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Amarillo rabioso

domingo 28 de marzo de 2021 | 6:00hs.
Amarillo rabioso

Yo confundo los colores, es decir, a veces no distingo el verde del rojo. Pero el amarillo -lo sabe Dios-, me quema, arde como una brasa en mi corazón y entonces soy capaz de cualquier cosa.

Pero no quiero contar nada. Contar es una flaqueza estúpida. La única persona que me ha inspirado cierto respeto es aquella que está metida en el mármol de una estatua y ante quien podemos blasfemar sin que se le mueva un pelo.

“Maldito borracho”, le dijeron a mi padre un día y mi madre escuchó otras cosas, resignada. Yo tenía once años. Después que se fue la visita tuve que tomar con el viejo. Y cuando ya no podía más me dio unos cintarazos. Pero ahora soy el hijo de la familia. Pese al alcohol crecí hasta llegar al metro ochenta. Cada año tenían que volver a comprarme ropas. De una muda por vez. Cuando mamá me lavaba la ropa yo me quedaba en la cama. Después entré al colegio y fueron un poco más manisueltos. En la ciudad no podía meterme en la cama mientras me lavaban la ropa. Además, tenía que lavármela yo mismo.

Pero el colegio es un recuerdo. Ahora estoy en esta comisaría. Me tiro en el colchón hediondo y apenas hablo. Los demás me respetan porque alguien dijo que me fallan los cables. Y uno comento: “Grandote el polaco”. Aquí hay una mezcla tan tremenda de olores que el aire parece denso, el aire parece otro tipo que a uno le da cachetadas suavecitas.

Hace unos días me esposaron para llevarme ante el juez. El juez era un muchacho con ropas oscuras y cara larga. Llega a dar la impresión de que se apiada un poco. Pero después uno se da cuenta de que tiene otros problemas porque mira el reloj y le habla al oído al empleado. Cuando salí estaban mis padres en el pasillo. Papá se había puesto una corbata de los tiempos de novio. Me saludaron y quisieron saber si necesitaba algo. Gruñí en voz baja algún insulto a... y sus ojos bajaron a mis esposas. Pensé al mirarlo al viejo: “Ahora podía chupar tranquilo. El otro día creí que te quemabas”. Y en verdad aquello fue grandioso. Las mandíbulas del tipo parecían cenizas entre las lenguas de fuego, la ceniza de una espiga de maíz seca. Mamá miró a las empleadas del juzgado como pidiendo comprensión (para ella). Me dijeron que iría al examen médico-psiquiátrico y llegamos poco después al consultorio de un rubio chiquito, con los ojos un poco torcidos. Había música en otra habitación. “Beethoven”, me dijo. Lo habré mirado con rabia porque trató de tranquilizarme. Me preguntó cosas relacionadas con el sexo y después inquirió si extrañaba la bebida. Me encogí de hombros. Entonces me observó los ojos con una linternita y me palpó las manos, tirando levemente de la piel. ¿Por qué ocurrió?”, dijo de pronto. Contesté que era una chacra abandonada y que yo estaba borracho. Se me habían terminado los cigarrillos y me quedaban fósforos. Los pensamientos se habían detenido de golpe. En realidad, en otras oportunidades, se amontonaban tanto que tenía que incorporarme en la cama para no precipitarme a un abismo. No le hablé de Susana. Para qué meterla en esto. De mis padres, sí. El hombrecito anotaba en una especie de recetario. El policía aguardaba en la sala de espera. El médico quería saber si odiaba a mi padre. Dije: “Un poco”. Y en verdad lo estaba odiando a él también, “¿Qué siente por su madre?”, inquirió con una expresión de misterio. “Nada”, contesté. Pareció un poco desilusionado. El teorema se le derrumbaba. Como hablando consigo mismo comentó: “Claro, el viejo lo hacía beber... caña ¿verdad?”. Lo miré sin contestar. Consultó un libro viejo y tomó nota. “Bueno, hijo, voy a informar al juez”, casi susurró, palmeándome las espaldas.

Pero antes era otra cosa. Aquel verano fue una hermosura. Cada vez bebía menos y comencé a disfrutar incluso metiendo las manos en la tierra fresca de los surcos. Dejé aquel día el arado en la última huella y llevé los bueyes al agua y a la sombra. Me dirigí a casa en busca de ropa y jabón y poco después me zambullía en el arroyo. El agua me acariciaba como aquella mujer gorda del quilombo. Y como ella me susurraba al oído y como ella me decía que podía ir cuando quisiera, que el dinero no importaba. “Para vos es gratis”.

Cuando terminaba de vestirme, en la orilla, escuché su voz. Es decir, no era la voz de la gorda sino la de otra muchacha de cabellera larga y rubia. El color del pelo me dejó maravillado. Sé que no era amarillo pero yo lo veía de ese tono.

“¿Es hondo aquí?, me preguntó. Dije que se podía nadar sin peligro. Tendría unos dieciocho años, “Vine de vacaciones - explicó - Vivo aquí cerca, en la otra chacra. Soy sobrina de los dueños”. Susana no se bañó, de modo que nos sentamos en un tronco a conversar. Me ocurría eso que suelen decir: era como si la conociera desde siempre. No sé lo que pasó en casa durante aquellos días. Esas horas están en blanco. Sólo recuerdo que no probé una gota de alcohol y que cuando iba a la chacra a trabajar me recostaba en el tronco de un árbol para pensar en Susana. Nunca me habían preocupado esos problemas. Maldita la hora en que la había conocido. Sentía que los pensamientos ya no se amontonaban. Era un desfile sereno de cosas: barquitos de papel en la tina del patio, la lluvia sobre el techo de zinc, un largo paseo a caballo, pero, sobre todo, los cabellos de Susana que anhelaba acariciar, la cabellera suave y llena de reflejos dorados bajo el sol de la tarde.

Aquella primera vez caminamos hasta cerca de su casa. Yo no me atrevía a preguntarle si podíamos volver a vemos. Cuando nos despedimos comprendí que tengo una herida y que no puedo ir muy lejos. Ni debo dejar que me acaricie la cabeza porque mi cabeza hierve. Pero ocurrió después y yo dejé de ser el que había sido. Ya no respondía a mi nombre. Algo me tenía como fuera del tiempo, de ese tiempo que nos sirve para comer o para ir al baño a desechar lo que comimos. Yo tenía unas alas tremendas. Se debatían en la mente con la intensidad de un terremoto. Puedo hacer cualquier cosa, eliminarme junto con esta fiebre maldita, eliminar a los que me preguntan qué me pasa. Puedo - me dije- prenderle fuego a esta preocupación absurda. ¿Pues qué pretendo con todo esto? Cuando ella me mira las cosas cambian, es verdad, pero cambian para hundirme más aún.

Ambos queríamos aquello y ocurrió. No recuerdo bien cómo. Tampoco sé si para ella era la primera vez. Esas cosas son un poco equivocas. Y siguió ocurriendo. Ella venía a caballo y nos reuníamos en el arroyo. Nunca habíamos convenido nada. ÅžSimplemente, sucedió así. Cuando faltaban pocos días para el fin de las vacaciones me dijo: “Te escribiré ni bien llegue”. Era hermosa Susana. Y yo tan pobre animal a su lado. Es claro que Susana, de regreso a la ciudad, ya no sería aquella Susana. Una vez quise bajar a un precipicio y me contuve. Después ya no me quedó ánimo para repetir el intento. La carta era trabajosa. De esas que uno se propone escribir y suspira satisfecho cuando dobla la primera carilla: en la segunda se inventan algunas cositas para despedirse.

El sol del verano era cada vez menos ardiente. Con la bebida volvimos al trato de antes. No quiero ser un despojo, pero Dios sabe que estoy herido y no me queda otra alternativa.

“El incendio intencional”, como lo llama el juez, se produjo entonces. Ansiaba el amarillo rabioso de las llamas, las lenguas infernales devorando el pajonal seco y después las plantaciones. Ya no quedaba una gota en la botella, pero quedaba suficiente alcohol en los ojos y un poco menos en la garganta. Las oleadas de fuego me devolvían la paz. Desde entonces los días se parecen unos a otros y las personas también.

Estoy de nuevo en la comisaría. Los demás presos gritan no sé qué conversación estúpida y se rascan. Pronto comenzarán a jugar a quién caza más piojos.

Pura rutina. Son como alguien que conozco... con su maldito fracaso.

Del libro La tumba provisoria. Toledo (1938/1991) era oriundo de Dos Arroyos. Poeta, periodista, narrador. Abogado y profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación.

Marcial Toledo

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