El último de los inmortales

domingo 11 de abril de 2021 | 6:00hs.
El último de los inmortales
El último de los inmortales

Este testimonio fue hallado en unas chapas en una expedición realizada a la Antártida a principios de este siglo. Por mucho tiempo se mantuvo en secreto, por temor a que tenga algún atisbo de veracidad, pero como terminó siendo negado por muchos científicos que investigaron el caso, revelaron el texto en la revista científica “Science of Universe”, a finales del año pasado. Aquí lo reproducimos en su totalidad:

Soy el último de los inmortales, y sin embargo, camino por la nieve totalmente desorientado, como si mi sempiterna existencia no tuviera el más mínimo significado, como si me hubiesen vaciado por dentro antes de largarme a rodar por la eternidad. Pero esto de que alguien me largó es sólo una metáfora, la verdad es que yo mismo me gané este estado, grandioso y lastimoso a la vez. Yo, o mejor aún, mi alter-ego, se enfrascó en esta idea, a la vez ridícula y delirante, pero decididamente ambiciosa.

Soy el último de los inmortales vivos, pero represento al último mortal que cuenta su historia. No tengo necesidad alguna de contarla, pero sin embargo me urge hacerlo. Hay días en los que me pregunto qué es esto de vivir en una paradoja continua. Antes existía para mí el ser y el no ser de la filosofía, y no había ni debía haber otra posibilidad. Hoy, en cambio, cuando la más densa tiniebla del universo cubre mi mente y mi corazón, vivo el ser y el no ser a la vez. La absoluta confusión se apoderó de mi cerebro, de una forma que ni el sol puede alumbrar mi más recóndita neurona. Estoy esclavo de mi perpetuidad y a la vez liberado de la mortandad. Soy inmortal, pero me siento muerto por dentro. De los otros inmortales, los que eran de mi camada, mis amigos, mis socios, la mujer que amaba, fueron muriendo de a uno. Yo mismo siento haberlos matado, cuando caí en la cuenta que el abismo se iba apoderando de nosotros. No extraño a nadie, aunque debo reconocer que a veces siento reminiscencias de la mujer que tanto quise. Juramos amor eterno, y sin embargo yo la ayudé a morir primero.

Hace meses que estoy caminando sobre la nieve, con un viento que me resquebraja la piel compulsivamente. No queda ningún árbol con vida sobre la tierra, todo el mundo es un solo casquete polar, una sola esfera de hielo. Al final quedé solitario, pero camino igual hacia el continente Siers, más allá del océano, allí hay una región, que llamamos Tibet, donde se supone hay sobrevivientes. Ellos conservan los grandes misterios de esta civilización en sus monasterios. Espero llegar a tiempo antes de que sea demasiado tarde. Necesito acabar con la raza humana de una vez por todas. Ya lo he logrado con los inmortales. Sólo me faltan los últimos mortales. No se habría complicado tanto si no hubiese sobrevenido este cataclismo. Pero esto viene a demostrar la imposibilidad de la felicidad. Antes sufría espantosamente porque temía la muerte. Ahora sufro espantosamente porque temo la vida eterna. Pero me consuela pensar que conozco más a fondo mi naturaleza, y ahora sé que ya nada me consuela.

Cuando comenzamos con estos experimentos de inmortalidad yo no pensaba todas estas cosas: tenía ideales y un objetivo de vida. Tenía una mujer que me amaba, y lo que es también importante, tenía amigos. Pero yo les metí a todos en esta encrucijada. Los inmortalicé con mi invento. Entiendo que me fue dado pues, potestad para acabar con ellos.

Trataré de resumir, en lo que me sea posible, la historia de mi vida, que es la historia de la posibilidad de lo imposible, es la no historia, la que jamás debiera ser contada, para que nunca más pueda llegar a ser vivida.

No quiero que nadie finalice como yo: no pudiendo finalizar nunca, andando y andando sobre el hielo con los mismos pasos de siempre. Necesito una razón de vida, y lo único que me impele a caminar es matar a mis hermanos de raza del Tibet, para que no se reproduzcan.

Es necesario que esta historia no se repita más.

Pero resumo: mi nombre es Andreiwoz Szimon, soy especialista en ingeniería genética. Fui el mejor de mi promoción, y cuando egresé de mi carrera, no importa el año, ya estaba muy avanzado el estudio de regeneración genética. En el continente Mu habían logrado individualizar el gen humano de una manera formidable: no sólo se podía ver a través del análisis genético-nuclear todas las características de la especie, sino que se estaba probando corregir ciertos “defectos” de la naturaleza, que marcaban a cada persona. Fue así como surgieron muchos clanes científicos, casi simultáneamente, en diferentes partes del mundo, grupos de ingenieros que intentaban estar a la vanguardia en la corrección de enfermedades, todos utilizaban prácticamente el mismo equipo de laboratorio que el nuestro y en principio todos teníamos el mismo objetivo: alargar lo máximo posible la vida humana. Esto se hacía muy sencillo con el aparato de corrección genética. Se individualizaba la enfermedad, se corregía esta característica del gen y listo, la enfermedad desaparecía.

El revuelo surgió con el artículo de George Harrinsen, de la Universidad de Stinz, donde sostenía que habían logrado corregir definitivamente la información de la vejez en los genes. Tanto así que se auguraba una raza de inmortales. La paranoia fue entonces terrible. No dábamos abasto en atender a cientos de millonarios, que sacaban turno con varias semanas de anticipación y nos ofrecían todo tipo de sobornos, por pasar por la transformación genética definitiva. Todos nosotros pasamos por la corrección: Lashiura, mi adorada novia, Joirgie, Stulzing y Vachten, los tres amigos en los cuales confiaba, y quienes en mí confiaban.

Al cabo de cuatro meses, éramos archi-multimillonarios, teníamos tanto dinero que podíamos comprar una ciudad completa. Los capitalistas no se habían dado cuenta que, en su desmedida ambición, habían dejado buena parte de su fortuna en nuestras arcas y que, sumando todo lo que recaudábamos, lo superaríamos en dinero al poco tiempo. Y así fue. Hubo tres grandes clanes de científicos que simultáneamente practicábamos esta corrección y que pudieron enriquecerse. La nuestra, y dos más que estaban en el continente Mu. A los ocho meses nos dimos cuenta que éramos los dueños del juego: teníamos el dinero, las fichas, y la máquina de fabricar fichas al mismo tiempo (a la que llamamos Generatriz). Nuestra posición ya era de poder soberano. No tardaron en aliársenos bandos desde distintas partes del mundo y como era previsible se formaron tres reinos: el nuestro, al que llamamos El Reino de los Vauchas, en alusión a los roedores que se alimentan de los vegetales en las montañas de Taikama; el Reino de los Pálidos, en el continente Mu, del clan Corsario; y el Reino de los Indefendibles, también del continente Mu, que estaba en poder del clan Terezada. Debimos acomodar nuestro reino a nuestros intereses: los millonarios que habían sido beneficiados con la corrección genética, los nombramos gobernadores de diferentes estados, mientras que la mayoría, el común de la gente, simplemente debía estar destinada a sufrir y a morir. Así alimentábamos el sistema.

Quinientos años después nos sobrevino el primer sismo psicológico: de un día para otro, todos comenzamos a perder jovialidad frenéticamente, como si cada día que pasara envejeciéramos un mes. Nos pasaba a todos los científicos, a los millonarios y a lo de los otros reinos. Nuestro temor fue tremendo. Al mes y medio éramos ancianos. Yo miraba el rostro de Lashiura, y el semblante de mis amigos y veía desesperación en sus ojos. No era para menos: el pueblo, que ya se había enterado de nuestra débil situación pensaba invadir nuestra ciudad virreinal, que habíamos construido de estalino puro, un material que perdura a través del tiempo. (Es el mismo material que uso para escribir esta historia). Envejecíamos precipitadamente y parecía que nuestra muerte era inevitable. Hasta que yo descubrí la cura. Fue otra de mis iluminaciones, aunque esta vez había tardado un poco más. Me di cuenta que no bastaba con corregir el gen, con transformar el ADN. Era necesario algo más. El gen necesita retroalimentarse, o se ahoga en su propia estructura. Cuando me iluminó esta idea, me alumbró también la solución: las hormonas. Hacía por lo menos dos siglos que venía probando una y otra vez la regeneración de animalitos de laboratorio con hormonas humanas y los resultados siempre me sorprendieron: tenía una solución efectiva en el 90 por ciento de los casos. Siempre dudé en plantearlo en nuestra situación, dado que no lo necesitábamos, pero ahora nos veíamos obligados a probar esta teoría. Tampoco quedaban muchas alternativas. Lashiura se ofreció como primera voluntaria y el resultado fue maravilloso. A las dos horas de inyectar hormona procesada de una donante viva, se recompuso totalmente, hasta parecía incluso haber rejuvenecido más de la cuenta. Todos nos expusimos al nuevo experimento y esperamos a ver qué pasaba en los otros dos reinos. Ellos recurrieron a mil tanteos prácticos, pero ninguno les sirvió. Nadie acertaba la fórmula que yo había descubierto, y al ver debilitados e inestables los otros dos reinos, decidimos invadirlos. No hubo batallas campales, sólo estratégicas.

Al tiempo, nos quedamos con el planeta a nuestra entera disposición. Lashiura se nombró emperadora magna y era la cara visible del Imperio, mientras que el resto del clan, todavía integrado por Joirgie, Stulzing y Vachten, sólo se dedicaba a gobernar. Jamás hubo en la tierra imperio semejante, y dudo que lo vuelva a ver, además que la diferencia entre gobernados y gobernantes -inmortales y mortales- llegue a ser tan manifiesta. Nosotros, los del clan de los Vauchas, nos hicimos dueños del mundo.

Pero lo que empezó con Lashiura como una necesidad de alimentarse de glándulas hormonales, siguió después como un rito sangriento y despiadado. Todas las tardes, sin excepción, la emperatriz Lashiura hacía reunir miles de seguidores, gente del pueblo que nos veía como semidioses, y luego, con una señal de su dedo seis personas pasaban al frente, entre la euforia de la enardecida multitud, y eran virtualmente carneados por una máquina seccionadora de órganos. Los súbditos de Lashiura extraían de los restos las glándulas hormonales; y el resto del cuerpo, sangrados y mutilados, los arrojaban a las ciegas multitudes, que terminaban desgarrando los pedazos de carne y huesos que se les tiraba, con una euforia y frenesí que sólo es posible en el hombre en el comportamiento en masa. Después de ver varias sesiones de la emperatriz, un día, como trescientos años después, decidí dar vuelta nuestro destino, y de toda la humanidad. Después de todo, yo había cometido un error tremendo con nuestros genes: había hecho desaparecer de todos nosotros, en una esas pruebas de laboratorio, toda concepción de culpabilidad, que es en definitiva, quizá, el mismo basamento de la ética humana. Sin sentimiento de culpa erradicada de los genes, no había en ellos ni en mí el más mínimo remordimiento por los actos. Esto le sirvió a Lashiura para cometer todas esas atrocidades, pero también me sirvió a mí para darle un fin a esta macabra historia.

Era costumbre entre nosotros, los hermanos del clan, reunirnos una vez por mes en el laboratorio de Ciudad Palacio, donde comparábamos y corregíamos con la Generatriz cualquier posible malformación o desvirtuación de algún gen. Yo varié el programa ese día. Eliminé de sus genes todo miedo a la muerte. Con este nuevo dato, sus naturalezas quedaron totalmente confundidas primero, osadas después, para terminar en la más completa locura de acciones. Sucede que la base, el axioma principal del gen, es la supervivencia de sí mismo, o bien de su especie. Quitando el miedo a la muerte, la supervivencia no tenía razón de ser y sobrevino en ellos una depresión tan grande y una total falta de temor a la fatalidad que ante la primer idea se arrojaron desde lo alto del edificio central, totalmente faltos del sentido de vida: su naturaleza se había vaciado por completo y sólo la nadidad vivía con ellos. Fue algo espectacular aquel fantástico acto: los inmortales, absolutos dueños del mundo, se arrojaron al asfalto como si de repente nada les importara. Sus cuerpos chocaron en seco contra el cemento y reventaron como globos de papel. La gente del pueblo, al enterarse de semejante suceso, sin atinar a entender qué pasaba, se agolpó a los pocos minutos alrededor de los restos de los emperadores y, una vez pasado el primer espanto, comenzaron a disputarse trozos de carne, que robaban como si de un tesoro se tratase. Mas tardé me enteré que hervían los trozos de carne cruda y hueso con agua y tomaban como si de un elixir se tratase, tal es la leyenda y el misticismo que se tejió alrededor de nosotros.

Cuando la gente del pueblo se enteró lo sucedido, hubo un caos general, y una horda de rebeldes que descreyó nuestro poder por completo, se armó, y estaba a punto de entrar a Ciudad Palacio. Mientras la mayoría de la gente estaba atónita, (algunos rezaban, otros saqueaban y mataban por las calles), esta horda estaba decidida a entrar a Ciudad Palacio y matarme, convencido ahora que yo era un simple mortal. Pensaba dejarlos, porque se llevarían una sorpresa, pero fue en ese momento, en forma inesperada e impresionante, que comenzó el huracán. Vino del oeste, fue una ráfaga fría y furiosa primero, luego una tempestad horrible, vientos espantosos surcaban los aires y arrancaban todo árbol en pie, derribaban todo edificio construido. Hubo tremendos terremotos, que se tragaron parte de la ciudad. A las doce horas, aproximadamente, de la ciudad no quedaba piedra sobre piedra, y luego sobrevino el frío. Un frío glacial terrible, espantoso, como jamás he sentido en toda mi corta eternidad, sobrevino entonces en esa región del planeta. La ciudad completa se convirtió en hielo. Yo me hice de tiempo para sacar la Generatriz, y me encaminé rumbo al este: de acuerdo a todas los estudios científicos que me antecedían, que nunca había creído hasta ese momento, allá lejos, una meseta del continente debía ser habitable todavía, seguramente la única región del planeta, pero bien serviría como semillero para la próxima humanidad.

Estoy dispuesto a liquidarlos a todos.

Bien, ésta es mi larguísima historia que ahora esbozo en estas chapas que deberán ser eternas, como todavía hoy son mis genes. Me urgió escribirlo estos días, porque siento como que sobreviene lo peor: los glaciales aquí se están volviendo muy quebradizos, algunos rayos de sol se han infiltrado entre las nubes y ya he visto más de un lugar lo suficientemente frágil como para ceder a mi peso. Me temo que llegará un momento, en mi inacabable y martirizado caminar hacia el Tibet, que el hielo cederá, y yo caeré hasta el fondo mismo de este grandioso océano de hielo. Temo que pueda pasar miles o millones de años hasta que la Tierra vuelva a girar sobre sus ejes y esta parte norte del globo vuelva a ser un hemisferio cálido y veraniego. Mucho me temo todo esto, por eso he puesto estas chapas en mi mochila y no me desprendo ni un minuto de la Generatriz, esperando que algún milagro suceda.

Que la Eternidad se apiade de mí.

_ _ _ _ _ _ _ _ _ __ _ __ _ _

Las chapas donde se encontró este testimonio es de un material hasta ahora desconocido por los científicos. Pero no se halló en ningún lado la denominada Generatriz que menciona el hombre. Por lo que los investigadores dudan de la veracidad del escrito y algunos incluso lo niegan. Aunque un grupo de ellos está buscando afanosamente el aparato mencionado por el hombre por toda la Antártida.

Aníbal Silvero es un escritor posadeño con varios premios literarios y más de quince libros publicados. Este texto pertenece al libro Cuentos sin Espacio. Más cuentos y poemas del autor se pueden encontrar en su blog: www.silvero.com.ar

Aníbal Silvero

¿Que opinión tenés sobre esta nota?