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Ataque a la librería

domingo 07 de marzo de 2021 | 6:00hs.
Ataque a la librería

Habían llamado los de seguridad porque sonó la alarma de la librería. Germán atendió y cuando llegó al local notó las vitrinas rotas, las paredes rayadas con aerosol negro, y libros de crimen y terror, sucios; con hojas dobladas y rotas, alfombraban todo el piso. No pertenecían a los catálogos. Eligió uno al azar, lo abrió, leyó y lo tiró al suelo. Después abrió y leyó cuanto pudo los demás. Aparecían frases o palabras marcadas en círculos rojos: la mataste, estás perdido, sufrirás como perro, culpable, venganza. Se sumergía en aquel mar blanco de páginas expuestas. Miró las cámaras, habían sido arrancadas. Llamó al seguro contra todo riesgo, prometieron compensarle los daños del local.

La policía contó que el autor de los daños, podría ser algún empleado o conocido suyo porque la alarma fue desactivada. La persona en cuestión, conocería las claves para borrar el disco duro y llevárselo. Habían venido por llamados de los vecinos, y no encontraron ningún sospechoso. Germán recordó a sus empleados, Leo y Franco. No vendrían a trabajar hasta que él arreglara el lugar. Les avisaría del incidente.

 

Una semana antes, Luciana López había sido encontrada muerta de espaldas en su cama, asfixiada por un cinturón. Clienta usual de la librería por la tarde, compraba ejemplares de terror y policiales. Vivía a dos cuadras y tenía veinticinco años. No había huellas en ninguna parte de la habitación o de la casa. La puerta no se había forzado. Eso según los informes del médico forense, que se comunicaba con él cada tanto. Por lo cual, deducía, el delincuente debía ser conocido de la víctima, y esa sería la hipótesis de la investigación. Ningún vecino escuchó algún ruido o grito en el barrio durante el asesinato de Luciana. Lo que era todavía más extraño. La pobre chica no habrá tenido tiempo de nada.

Se preguntó quién la conocería, y querría vengarse contra un pequeño comerciante con una vida matrimonial fracasada.

Germán había decidido mudarse al barrio hacía poco. Descubrió que podía administrar el negocio mucho mejor si su hogar estaba cerca.

Abrió el portón de su casa ubicada a tres cuadras de la librería. En su hogar, el sillón de pana, la biblioteca, la lámpara, no habían sido dañados como esperaba. Miró la estantería de algarrobo, comprobó que no faltara nada.

Cuando Franco y Leo trabajaban en el depósito recibiendo nuevos lotes de libros o había mucha gente, él la atendía. Ella abrazaba con su sonrisa a los demás, aunque algunos fueran tímidos. Extrañaría a Luciana sin duda. Los ojos chocolates hacían juego con el minado de pecas en la nariz y mejillas. Se cruzaba a veces con ella; la veía cuando iba a la facultad en auto mientras él volvía a su casa. Germán la admiraba. La ejemplar hija única vivía sola en un monoambiente. Cada tanto les comentaba a él y a los empleados que sus padres querían darle lujos; pero ella no admitía recibirlos. Trabajaba media jornada en una pizzería y administraba el poco dinero ganado para solventar todos sus gastos.

Él no aceptaba el fallecimiento de su mejor cliente.

Le preocupaba más que los padres, mejor preparados para encontrar al culpable: trabajaban como secretarios en distintos juzgados, no lo hallaran. Suspiró. Agradeció haberse divorciado hacía un año. No podría vivir circunstancias similares con dos hijos pequeños.

Viviana, su ex mujer, nunca lo perdonaría si él arriesgara la vida de los niños; exponiéndolos a un asesino suelto las veinticuatro horas del día en el barrio.

El teléfono sonó, era Viviana. La venía evitando desde el incidente en la librería.

—Germán ¿Cómo estás? Estoy viendo las noticias.

—Vivi estoy bien. Pudo ser cualquiera.

—Dios mío Germán. Me vas a disculpar, pero no les pienso mandar a los chicos con vos estas vacaciones de invierno.

—Vivi, está bien. No te preocupes. Cuando todo se tranquilice podrán verme. Aparte, tampoco quiero que vengan, es peligroso.

Cortó la llamada. Recordó la entrevista con el oficial que venía reconstruyendo la rutina de Luciana el día del asesinato. Posiblemente lo llamarían como testigo. Aquello maquinaba en su memoria; como pequeños videos reproduciéndose una y otra vez. Luciana abriendo la puerta de vidrio y haciendo sonar el llamado de ángel, mirándolo con ojos de parpados caídos. Luciana sonriendo. Luciana viendo los estantes y leyendo los títulos. Luciana comentando las obras nuevas o el catálogo con otros clientes o con él. Luciana dándole dinero en la caja. Luciana llevándose los libros al corazón antes de salir. Repetía las imágenes mientras cenaba. Después, encendió la televisión mientras extendía las sábanas. Luciana saludándolo al otro lado de la vitrina. Durmió exhausto.

Germán sospechaba que sus dos empleados le escondían secretos que podían servir al caso. Repasó los hechos que recordaba en la semana del crimen. Había autorizado que Leo, el más joven, abriera el local todos los viernes por la tarde. Gracias a ello, Franco, el otro empleado más experimentado, podría visitar a su abuela en la clínica todos los viernes a las cuatro de la tarde.

Así que Leo abría los viernes y generalmente Luciana pasaba a saludarlo. Germán lo sabía porque cada tanto consultaba las cámaras en su teléfono y a veces, los veía juntos conversando en el mostrador. A lo mejor, algo había entre ellos, por las posturas corporales o las pícaras sonrisas, las miradas por el rabillo del ojo. Particularmente, el día del asesinato, antes de que el infierno y las acusaciones de todos pesaran sobre sus empleados. Leo y Luciana se habían besado. Motivo por el cual, el principal sospechoso según la policía era Leo, el noviecito, pero eso no lo preocupaba.

El manso Leo se defendería como gato pansa arriba, tendría a los mejores abogados debido al nivel económico de su familia.  Leo había insistido en el trabajo como repositor de la librería a pesar de la prohibición de sus padres. A lo mejor, el trabajo era demasiado humilde para la talla de la familia de Leo. El chico deseaba su propio dinero y liberarse de los mandatos familiares. Germán intercedió prometiendo a los padres cuidarlo como a un hijo, y eso, sumado al juramento de Leo de trabajar sólo temporalmente, pudo convencerlos y dejaron de molestar.

Lo veía ojeroso, cabizbajo, los ojos esmeralda y el cabello dorado apagados. Tal vez, Leo no confiaba que hallaría a Luciana tan atractiva. Se notaba que la quería cada vez más. Aun así, suponía que el chico tenía la consciencia limpia. El gurí no era un asesino, tuvo la mala suerte de besarse con Luciana justo esa tarde.

Posiblemente, los libros dejaron de ser únicamente temas de conversación entre la pareja. Quizá hubo alguna sospecha, aquel día, cuando Franco entró al local y la vio inclinada sobre el mostrador. Con los brazos tendidos y codos apoyados con las manos holgadas del lado de Leo. Se le había caído algo en el suelo.

Confirmaría después, al retroceder y ampliar la filmación de la cámara, que era un anillo. Luciana se acomodó rápido y Leo saludó a Franco. Conociéndolo, no iba a delatar a su amigo con el jefe, acaso entre hombres se cubren.

La amistad con Luciana fue reciente, y Leo no iba a trabajar por mucho más tiempo en la librería. Cuando hablaba con los padres de aquel, sabía que buscaban un trabajo mejor para su hijo.

En cambio, Franco, quejándose en voz alta cada tanto, rumoreando a los clientes que Leo era el preferido del jefe, daba más sospechas. Leo esto, Leo aquello. Franco debía ser el asesino, pero no tenía pruebas. Si tan sólo las consiguiera para mostrarle a la policía. El estilo de Franco lo delataba, motoquero, campera con tachas filosas y puntiagudas, tatuajes, y lentes de sol. Rapado con barba de chivo y piercing en la lengua. Corpulento y moreno, con un carácter odioso, daba con el perfil que buscaban. Franco sí que tendría razones para odiar a los nenes de mamá como Leo. El gurí tenía todo a disposición en la vida. Amor, dinero, buena educación, contactos y la chica más hermosa del barrio. No tuvo que pelear por nada en la vida. Y Franco, ¿qué tenía? Una familia rota y distante. Una abuela que lo había criado y apenas lo recordaba, o eso decía.

En todo caso, apenas encontraría un abogado de oficio que pueda defenderlo. Estaría pensando, qué suerte la tuya Leo. Jamás pelearás por nada.

¿Qué hace convertirse a un hombre en asesino? Leo me cayó bien desde el primer día. Pero Franco no me mostraba afecto alguno a pesar de haber trabajado cinco años para mí. ¡Cinco años! sin halagos ni agradecimientos en público o privado.

Franco sólo felicitaba en las fechas importantes, Navidad, Año Nuevo, mi cumpleaños, el cumpleaños de Leo.

No aguanté más. Aproveché un viernes a las cuatro de la tarde para meterme a la casa de Franco. Necesitaba dar respuestas a la policía. Podía entrar sin forzar la puerta. Conocía a la dueña de su alquiler. La vieja sabía que yo era su jefe. La saludé y le pedí respetuosamente la llave de repuesto. Me excusé en que quería darle un premio a Franco por su buen desempeño laboral. Pensé en ofrecerle dinero, después me arrepentí: eso la haría desconfiar. Le pedí a la mujer que no dijera nada a Franco de mi visita. Caminé por el pasillo y subí unas escaleras metálicas de caracol hasta el departamento. Abrí la puerta. Imaginé que Franco le mentía a Luciana, y entraba a su casa, y después a su habitación. Vi unos guantes, puños de acero, distintas variedades de cintos tendidos en un perchero. Seguro la golpeaba con eso. Vi cómo le quedaba la cara a Luciana. Como la ahorcaba con fuerza para que no gritara. Debajo de su cama, encontré una caja llena de cuchillos de distintas formas y tamaños. Debía ser rápido, Franco podría llegar en cualquier momento. Un teléfono sonó. Busqué en todos lados exaltado, era el mío.

—Buenas tardes fiscal.

—Don Germán, encontraron una pista nueva; un cabello en el cuarto de Luciana. Están yendo a detener al delincuente.

Salí apresurado de aquella casa. Bajé las escaleras y corrí por el pasillo. La policía estaba afuera con las esposas preparadas. Y claro porque el cabello era mío.

Inédito. La autora es parte del Comité de Lectura provincial para la Feria Internacional del libro. Blog: Itatilescribe.blogspot.com

Sara I. Deym

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