Se cuenta en la vecindad

domingo 07 de marzo de 2021 | 6:00hs.
Se cuenta en la vecindad
Se cuenta en la vecindad

El rumor se propaló con velocidad por el vecindario, alborotó  a los núcleos poblacionales de los alrededores y  se filtró por los ventanales de los edificios del centro llenando de estupor y preocupación a sus moradores. Una nueva forma de locura pareciera estar afectando a las mujeres del lugar, siendo ya varios  los casos registrados  en el  barrio  Villa La Cuerda y circundantes.  Las vecinas alcanzadas por la enfermedad habían perdido totalmente la razón  y desaparecido misteriosamente luego de los primeros síntomas que consistían en el desconocimiento de sí mismas y la tendencia a desnudarse a como diera lugar. 

Al menor descuido de sus familiares salían a correr por las calles gritando que no les pertenecían las imágenes de sí mismas que veían en el espejo, mientras se  despojaban de  ropas y calzados con la misma aceleración con que movían las piernas para alejarse de sus hogares. En todo momento aullaban que no vivían aquí sino allá y que su familia no era la suya sino la que habitaba  la finca  lindante a la fuente de abastecimiento de agua del vecindario. Casualmente, el gran tanque que proveía el líquido vital a la vecindad, estaba enclavado en el sector de viviendas destinado a las mujeres solas de la comunidad.

Esas manifestaciones  eran  seguidas de una especie de parálisis por tiempo indeterminado luego de la cual se esfumaban a la vista de todos sin dar nunca más señales de sus paraderos. Lo tenebroso de la noticia consistía en que la enfermedad parecía ser  transmisible  por  el  pensamiento de la persona afectada y el contagio se produciría en el mismo instante en que  la enferma proyectaba en su mente la imagen de una segunda  mujer. La desdichada alcanzada por las ondas cerebrales de la desequilibrada, caía inmediatamente en las garras del mal fuera  cual fuera la franja etaria en la que se encontraba y sin perjuicio de su posición económica, familiar, social, laboral, etc. Sobrevenía la locura de inmediato y al parecer, sin retorno.

El primer caso se presentó una cálida mañana de Febrero en la manzana 12 Sector 6 casa Nº 3 de la calle Seguro Preso 1221 del paraje  Villa La Cuerda. Doña Esmerilada –que así se llamaba la vecina-  mujer de unos cuarenta y cinco años, regordeta, mandona, entrecana y de ojos saltones e inteligentes que lo abarcaban todo en una sola mirada- enloqueció de golpe cuando tomaba unos mates  de pie en el umbral de su vivienda.

Desde ese lugar, en cada pausa de sus tareas habituales,  monitoreaba el vecindario, tomaba nota de las entradas y salidas de las casas, registraba mentalmente los vehículos que circulaban o se detenían en las calles aledañas, auscultaba las conversaciones detrás de las paredes y las puertas y se metía con los niños que practicaban sus travesuras en el área de sus dominios. Todo lo sabía y todo lo clasificaba, catalogaba y ordenaba  en sus archivos mentales de modo de tener los datos a mano cada vez que alguna situación comprometida lo requería.

Doña Esmerilada era sin lugar a dudas la líder del vecindario y tomaba las decisiones que le concernían a sus liderados sin consultar otra fuente que su dilatada conciencia. De ahí que los lugareños adjudicaran el origen de la enfermedad a sus prácticas de querer abarcarlo todo con la mente, inclusive la potestad de atribuirse el derecho de discernir  lo que era bueno para sus vecinos individualmente y en conjunto, sin necesidad de someter sus decisiones al pleno  del  barrio. Tal superlativa actividad intelectual habría provocado en principio  el surmenaje  de la buena señora y luego la pérdida total de la razón que proyectó a otras mujeres cuya administración de sus vidas en sociedad, poseía.

Esa mañana calurosa fue testigo del desequilibrio total en que cayó la hermana grande del sector 6, cuando salió a la carrera de su casa en dirección a la fuente quitándose ropas y calzados en el trayecto y gritando que quien la observaba desde el espejo no era ella sino el alcalde disfrazado de mujer, que el funcionario se había introducido en su mente para despojarla de su rol de guardiana y adjudicárselo a una de sus amantes que ella muy bien conocía. La infeliz cayó desmayada  en el cruce de las calles Farolito y La Vela y de allí se evaporó en presencia de todo el mundo en cuestión de segundos.

Desaparecida doña Esmerilada, la segunda en caer fue una treintañera recientemente separada de un tercer matrimonio que vivía al final de la calle Encerrona Nº 10, llamada Encendida Ayer. Precisamente, la última decisión que había tomado la guardiana del barrio antes de evaporarse le concernía y tenía que ver con la prohibición de estacionamiento en las calles del sector, a un conductor que solía dejar su vehículo a altas horas de la noche en otra arteria de “La Cuerda” para irse caminando a la vivienda mencionada tratando de pasar desapercibido.

Encendida enloqueció de día, corrió desnuda tres cuadras completas alrededor de la plaza Revolución  y cayó desvanecida desconectada de la realidad a los pies de la estatua erigida en homenaje al fundador del poblado, don Doblado Endós (era quien  había escogido el lugar de asentamiento de las primeras casas y trazado el primer plano urbano. Su bien ganada fama de valiente la tenía porque, en su época, había defendido a capa y espada los predios de los vecinos ante una comitiva de forasteros armados llegados para tomar por asalto el ejido establecido). 

 Nadie vio cuando Encendida se esfumó porque en el preciso instante que lo hacía, una lluvia copiosa y fundamental se precipitó sobre la vecindad colocando una cortina de agua entre la yaciente mujer y los ojos inquisidores de los curiosos  que observaban la escena.  Desapareció simplemente sin dejar rastros y  su último pensamiento estuvo dirigido a la figura de una jovencita que unos pocos días atrás se  la había visto conversando con el hombre de sus amores… aquel que la visitaba a hurtadillas  en la oscuridad de la noche para robarle el corazón.

 El tercer caso fue el que le puso alas al rumor. Clara Lunati, una muchachita de apenas dieciséis años, delgada, morena, de lacia cabellera y grandes ojos  color del acero, partió a la disparada una tardecita de su casa gritando que estaba poseída por la Encendida, que la abrasaba toda  y que se desnudaría porque llevaba sus ropas ardientes pegadas a la piel.

Corrió hacia la fuente de agua donde intentó arrojarse con tal mala suerte que fue a dar con sus huesos a una perforación cercana oculta por las malezas que cubrían  el terreno casi en su totalidad. Clara no hizo ni un solo ruido al caer. Desapareció en el interior de la negra boca  sin que ningún destello de luna se filtrara para dar cuenta de su paradero. Todos sin excepción la vieron caer, no obstante,  cuando los excavadores se introdujeron en el pozo no hallaron  ningún indicio de que la muchacha estuviera  allí y mucho menos de que hubiese  permanecido.

Ante tanta desgracia el alcalde de la ciudad junto con el coordinador sustituto del barrio, declararon la emergencia sanitaria y ordenaron en un bando que ninguna mujer podía pensar en otra mujer hasta tanto el brote de locura fuera neutralizado. Dispusieron que solo los hombres adoptarían las decisiones de allí en más y, hasta nuevo aviso, las mujeres quedarían sujetas a soportes fijos de sus casas por medio de grilletes colocados  en los tobillos. Se trataba de impedir que cedieran a la tentación de largarse a correr desnudas por las calles  propagando la enfermedad. Así se hizo y así ocurrió lo que ocurrió.

Una noche de fines de Febrero, en medio de los festejos del carnaval, la hija del alcalde pudo zafar de los grilletes que la tenían sujeta al parante del techo de su habitación, se vistió con las ropas de su padre, se calzó sus gafas y su sombrero y,  cubierta con una capa a modo de disfraz, salió a la calle a disfrutar de la música, el son de los tambores, el papel picado y el brillo. Se introdujo en el corso que venía a contramano por la calle Mascarada entre La Curva y El Pico y comenzó a contornearse al ritmo de la batucada detrás de las comparsas  integradas únicamente por los varones de la ciudad, al igual que los jurados, las tribunas de espectadores, los puestos de venta y las fuerzas de seguridad.

Y bailó. Bailó tan enérgica y sensualmente que los ojos de todo el corso se detuvieron escandalizados en  esa figura estrafalaria, especie de trompo humano que giraba y giraba al compás de la música sin solución de continuidad… de pronto, alguien, reconociendo en ella al intendente  disparó la alarma “¡EL ALCALDE SE VOLVIÓ LOCO! ¡SUJÉTENLO”, al instante  se abalanzaron  sobre el supuesto funcionario los muchachones que cubrían la seguridad del festejo y al reducirlo, se encontraron con la sorpresa de que no era él sino ella, entonces echaron a correr despavoridos  en todas direcciones temiendo que la locura esta vez se expandiera hacia la población masculina.

En contados segundos no quedó nadie en la periferia. Desaparecieron los músicos, los bailarines, los puesteros, los aguateros, los policías y custodios y hasta el loro de la casa de la esquina que se había instalado  en uno de los postes de iluminación para ver mejor, se largó del lugar. Solo la desvencijada muchachita siguió bailando como si nada hasta que la luna se encontró con el sol cediéndole su lugar en el podio del horizonte. Después cayó desmayada cuan larga era en el medio de la calzada y se esfumó repentinamente de entre las ropas de su padre dejando un rastro ascendente en el firmamento.

El vecindario  se transformó en una barriada fantasma en el término de lo que dura un baile. Hasta el día de hoy nadie se anima a establecerse en el sitio al que llaman el “Reino de la Locura”. Todavía pueden verse en el interior de las casas las grampas y grilletes que mantenían sujetas a las mujeres de la vecindad para que no salieran a correr desnudas por las calles. En todos los casos pueden observarse los contornos de sus siluetas plasmados aquí y allá, en paredes, pisos y techos. Nada más que eso… y el alcalde.

 El alcalde enloqueció en el preciso momento que su hija partía envuelta en sus ropas hacia el corso. El hombre que se encontraba durmiendo en ese instante, despertó  en medio de convulsiones y sobresaltos y  lanzándose de la cama como quien huye del infierno, se calzó las ropas de su mujer y  salió a las disparadas hacia cualquier lado. En su carrera se llevó por delante un tacho de pintura y convertido en una tela multicolor comenzó a flamear al doblar la esquina, buscando la fiesta  que en ese momento se desbordaba sumida en espanto. Sus piernas, semejantes a dos ruedas de bicicleta girando a toda velocidad, dejaron de apoyarse sobre el piso y el intendente remontó vuelo orientado hacia el cono de la luna. Dejó en el cielo una estela fosforescente que tardó tres días en diluirse totalmente. Por cierto…  nunca más se lo vio regresar.

La vecindad quedó desierta. Sin embargo… una luz suele encenderse cada tanto, por sí sola, en la pequeña casa de quien fuera sindicada como una de las amantes del alcalde, la que diera lugar a toda esta historia. Ella desapareció  también de “La Cuerda” pero los vecinos de otras poblaciones cercanas hablan de que se instaló en  Villa Equilibrada y que la vieron salir de  la intendencia en tres oportunidades. Preventivamente, los carteles anunciando “SE VENDE” comenzaron a aparecer aquí y allá en las casas del lugar.

Nielsen reside en Posadas. Libros  editados: A mar abierto (poemario)  y Cuando caen las hojas (cuentos y poemas) Editorial Universitaria 2008. Participó en varias antologías. Primer premio en poesía en el certamen literario organizado por los cuarenta años de la Legislatura provincial

Norma Nielsen

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