El inventario (1768)

domingo 11 de abril de 2021 | 6:00hs.
El inventario (1768)
El inventario (1768)

En la reducción de Apóstoles reina el mayor desconcierto. Hace ya dos días los padres fueron apresados por los soldados y en calidad de tales enviados a Concepción de la Sierra, cerca del río Uruguay, desde donde los mandarán embarcados hasta el Salto, y después -dicen- los trasladarán a Buenos Aires.

Según le contó otro soldado, dos de los curas apresados eran alemanes y el otro un húngaro, gente grande, pero dejaron otro, más viejo todavía, alemán también, porque ya no puede moverse de la cama. Él no los vio, porque al llegar lo mandaron de centinela a la represa, pero otros soldados amigos sí, y son cosas que se comentan en la tropa cuando los ayudantes escuchan hablar a los jefes y luego repiten hasta que todos quedan enterados.

A eso han venido ellos, a echar a los curas de las reducciones y poner unos nuevos, de congregaciones diferentes. Es porque el rey ya no quiere más a los jesuitas, y por eso acá, en Apóstoles, han puesto un fraile mercedario que se llama Barrios. Barrios Juan Antonio, cree haber oído, y un administrador de apellido Alegre. Juan de Alegre.

Esto de echar a los curas resultó una tarea sencilla, y sin riesgos, porque ¡qué se iban a resistir cuatro curas viejos! y los caciques menos, porque parece que allá en Buenos Aires de Paula Bucarelli, el gobernador, les prometió cuando fueron, en esa ocasión que los llamó, que con estos nuevos curas que ahora se han hecho cargo, ellos van a tener más autoridad, y con más autoridad, por supuesto, mayores privilegios. Y no hay cosa que los caciques deseen más que tener privilegios.

Pero, en la reducción andan todos alborotados y nadie sabe bien qué tiene que hacer. Y lo mismo debe ocurrir en los otros pueblos donde llegaran los soldados para apresar a los jesuitas. Él tiene amigos a los que han llevado para ocupar la reducción de Candelaria, más allá, sobre el Paraná, donde parece que comienza la selva.

Al final, cambiar unos curas por otros fue lo más fácil. Lo cansador fue el viaje. Embarcados desde el Salto Grande hasta Santo Tomé, y de ahí venirse a campo traviesa hasta este pueblo. Pero menos mal que Juan de Berlanga, el Mayor de Infantería que es el jefe, cuidó de que comieran bien a la llegada y después, por turnos, que durmieran. Para eso nada faltaba en la despensa de la reducción: charque, mandioca, zapallo, batatas, harina en cantidad, azúcar, sal y naranjas, las que quisieran.

Es por eso que no tiene de qué quejarse. Es joven y soltero y después de andar comiendo carne salada por muchos días, acá en este pueblo, en el que abunda la comida, se puede quedar el tiempo que sea, aunque parece que pronto volverán. ¡Ah!, y además, como hay mucho campo con ganado, se matan uno o dos animales buenos todos los días para tener carne fresca. Distinto piensan los que dejaron mujeres con hijos allá en Buenos Aires, pero él, de qué se va a lamentar, si encima ya al segundo día Pedro de Jesús Herrera, el asistente del jefe Berlanga, lo separó para una tarea descansada. Pedro de Jesús tiene su misma edad, pero ha escalado en la jerarquía y él lo tiene por modelo, orgulloso de que ese oficial que admira lo haya elegido, porque el trabajo asignado sólo lo pueden hacer los que manejan la cartilla, y él está entre los pocos soldados que saben leer. Por eso siempre le estará agradecido a su madre, que allá en Capilla del Señor, de donde es oriundo, le enseñara las letras desde chico.

Peor la pasan los que tuvieron que salir para hacer el recuento de animales en el campo. Andar apartando rodeos a campo abierto, arrear caballos, trasijar con mulas chúcaras, campear los rebaños en los bañados plagados de mosquitos, arrearlos, meterlos a corral y darles de comer… o los que tuvieron que ir a ver lo que estaba sembrado en los campos vecinos, anotando bajo el sol cada cuadra de cada sembradío, sin pasar por alto el estado de las plantas, su fructificación y para cuando realizar la cosecha.

Su tarea, en cambio, es de oficina. Se trata de ir mirando que los indios asistentes de los curas, cuando hacen el recuento de todo lo que hay en la reducción, lo anoten como corresponde en los libros del inventario. La única contra es que el trabajo es lento, eso sí, y que los indios, que no son indios cualesquiera, sino que tienen esos cargos que les dieran los curas, uno Alcalde de Primer Voto y otro Alférez Real, sólo conversan entre ellos en guaraní ¡Y vaya a saber qué dicen!

Pero por lo menos están a la sombra, y por suerte el que llaman Regidor y que también habla guaraní le cuenta algo en lengua de castilla de lo que conversan los otros. Lo más importante, al final, es que se escriba y se asiente bien en el libro la cantidad de cada cosa, y él está para eso, para leer lo que anotaron y que a nadie se le ocurra poner un número que no corresponde, o que algo desaparezca, rapiñado por los indios y menos por los soldados. “Jamás debes robar” -le ha dicho su madre-, “y siempre debes ser un hombre de honor”. Nunca dejó de tener presente esas palabras, sobre todo cuando se incorporó y quiso destacarse ante los ojos de Pedro de Jesús Herrera, que es algo así como su modelo de hombre y militar.

Ya han pasado cinco días que están con ese trabajo, y si bien una indiecita le ceba mate, está un poco harto de aquellos asientos interminables en los libros, yendo de una a otra dependencia del pueblo, cabildo, talleres, cocina, panadería, armería, herrería… contando resmas de papel, hebillas, limas, cascabeles, bolsitas de atincar, candados, llaves… Para no hablar de lo que fue en la sacristía donde, aparte de los cálices y todo lo empleado en la misa, se guardan también los implementos usados en las fiestas, calzones de felpa, casacas azules, medias rojas, sombreros blancos, turbantes verdes, cajas llenas de corbatas, otras con banderillas… y la sastrería, donde hubo que contar hasta ¡veintisiete mil agujas! una por una, separadas en mazos de a quinientas y a veces teniendo que retomar el conteo cuando el indio, cansado, se perdía.

Pero fue en la armería donde algo le pasó. Allí dentro fue donde le escuchó decir a Jesús Herrera: “-Si los jesuitas con los indios hubiesen querido repeler a este piquete nuestro que llegó a Apóstoles, no hubiésemos tenido ni para empezar…” Pero no había pasado nada, los indios tranquilos y los caciques contentos, en tanto los jesuitas prisioneros iban en viaje de regreso a Buenos Aires mientras ellos iban haciendo el inventario.

En medio de aquel amontonamiento de cañones viejos, algunos de hierro y otros de bronce, trabucos, pistolas, escopetas, sables, lanzas y una cantidad enorme de espadas, estaban las dagas. Y al verlas se sintió tentado. Al relámpago de esas hojas brillosas le vino el deseo de quedarse con una, total, entre tantas… No había comenzado el recuento cuando en un descuido de los indios ya se había guardado una entre la bota. Una daga con cabo de hueso, para llevársela como recuerdo.

En eso estaba, sin haberse todavía acostumbrado a la molestia de la daga en la bota cuando volvió a entrar a la armería Pedro de Jesús Herrera para ver cómo iban las cosas y adelantarle el parte al jefe. Y por suerte todo iba bien allí, todo en orden, en ese recuento que se hacía despacio, pero sin pausa.

Pedro de Jesús se entretuvo mirando las armas ya inventariadas y volvió a la idea que ya había manifestado esa mañana: “-Si se hubiesen propuesto que no entráramos al pueblo, con todo lo que tienen acá para defenderse, todavía estaríamos afuera…”. Luego jugueteó con unas pistolas, después le echó una ojeada rápida a los libros y se fue.

Pero aquella presencia del superior lo había incomodado, y más todavía al tener presente la voz de su madre que desde lejos volvía a decirle: “Nunca debes robar…”.

Así que, llegado el momento de contar las espadas y dagas, ya había devuelto al cajón aquella que pretendió llevarse. Jamás podría defraudar a Pedro de Jesús, el que lo eligiera justamente para ese trabajo. Y finalmente en el libro quedaron asentados los números: 23 sables, 217 espadas, 42 dagas y 89 lanzas.

Ahora van de regreso para Santo Tomé donde espera el Gobernador Francisco de Paula Bucarelli, ansioso por recibir el informe de lo ocurrido en las misiones. Él no la pasó mal en Apóstoles, al menos comió bien, como todos, y ahora van marchando a pleno campo queriendo llegar lo antes posible.

Al mediodía se han detenido en un bajo para descansar, cerca de una laguna y algunos han encendido sus fueguitos para asar el pedazo de carne que trajeron, o para armar un guiso con el charque almacenado que tomaran de la cocina de la reducción.

Allí cerca de donde han acampado se ve que ha muerto un animal de campo. No es un bicho muy grande, un aguará, tal vez, pero sobre su osamenta se han asentado dos caranchos y la están picoteando. Entonces Pedro de Jesús Herrera va hasta su caballo y saca de la montura un par de pistolas. Las tiene ya cargadas por la boca, y camina hacia el animal muerto con una en cada mano para dispararle a las aves, pero estas le adivinan la intención y remontan vuelo simultáneamente con los disparos.

El grupo de soldados entre los que él se encuentra queda mirándolo, y entonces Pedro de Jesús le dice al volver al caballo para guardar las armas, riéndose: “-Erré el tiro a los pájaros, pero las pistolas son buenas. Luego te han de faltar estas dos en el inventario…”.

El relato es parte del libro de “Piedras en verde silencio”. Inédito. Capaccio es licenciado en Comunicación Social. En 1997 recibió el Premio Arandú por su novela Sumido en un verde temblor. Tiene varios libros publicados.

Rodolfo Nicolás Capaccio

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