El ajuar

domingo 21 de marzo de 2021 | 6:00hs.
El ajuar
El ajuar

Tu destino era morir -me dijo el profeta de aquella comunidad y prosiguió- pero Dios no  quiso. Esas palabras me dejaron sin aliento. Imagino que así será sentir un cuerpo caer en el vacío, como si flotara sin punto alguno sobre qué apoyarse, como si las articulaciones descontroladas perdieran el equilibrio y se desprendieran del tronco. ¿Cómo podía saber ese hombre, quien me veía por primera vez, que fui salvada de una muerte segura?

Lo supe a los diecisiete años. Mi abuela me había entregado de regalo un bellísimo juego de lencería para mi ajuar de novia. Ella ya  pensaba en mi matrimonio cuando  yo ni siquiera pensaba qué haría en el minuto siguiente. Era una costumbre dentro de mi familia materna. Las mujeres mayores ayudaban en el armado del ajuar de las jóvenes, sobre todo cuando se acercaba la edad en que se convertirían en casamenteras. No sabía entonces de dónde había surgido esa costumbre, pero las abuelas habían cumplido con ese  legado con todas las mujeres de la familia.

 Éramos varias nietas pero yo era la mayor y había que iniciar el ritual de entrega. No sólo se trataba de ropa de noche, también se incluían las sábanas, toallas y acolchados   que, entonces, eran de satén. Recuerdo todavía hoy haber visto en el dormitorio de mi abuela su enorme ropero de madera en cuyos cajones guardaba sábanas de puro algodón junto con otras prendas de blanquería que cuidaba celosamente.

En aquel entonces, para volver a mi relato, estábamos solas en mi dormitorio de soltera; el que compartíamos durante sus visitas de vacaciones. La habitación estaba apenas iluminada por una lámpara en la mesa de noche porque era tarde y habíamos terminado la cena. Todos se habían retirado a dormir pero mi abuela y yo teníamos por costumbre conversar hasta quedarnos dormidas. Siempre teníamos novedades y secretos a los que agregábamos detalles o los dábamos vueltas como filósofas o detectives intentando atar cabos o darles algún sentido.

 Mientras apreciábamos los encajes del camisón y la bella hechura del conjunto me lo dijo. -Tu papá no quería casarse con tu mamá. Él tenía una novia, una prometida a punto de casarse con él, pero debió suspender la ceremonia porque tu mamá quedó embarazada de vos. Y continuó - Tu mamá desesperada no sabía qué hacer y tu papá no quiso hacerse cargo de la situación pero yo me interpuse y dije que si ellos no te querían, yo te iba a criar. Así me entregó su regalo esa noche, el ajuar que con tanto cariño lo había preparado y  junto con él, la noticia. Fue la primera vez en que no supe identificar las emociones que intenté controlar. Sin embargo, fue notorio cómo en ocasiones funciona el orgullo. Actué como si no hubiera escuchado esas palabras, esa especie de confesión que estaba esperando su tiempo para abrirse camino. Como si fuera una  toma y daca. Un cumplo con mi parte y a cambio te comparto un secreto.

 Controlé la respiración y mi rostro se mantuvo como si esa novedad fuera parte de la conversación relajada de un momento de confidencias. Sentí que no tocaba fondo. Tragué saliva y seguí como si nada hubiera pasado. Sólo que caí en la cuenta de que ni mi nacimiento ni mi existencia fueron producto del deseo o de una planificación. Solo fui el resultado de un descuido amoroso. No debía estar viva. Había sido nada para ellos, simplemente una imprudencia, un descuido.

 Pasaron más de treinta años, mi abuela murió, la vida continuó junto con aquel episodio que me acompañó siempre como una sombra. Desde entonces, mi mirada fue otra hacia mis progenitores. Pero mi pregunta siempre fue ¿cómo supo aquél hombre, que dijo ser profeta, que mi abuela  me salvó de un aborto? Todavía sigo sin encontrar respuesta.

Pero nunca, nunca olvidaré aquella entrega oficial del ajuar una noche en mi dormitorio mientras compartíamos secretos con ella. Oficialmente me sentí muerta.

Inédito. La autora es licenciada en Educación, docente. Reside en Oberá

Hilce Liliana Díaz

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