y se precipitó rápidamente a la calle donde su madre sentada en el asiento del acompañante miraba en dirección a la puerta del negocio. Bajar del auto y abrazarse fue la rápida continuación de uno a otro acto. Ambas mujeres, madre e hija, no pudieron evitar llantos y risas entremezclados en el prolongado abrazo ante la mirada sonriente del padre.

Esa noche hubo algazara en la casa. La cena, carne asada en la cocina a kerosene resultó exquisita. De postre degustaron la rica rosca de Pascua preparado un día antes por la hija rodeada de sus bullangueros hijos. Toda la escena no era más ni menos que el cuadro familiar de tres generaciones sentadas alrededor de la mesa. El ambiente resaltaba la paz emanada de los corazones de la feliz familia tras el reencuentro que se repetiría de aquí en más. El presente era de ellos y debían aprovechar a disfrutarlo porque el futuro jamás se compra.

Terminada la sobremesa se fueron a dormir y a los abuelos los ubicaron en una de las habitaciones del inmenso caserón, ya que no le permitieron volver a esa hora de la noche al hogar que construyeron dentro del perímetro del establecimiento, ubicado en las afueras del pueblo.

Afuera la noche se exponía agradablemente fresca. La luna en creciente daba cierta claridad al ambiente y la cruz del sur brillaba en todo su esplendor como para dar realce al lunes pascual. Lunes de Pascua después del domingo de Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, punto de partida en el cual las almas afines celebran encuentros de paz y reconciliación.

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