Caravana

“El cuento no es la creación de un ambiente, no es un mundo sino un acontecimiento sorprendente, inédito, estimulante, sugerente, que escapa a lo habitual; es la cosa digna de ser contada, lo inaudito”. Carmen García López
domingo 04 de abril de 2021 | 6:00hs.
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Caravana

Te encargarás de la caravana a Barracón”.

Por primera vez, el acostumbrado tono autoritario de la voz del capataz general, no lo irritó.

Pensó en Elvira que aún embarazada, se resistía a la vida en común. Pascualín, el hijo bobo de su matrimonio, era el motivo. Con su mujer, la rutina; trece años. Con Elvira, muy distinto; verdaderos accesos de amor y catre.

Siempre escondidos de Pascualín que los seguía a todas partes. “Bobo pegajoso y esa mula tan inútil como él”.

Esa noche con Elvira se convenció de ya no podría vivir sin ella; como buscando una respuesta, comentó que incluiría a su hijo en la caravana. Ella asintió sin dudar.

Pascualín y su mula: original simbiosis, con ingredientes de comunicación; - lenguaje común de ruidos, en un nivel de igualdad, con signos evidentes de afectos recíprocos.

Ambos integrarían esta vez la caravana. Lo había decidido, además con la aprobación de Elvira,

Sabía que no siempre regresaban todos.

Pocas preguntas y menos aún aclaraciones; ya era rutina en el establecimiento, especialmente desde que al hijo del patrón lo nombraran juez. Él había aconsejado a su padre que al capataz general lo destinara otras tareas. Ahora dedicado a los viveros y desmontes, era la manera de tranquilizar a la gente y acallar suspicacias que se generalizaban.

La empresa había comprendido además que la etapa de rapiña de la yerba natural tocaba a su fin.

Exacción inicua de una riqueza social por parte de aventureros que se multiplicaban en verdadera competencia.

Todo terminaría, y pronto.

Alborada apremiante de implantación de yerbales por la mano del hombre.

Denso follaje, riqueza verde; cada machetazo descubría el cielo. Silencioso dolor de plantas, generosa resignación vegetal. Solo Pascualín no agredía; ajeno a todo, en el campamento, junto a su mula.

Era el cuarto día de la caravana, las guayacas ya se llenaban. Un día más y emprenderían el regreso.

Pensaba en el Yacutinga y en qué le diría al baqueano. “¡Ultimamente no me preocupa! Si este tipo fue cómplice del capataz general en las últimas caravanas, ahora resuelvo yo y no tengo que dar explicaciones a nadie!”

Amanece con lluvia; a todos conviene, la yerba llegará más verde, más pesada, mejor pague.

“Ojalá dure hasta que lleguemos”. Pero las mulas en el barro son más lentas.

“Qué importa, son mulas. ¡Y cuanto más lentas en el Yacutinga, mejor!”.

Cuarenta mulas y diez hombres (sus dueños), conforman el largo gusano justiciero que se desplaza pesadamente por picadas y piques que renacen con el machete del baqueano.

Ya terminan el cerro; cansados, hacen un alto para matear y reordenar la caravana.

“No cambiaré los lugares; cada uno seguirá en el suyo”.

Ante la mirada del baqueano, confirma: “Pascualín seguirá en el último; su mula, por vieja es más lenta y puede retrasarnos”.

“No se perderá”, agrega para tranquilizar.

Atardeciendo, reinician la marcha; es la prolongada bajada que conduce al puente del Yacutinga.

Un arroyo más de los tantos que existen en Misiones. Todavía con su antiguo puente, de tablones de cerne de lapacho, que con más de cincuenta años rechazan al machete con sonido metálico.

Insustituible material en la Misiones de entonces. Totalmente cubierto por el tacuarembó, como abrazado por la selva, que de esta manera lo protege.

El baqueano debe adelantarse con su ayudante y redescubrirlo a machetazos, despejando solo un angosto sendero para que las mulas y sus acompañantes puedan pasar.

Y llegan y pasan; el primer hombre y su mula, el segundo, el tercero...... Por último, bastante alejado de los demás, al paso muy lento de su mula, Pascualín.

Extraña sensación, que lo conmueve y asusta al escuchar ese rugido ronco y potente, desconocido en sus escasos doce años; un temblor incontenible lo sacude, hasta que siente fuerte empujón desde atrás, con sensación de agujas clavadas en su cuello. El monte gira a su alrededor, y ya no siente nada.

En la cabecera de la caravana retumba el estremecedor rugido del felino. Los ratones de monte trepan con desesperación a los tacuapíes, que se arquean con su peso.

“Ahora seguiremos sin detenernos hasta llegar, nos queda un día”.

Por fin podría vivir con Elvira; tendrían hijos como lo quería ella y algún día bajarían a Posadas; tenía noticias de que en la ciudad la vida era menos dura, que había muchas escuelas y abundante trabajo. Hasta podrían bajar a Corrientes en la Cuñataí, para visitar a los padres de Elvira que siempre los recordaba. ¡Qué feliz la haría con ese viaje en barco! Todo lo harían. Siempre juntos.

Sucesión ininterrumpida de polcas y chamamés. Gritos, voces. Una fiesta. No era esto frecuente en el establecimiento. La fiesta del casamiento de Elvira con el capataz general. Todos disfrutan. Pascualín también, a pesar de algún dolor en el cuello. Su grotesca figura se destaca entre los asistentes, que lo rodean curiosos, comprendiendo su melancolía por la suerte de la mulita. Los escuchaba, especialmente al bobito de su hijo. Desde el único calabozo que había en ese asqueroso rancho que era la comisaría, lo escuchaba todo.

Relato publicado en la revista Mojón A de la Sociedad de Escritores filial Misiones, marzo de 1986.

Carlos A. Tarelli

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