Los escenógrafos

miércoles 17 de marzo de 2021 | 6:00hs.
Los escenógrafos
Los escenógrafos

Blaco entró corriendo a la habitación de Soley, sujetando un trozo de papel con el hocico. Soley era una muchacha rellena, tenía cabellos enrulados y usaba anteojos. Esa noche fría estaba acostada en su cama, escuchando música a través de su teléfono celular.

— ¡Ay, ‘se miiicho! — le dijo a su gatito negro, que tiró el bollito de papel cuando la escuchó. Luego, miró la ventana, a través del vidrio, hacia lo alto del cielo oscuro. Soley, entonces, se aproximó a la abertura a tratar de encontrar aquello que le llamaba la atención. — ¿Qué pasa? ¿Nunca viste una luna tan gorda? —  le preguntó.

Ella se quedó contemplando el satélite terrestre, cuando de repente divisó una silueta amorfa que se desplazaba lentamente sobre la superficie lunar. Entrecerró los ojos para ver mejor. Después, se quitó los anteojos, los limpió y se los colocó otra vez. Mas, eso seguía ahí, moviéndose. “¿Dónde está mi cámara?”, se cuestionó internamente. La buscó y cuando la encontró, tomó una fotografía. Observó luego la imagen digital. Apenas se veía una luz blanca débil, en medio de un gran espacio negruzco.

— ¡Qué camarita trucha! — se indignó. —Capaz, si saco una foto afuera salga mejor—. Ya en el patio trasero, capturó otra imagen, que esta vez resultó nítida. — ¡Ahora sí! — exclamó orgullosa. La estaba acercando con el zoom, cuando al rato, una voz lejana la llamó.

— Che, ¿podés venir? — Soley ancló su vista en la Luna: es que desde allí le hablaba la curiosa mancha deforme, que no era tal, sino más bien una esfera levitante, de tinte oscuro. Sobre ella, se erigía la cabeza de un joven muchacho. —Yo creo que podés subir. Hay como una escalerita de aire hasta acá — le propuso este ser. En lo que ascendía, la chica se sonreía, incrédula. Atónita y maravillada. Una vez en el lugar, el raro ser le dijo:

— Te comento. Yo soy un escenógrafo sistemasolarense. Acompañáme, te muestro algo.

Soley comenzó a seguirlo. Ambos caminaban cuesta arriba. Es decir, él flotaba y ella lo seguía a pie. No pasó mucho tiempo, hasta que llegaron a una de las colinas más altas del satélite natural terrestre, donde se detuvieron.

Ahí, el paisaje terrenal que se podía apreciar era terrorífico. Quizás porque en verdad era un conjunto de paisajes. Más que una vista panorámica, la que estaba obteniendo Soley en ese momento era planetaria, mundial. ¡Era tan anonadante! ¡La joven no sabía cómo actuar, ni qué pensar, ni siquiera qué sentir ante semejante espectáculo visual! Era un disparate. El paneo que Soley hacía con la cabeza para poder percibir todo, nunca terminaba.

Tras esa pausa, ella y el ente circular retomaron el recorrido por la superficie lunar, lentamente, ya que no era posible hacerlo de otra forma: el suelo tenía la consistencia de manzana arenosa pisada. Más bien, a la muchacha era a quien le costaba caminar; el escenógrafo debía ser paciente. Mientras, le comentaba que existían dos tipos de escenógrafos además de los sistemasolarenses: los territoriales y los meteorólogos; y que dentro de cada grupo, había subdivisiones. Él pertenecía a la rama de los lunísticos. Todos ellos accionaban en base al comportamiento de las personas o bien provocaban que actuaran de alguna manera.

Los lunísticos, por ejemplo, si notaban que unos enamorados planeaban salir en una cita romántica, para acondicionarles el ambiente, les pedían a los centellistas (escenógrafos sistemasolarenses responsables de mantener encendidas las luces de las estrellas) gas para llevarlo al núcleo de la Luna y encenderlo allí, logrando que la misma adquiera un tono azulado, cursi. Por otra parte, cuando estos escenógrafos consideraban que era necesario recordar a los humanos que la belleza estaba en la vieja naturaleza y no en sus joviales edificaciones y tecnologías, les hacían saber a los demás sistemasolarenses que removerían la Luna de su eje y que no se preocuparan -pues no iba a ocurrir ninguna catástrofe-, porque lo que querían era acercarla a la Tierra, volverla “más grande” visualmente y, de esa manera, los terrícolas se reunirían a observarla.

Los escenógrafos lunísticos comprendían que en períodos de sequía, los seres humanos no deseaban ver el cielo estrellado, por lo tanto, tampoco a la Luna, porque eso significaba para ellos que al otro día iba a salir el sol. Entonces, cuando querían anunciarles que al día siguiente llovería, les peticionaban a los meteorólogos, más precisamente a los nebulosos, que les otorgaran un poco de agua que usaban para fabricar nubes, así ellos la esparcirían alrededor del cuerpo celeste y luego provocarían pequeños movimientos, simulando un escarceo.

Para cuando el lunístico cesó de hablar, él y Soley ya estaban en el sitio donde habían comenzado el paseo. Se encontraban sobre una pequeña ciudad argentina, llamada Posadas, de donde era la muchacha.

— ¿Te das cuenta, no, que ni ahí se puede decir que esto es trabajo? — opinó el escenógrafo, expeliendo orgullo, satisfacción, gratificación con sus palabras, impregnando el ambiente como si recién se hubiera puesto una fragancia.

— ¡¡¡Decir trabajo queda corto!!! — asintió Soley, efusivamente.

—Para mí sería un pasatiempo.

Ambos permanecieron callados después. Terminando de sentir el perfume. El sistemasolarense, luego, dijo:

— Bueno, vos estás acá porque se necesita gente nueva de vez en cuando para que haya nuevas ideas, ¿no? Para que no hagamos siempre las mismas cosas. Todo el tiempo hay que reinventar formas para que los hombres no dejen de entretenerse con la naturaleza, y también hay que ambientar sus vivencias. O sea que sería feo su mundo si no estuviéramos nosotros, los escenógrafos, ¿no?

— Mirá— le contestó Soley. — Yo no quiero quedarme acá porque me gusta vivir allá abajo. Allá duermo, leo, como, miro la tele, escucho música en mi celular nuevo. Estoy con mi hermano y mi mamá, le tengo a mi gatito negrito. ¿Qué más hago? Busco trabajo cada tanto, estudio…

“Y no me malentiendas, yo creo que es muy lindo lo que hacen. Pero, ¿no se dan cuenta de que están todo el tiempo pendientes de las personas? Les arman el escenario solo para mirar cómo actúan. ¡Y eso es lo peor que hay!

Tras sus dichos, la joven se trasladó hasta el borde del astro, para después arrojarse desde allí, con dirección a la Tierra. Cubrió sus ojos con los párpados y se rindió a la caída, al vuelo decreciente. Ulteriormente, se despertó. Apenas lo hizo, se sintió comprimida. Es que ahora se hallaba en un pasillo estrecho, en medio de una masa desmenuzable color marrón-rojizo. Con sus manos intentó sacarla de su alrededor para poder moverse. Al tocarla, sintió resequedad, suciedad. Así, se dio cuenta de que eso era tierra. ¡Que estaba debajo de la tierra!

La desesperación la llevó a escarbar compulsivamente todo lo que tenía sobre ella. A medida que lo hacía, iba moviéndose con mayor libertad, avanzando. Más adelante, cuando logró salir de esa inusual zona, descubrió una suerte de amplio salón, con decenas y decenas de ataúdes. La imagen le robó una ración de aire de sus pulmones. Pero no tanto como el enterarse después de que su cuerpo era igual al del escenógrafo lunístico.

El inevitable destino de los seres humanos, tras perecer, era reencarnar; o bien, convertirse en escenógrafos sistemasolarenses o terrenales. Soley se había transformado en lo segundo (del tipo supraterrenal), luego de haber rechazado formar parte de los escenógrafos de la Luna. Su misión ahora era generar nuevos seres vivos, abonando la tierra con compuestos extraídos de los cadáveres que debía recibir.

El cuento forma parte del libro “Para unos son piedras; para otros, geodas”, publicado en enero de 2019.

Marcela Vargas

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