La continuidad de los cementerios

domingo 04 de abril de 2021 | 6:00hs.

No recuerdo cuántos, pero hace una punta de años que había perdido el rastro de la tumba de mi abuela
Mientras emprendía el regreso a casa, miraba de reojo el trozo de plástico negro encontrado en uno de los caminitos interiores del cementerio, y que como buen ciruja lo había levantado, y ahora reposaba en el asiento vacío del Fiat.
¿Qué diablos hacía una cosa así en un cementerio? ¡Lo insólito!
Semáforo rojo.
Lo miré con más atención.
En sus buenos tiempos fue un “chiquito” de 45 por minuto, pero ahora es solamente una cáscara informe de plástico negro, del cual sólo se rescata una semicircunferencia no precisamente plana, sino ondulada o encabritada por el calor y los pisotones.
Quise leer alguna inscripción pero ya me urgía el semáforo que agonizaba y lo único que rescaté fue la famosa imagen del perrito de la RCA Victor. (Hace algunos días, alguien me había relatado la historia del nacimiento de ese famoso logotipo).
Semáforo permisivo. Abandono al perrito de la RCA y prosigo manejando.
Me acuerdo de la ceremonia recién compartida. Inauguraban una lápida de la madre de mi amigo Matías.
Como de costumbre y casi por inercia, aproveché para buscar la losa de mi abuela. Conocía el sector, era cercano al muro exterior, pero localizarla, ni qué hablar. Varias veces, en otras tantas oportunidades que tuve que asistir por algo parecido, (entre los judíos el culto a los muertos aunque tiene otro significado, es casi tan obsesivo me parece, como en el antiguo Egipto), intentando encontrarla, nunca logré mi objetivo.
Hoy, más científico que tozudo, recorrí el sector de manera sistemática y completa sin dejar ninguna losa sin inspeccionar. Nada de andar navegando sin ton ni son, ya que de esa manera, la cosa se transformaba en un verdadero laberinto.
Así pude encontrar la losa de Feigue Mindl. Otra vez semáforo en rojo.
Levanté la hemicáscara de plástico y en una faz pude leer con dificultad: “Minuet de los amantes”. Me disponía a darlo vuelta pero otra vez el semáforo en verde, la primera que no entra bien, ¿Será problema de caja? Vuelta a circular.
La que no podrá circular más es la placa que reposa a mi costado.
Cómico y extraño al mismo tiempo. Encontrar algo así en los pasillos de un cementerio.
Cuando por fin di con la ansiada tumba, me expliqué un poco la dificultad de su hallazgo, pues allí no había mármol ni foto, sino eran dos planchas de granito opaco desnudas en ángulo recto, donde, gracias a mis incompletos conocimientos del hebreo, pude descifrar y un poco como adivinando, el nombre y apellido de la difunta dama.
Sin embargo, yo me acordaba haber visto allí una lápida como las otras, con su correspondiente foto ovalada en la tabla vertical, y una inscripción nítida en la horizontal.
Claro, las lluvias y la falta de cuidado habrían deteriorado toda la mampostería quizás por ser tan delgada, y en cuanto a la foto, bueno, la foto alguien la habrá llevado de recuerdo, como adorno o para la venta.
Aunque tengo mis dudas acerca del aspecto ornamental tratándose de una expresión tan severa.
Porque hablando sin rodeos, la abuela Feigue fue una mujer de muy pocas pulgas. (Pobrecita, Dios la tenga en sus dominios).
La historia familiar, en su versión más potable, cuenta que su difunto esposo, hombre muy piadoso, manso y taciturno, nada que ver con ella, cruzó el Atlántico y se quedó en Estados Unidos en busca de mejores horizontes económicos.
Pero el sentido común y el conocimiento de la posterior actuación de mi abuela en tierras misioneras me hicieron ver la partida del abuelo, como una fuga, una especie de acto de amor, pero de amor a sí mismo, dejando a la brava Feigue Mindl al frente de su despacho de bebidas alcohólicas y casa de comidas, allá en la lejana Bialystok.
Semáforo rojo.
Aprovecho para dar vuelta con la derecha el “chiquito” de la RCA: ¡Dallas!.
Rascacielos imponentes. Villages de fin de semana. Gente rubia, audaz, emprendedora y con mucha, mucha plata. La maldad y el vicio enlatados, viajando por todo el mundo o gran parte de él. Miles de litros de petróleo lubricando fornicaciones, incestos y todo tipo de diversiones.
Otra vez en movimiento. Se está nublando. El calor húmedo es inaguantable y la ropa de tela sintética se me pega al cuerpo.
Otra vez el cementerio.
Naum, el anciano líder carismático de la comunidad, muy competente en preceptos bíblicos, sobre todo en pontificar sobre cosas como o que No debe hacerse y lo que SI se debe hacer, bastante miope él, no alcanzaban distinguir lo que yo descifraba, y me decía que la no aparición de la foto de mi abuela se debía sencillamente a que nunca hubo una foto, porque mi padre, también estricto observante de la ley, no hubiera hecho colocar una foto sabiendo que tal cosa estaba prohibida según la ortodoxia judaica. Lo que sí, tuvo que rendirse ante mis evidencias lingüísticas acerca de la reconstrucción laboriosa del nombre de la señora.
La existencia o no de la foto quedó como una nebulosa, sin definición.
Hace ya muchos años, veinteañero, la busqué en la gran ciudad, como quién busca la mitad de su cuerpo.
Alguien me comentó que viajó con su madre a la capital y que trabajaba como dependiente en una marroquinería del centro, en la calle Florida.
Obviamente en ninguna marroquinería supe dar con ella, Eran ocho o diez largos años. Otra persona me dijo que vivía en Belgrano, en la calle Juana Azurduy (¿Así se llamaba?)
Las arboladas calles de Belgrano, sirvieron de pretexto para que su carita morena, su pelo encrespado, sus ojos pícaros, con una minúscula cicatriz en la frente, reliquia de una eruptiva de la niñez, se corporizara en mi espíritu.
Vagabundeaba por Belgrano, recorría Juana Azurduy desde su nacimiento hasta el final. Presentía que me encontraría con ella, de golpe, saliendo de una despensa cargando un bolso de comestible o, ya cansado, sentado en un banco do alguna plaza, releyendo mil veces el Clarín, descubrirla hamacando a un niño, que seguramente era un primito o un sobrino, nunca un hijo de ella, porque ella era mía, así de sencillo.
• Esa negrita no debe venir más con su madre al negocio. Nuestro David es muy pequeño y esa chica lo llevará por muy mal camino. - Papá asintió.
Mi abuela lo dominaba. Papá no cruzaría el Atlántico de vuelta, obviamente. Además allá estaban en plena guerra, Mamá no existía como tal. Yo me pasaba todo el día en el negocio entre papá y la abuela. Ella nunca se avino a compartir nuestra casa.
Su bastión inexpugnable, su búnker, era el negocio, donde en una especie de altillo tenía su habitación. Allí dormía en una inmensa cama de matrimonio de finísimo metal labrado y reluciente, cubierta con una pesada colcha tejida a mano, que trajo de Europa, como los dólares con que estimuló la iniciación comercial de papá.
Solía cantar con voz de soprano pero con un cierto dejo aguardentoso y ronco (nunca me constó que tomara) una vieja canción en idish que hablaba del sueño con un ángel bienhechor, un novio esperado, a quien invocaba como sinónimo del descanso liberador.
Estelita y su madre siempre nos visitaban. Ella era hija adoptiva. Éramos adolescentes los dos, pero adolescentes de los de antes, lo que quiere decir que adolecíamos aún más. Pero el sexo existía. Y si la atmósfera no era permisiva, daba aún más pruebas de su existencia.
Algo maravilloso y poderoso al mismo tiempo.
Un fauno que se despertaba y que restregándose los ojos con sus manos, aún no alcanzaba comprender o vislumbrar las primeras luces del día.
Teníanos una victrola de madera lustrada de color rojo vino, casi tan alta como nosotros. En la parte superior estaba la bandeja giradiscos y la inferior tenía divisiones para colocar los pesados discos de pasta.
No teníamos muchos discos. El que frecuentemente colocábamos era uno que se llamaba “Botones y moños” y que era interpretado por Dina Shore.
Ese, además de gustarme, era el preferido de Estelita. Cuando ella no estaba, me daba una panzada de verdadero jazz y ponía “The Wedding of the painted Doll” y marcaba el compás con los pies o ensayaba una suerte de zapateo americano. Yo era Fred Astaire pero también era un niño fascinado que en la oscuridad del cine teatro Español, vivía el mundo de Hollywood.
En el otro lado de “Botones y Moños” estaba “Campiña Perezosa”. Y es que era todo así. Mis imágenes se desgranan en cámara lenta y quizás en color sepia.
Al principio fue un juego. Ella se me acercaba y en cada giro de la manivela con que daba cuerda al gramófono, mi codo rozaba su incipiente y duro seno.
Claro, después ya no fue un juego. Fue una urgencia.
Mi codo reemplazaba a medias y con hidalguía lo que hubiera sido la deliciosa sensación de acariciar con mis palmas aquel fruto próximo a estallar.
Otras turgencias, esta vez mías, hacían que Dina Shore explicara quince, veinte veces a sus oyentes, que ella había salido por la Quinta Avenida para comprar botones y moños....
Otras variantes fueron las interminables veladas alrededor de la mesa jugando a la lotería, mientras mis manos buscaban con desesperación sus muslos por debajo de la mesa.
Madre e hija comenzaron a espaciar las visitas.
Muchos años después, claro, siempre se saben estas cosas, me enteré que la orden provino de la terrible moradora del altillo.
Otra relación, menos linda y espontánea, se encargó de encauzar mis turgencias. Sin embargo, mi espíritu recorre la geografía de Juana Azurduy buscando una morocha de pelo encrespado que quizás salga de una despensa cargando una bolsa repleta de comestibles.
De vuelta del cementerio, mientras cerraba las puertas del Fitito, seguía sin encontrar un sentido a la aparición de ese trozo de disco.
Bueno, qué demonios, todo no debe tener un sentido, qué carajo.
Penetré en la biblioteca y puso en el estereofónico una grabación del conjunto Pro Música de Rosario.
Minutos más tarde todo estaba archivado y me encontraba bailando solo, un pegadizo ritmo afrocubano.
Sin embargo, a medida que danzaban, reaparecía la imagen del hemidisco, como una mosca molesta. Y sucedió algo extraño. Completamente compulsivo.
Volví al auto y emprendí el camino de regreso al cementerio.
Me encaminé directamente al lugar donde estaba la tumba de mi abuela, como si todos los días hiciera lo mismo, dirigido por otro, que no yo.
Sin ninguna sorpresa de mi parte, observé al mármol integro y su correspondiente foto enmarcada en un ovalo de bronce reluciente, conteniendo la severa y adusta cara de Feigue Mindl.
También estaba Naum, al carismático líder de la comunidad, con otras personas, quizás inaugurando la losa de la madre de mi amigo Matías.
Se me acercó y al mismo tiempo que la examinaba por encima de sus lentes de corta distancia, me decía - que raro che, tu papito tan religioso y permitió que “tumba llevar foto”.
Cuando emprendí el regreso tuve la sensación de estar saliendo de un larguísimo y oscuro túnel.
Pensaba en varias cosas, entre ellas, la de creer que había visto, Cosa curiosa, tirado en uno de los caminos laterales del cementerio, un disco pequeño, de los “chiquitos” de 45 revoluciones por minuto, completamente liso, diría que flamante, no partido por la mitad, ni ondulado o encabritado por el calor y los pisotones.
Igualito al que ahora descansa en el asiento vacío del auto, mientras emprendo el regreso.
¿Será el “Minuet de los amantes”?
No, es un disco de pasta, de 78 por minuto, del tiempo de ñaupa y Dina Shore se apresta a contar Botones y Moños, lo que al fin y al cabo es la misma cosa.

Del libro Botones y Moños. Lewicky falleció en 2014. Médico de profesión. Publicó los libros De Donde vienen los golpes y Lo que mata es la humedad, entre otros.

Isidoro Lewicky

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