Los frutos de nadie

“Si l’on demandait à l’énorme ville : Qu’est-ce que c’est que cela ? elle répondrait : C’est mon petit.” Victor Hugo
domingo 21 de marzo de 2021 | 6:00hs.
Los frutos de nadie
Los frutos de nadie

El niño miró la copa del árbol. Tras pasar entre las hojas, sus ojos llegaban al cielo. Permaneció allí, esperando que sus ramas lo elevaran del barro donde tenía enterrados sus pequeños pies desnudos. Pero sabía que ese deseo no era más que un sueño infantil, que debía trepar él mismo a obtener lo que quería. Otro pequeño llegó con una bolsa, entonces el primero tomó un trozo de manguera con sus dientes y se aventuró en la frondoza altura del majestuoso níspero. Mientras arrojaba las frutas a su compañero, se defendía como podía de los murciélagos revoleando su manguera. El que estaba abajo recogía los frutos en silencio, como un roedor, mirando a todas partes antes de juntarlos. Luego de la feroz batalla, el primero descendió animado, ambos treparon los alambrados como lagartijas y se perdieron en la oscuridad refugiados en su picardía. El único árbol de mi patio acababa de ser brutalmente saqueado y yo solamente me dediqué a contemplar el hecho desde la oscuridad de mi ventana. La persistencia de aquellos mocosos me había embrujado. Yo era nuevo en el barrio y probablemente no sabían que la casa ya estaba habitada, o quizás no les importó.

La noche siguiente volvieron y nuevamente llevaron todo lo que sus flacos brazos les permitieron. La operación se repitió algunas noches por semana durante algunos meses. Mi atenta mirada se perdía en su silueta tratando de saber qué clase de abismo barrial los había lanzado a mi casa, qué espantosa necesidad los escupía a esta aventura nocturna, en invierno y desabrigados. ¿Cuántos nísperos podían comer un par de niños? Muchos menos de los que llevaban. Encontré la respuesta en un semáforo del centro, lejos de mi casa. Tuve que dar a los pequeños algunas monedas para probar los frutos de mi propio árbol. No me importó. Cuando pregunté si iban al colegio, el mayor dijo que les gustaría ir con el estómago lleno, la ropa entera y las manos limpias. El más pequeño preguntó si en ese lugar enseñaban cómo tener otra vida. Limité mis palabras de ahí en más, sabiéndolas inútiles. Estos chicos viven libres, no saben obedecer más que a sus necesidades. Y es la ciudad misma el único organismo vivo que las satisface. La ciudad y sus habitantes como un todo, como su patio de juegos.

Durante el siguiente atardecer, expulsé a todos los murciélagos. Seguramente encontrarían otro lugar donde anidar. No quise mostrarme, quería que los niños pensaran que había algún tipo de magia que se acordaba de ellos.

Ya durante la primavera no volví a verlos en mi patio. Un día, el vecino de junto me habló sobre ellos:

–No sé cuantos son, pero entran de noche y roban frutas de todos mis árboles, los desgraciados. Tenga cuidado, son ladinos. Sé que son chicos porque pasan a través de la verja.

–Son solamente frutas –respondí en tono despreocupado mientras observaba una gran cantidad de mangos, limones y naranjas pudriéndose en el suelo de su patio.

–Hoy son frutas, mañana los mocosos crecen y entran a mi casa para robarme todo lo que tengo. Tienen que aprender a respetar lo que no les pertenece. Pero no importa, ya está solucionado. Busqué un par de perros maltratados. Bichos bravos, los tengo mal sopeados para que no pierdan su furia. Sólo los suelto de noche atados a una corredera para que no se escapen. Así logran proteger todos mis árboles. Quiero que esta casa se conserve como está para mis hijos, no quiero árboles mutilados por vándalos.

Cuando volví a ver los niños en el semáforo, la picardía de sus ojos había desaparecido. La tristeza se les escurría por el rostro, mientras apretaban el trapo húmedo con el que trataban de limpiar algún parabrisas ante los constantes rechazos de los conductores. Las monedas se habían escapado y las frutas de mi vecino caían al suelo, mezclándose con el excremento de los perros.

Dicen que la voluntad de cumplir con las estructuras correctas puede arrancar desde la raíz cualquier intento de bondad. Este pensamiento anduvo por mi cabeza varias noches. Finalmente, decidí actuar. Alimenté a los perros bravos hasta que dejaron de serlo, luego desaparecieron y los niños volvieron. Ahora llegaron perros más grandes; a estos últimos pienso liberarlos directamente. Todavía siento culpa por el destino que sufrieron los anteriores que no pudieron proteger más los frutos de su amo.

Del libro Cuentos Breves. El autor publicó además El Sueño Radovan (2020) Los diablos blancos (2016) El puñal escondido (2011) y Cetrero nocturno (2012) entre otros.

Sebastián Borkoski

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