La banda de Chingolo

lunes 29 de marzo de 2021 | 6:00hs.

Era otro tiempo, otra generación, éramos niños; estudiábamos sin tecnología. Los maestros nos exigían y en nuestras casas también.

Estábamos terminando la primaria en la gloriosa Escuela 236, nos sentíamos más grandes, pero conservábamos el “código del barrio”.

Las clases se daban a la mañana, y estaba terminantemente prohibido ingresar al edificio por la tarde, sólo se nos autorizaba a jugar al fútbol en la canchita.

Nos se nos pasaba por la cabeza dañar algo del edificio escolar, era nuestro deber cuidar la casa de estudios, así nos enseñaron y así lo entendíamos.

Es una pena leer los diarios o ver en la televisión “que los chicos de esta generación entran a los colegios a romper puertas, computadoras”, nos cuesta entender el sentido de “dañar por dañar”.

Eso tendrá que cambiar, la escuela es el primer acto de rebeldía para salir de la pobreza.

Una tarde en la cancha, nuestra banda en un acto de audacia y riesgo, nos empecinamos a jugar a las escondidas en la escuela por la noche.

Chingolo Villalba era el mayor de todos nosotros; dijimos es “La Banda de Chingolo” y jugamos a las escondidas sin romper absolutamente nada.

Chingolo no estaba de acuerdo, quería ser el jefe de la banda, pero no hacerse cargo de la macana. Tenía además el inconveniente que era el hijo de la portera. Si algo salía mal, “hermosa cintareada se iba a comer”.

Con los Yaborski, Cajkoswski, Raicoski y Néstor le hicimos el trabajo fino. No hay que entrar a las aulas y prohibido romper algo de la escuela.

Nuestra joda de “gurisada cabezuda” tampoco tenía que generar ruido y evitar el uso de linternas por si pasaba la camioneta Chevrolet de la Policía haciendo la habitual recorrida.

Elegimos una “noche de luna llena” y nos juntamos a las 21 horas en el patio del edificio. Armamos dos equipos, uno se esconde y el otro lo busca.

Yo estaba en el equipo contrario del jefe de la Banda y no lo podíamos encontrar.

La escuela tenía una cocina que se utilizaba muy poco, en ese tiempo los alumnos no desayunaban, ni almorzaban en el colegio.

Chingolo era flaco y se escondió en la puerta de la cocina, que tenía una especie de mosquitero tipo vaivén. Pasamos como 20 veces por el lugar y no lo veíamos.

De casualidad uno del equipo abrió la puerta vaivén y lo ubicamos, a nadie se le ocurrió mirar allí.

Nos subimos a los eucaliptus que estaban en el margen derecho del acceso y a otros lugares utilizados como escondites en el juego.

Durante mucho tiempo la escuela mantuvo un lugar en el misterio. Era una casa prefabricada donde vivió el portero, en diagonal a la vivienda que ocupaba Chingolo con su familia.

Esa era una casa fantasma porque el portero se quitó la vida allí, colgándose de una soga.

Los chicos ni durante las horas de clases venían allí, se decía que la casa era asombrada y el alma del difunto rondaba el lugar.

No sé cómo esa noche me armé de valor y me escondí en el pasillo de la misma, no me buscaron allí por la historia de la vivienda.

Después me preguntaron:

-¿Cómo me animé a esconderme en la casa embrujada?

Haciéndome el superado contesté:

-¡Hay que tenerle miedo a los vivos no a los muertos!

¡Aunque debo reconocer que no me animaba a mirar hacia adentro de la vivienda!

Ganaba el equipo que con más rapidez ubicaba el escondite de los otros.

Entre la picardía de Chingolo y mi acto de arrojo terminamos en un empate salomónico.

A las 23 cortamos el juego, era tarde, había que regresar a los hogares y evitar cruzarse con la Policía.

Hicimos un pacto y lo cumplimos, ni a los otros chicos del grado que no estuvieron esa noche, ni a las niñas les contamos la aventura nocturna.

Si se enteraba la madre de Chingolo, los docentes o el director, la íbamos a pasar mal.

Tiempos de “la embopa escondida”.


Publicado en ideasdelnorte.com.ar

Por Ramón Claudio Chávez. Ex juez federal

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