Ética y moral ciudadana

miércoles 03 de marzo de 2021 | 6:00hs.

En mi época de estudiar en el colegio salesiano Pascual Gentilini, el padre director, Teresio Giordano, un santo varón, refiriéndose a la moral decía: ‘En la vida no hay amorales, pues siempre se tiene una pizca de moral. El amoral es quien no sabe distinguir el bien del mal y actúa en consecuencia. Es un ser sin razón’. 

El inmoral en cambio, explicaba, se trata de aquel individuo con razón que muy bien sabe distinguir el bien del mal, por lo tanto, sabe lo que hace conscientemente. ¿Actos inmorales?  

Los que la Biblia describe en los diez mandamientos, principalmente hacia los actos del individuo: No matarás. No robarás. No darás falso testimonio. No mentirás. Y otros anexos como engañar, estafar, traicionar, ser desleal. 

Sócrates fue el fundador de la filosofía moral. Posteriormente, Aristóteles denominaría con el nombre de ética: tratado del carácter y de la virtud como hábito de hacer el bien. Acusado de ateísmo y relajar a la juventud, Sócrates, fue condenado a morir bebiendo cicuta. Pudo salvar su vida eligiendo el destierro o huyendo de Atenas. Pero eso significaba abjurar de sus ideas, de sus enseñanzas éticas y desobedecer a la justicia que tanto defendía y lo había condenado. Por eso prefirió beberla. Esa moral tácita de Sócrates se considera el genoma primario de la ética greco-latina que luego se extendería por el mundo occidental y cristiano. Constituye, por cierto, hasta hoy día, el sostenimiento primordial de la sociedad y del grupo familiar de donde saldrán los hombres y mujeres de bien, que tendrán por destino desarrollar las diversas actividades humanas y, entre ellos, quienes se dedicarán a la política. La política, se sabe, es el arte de lo posible. Pero de lo posible en concretar el bien común del gobernante hacia los gobernados, cimentado en los valores inestimables de la honradez, la justicia ecuánime y la libertad en democracia. 
En tal sentido tuve maestros que me enseñaron cómo actuar con ética; si la supe absorber es otra cosa.  

Uno. Cuando en 1974 el doctor Ramón Rosauro Arrechea, Ramoncito, a la sazón ministro Agrario y el ingeniero forestal Aldo Cinto en la subsecretaría ministerial, cita a su despacho al equipo técnico. En ese entonces ocupaba el cargo de director de Ganadería. En resumen, el ministro relató que el embajador de Alemania, junto a un grupo de inversionistas, ofrecían financiar la producción de poroto soja en Misiones. Luego comprarían esos granos al productor al precio oficial, para distribuir una parte entre colonos de Eldorado con la intención de alimentar cerdos que, a su vez, venderían al frigorífico Mapuri. El resto de la producción la exportarían a Alemania y el Ministerio se beneficiaría con el 10% de la inversión para destinar a criterio en otros rubros. Una oferta buenísima, dijimos todos, menos Aldo Cinto, quien expuso: *Observamos los efectos negativos después de la cosecha de la soja en las chacras misioneras. Deja la tierra yerma y desvalida contra las inclemencias del clima.  Y si intensificamos el cultivo, los suelos de las lomadas quedarán desbastados por la erosión, lo mismo que las praderas como ocurre en el sur misionero después de la gran tala del bosque. Misiones, sobre 3 millones de hectáreas, posee solamente un tercio de esa superficie apta para la agricultura, y a 30 años vista quedará árida para futuros cultivos*. Así dio por terminada su escueta alocución técnica. Ramoncito nos miró, se levantó, sonrió y nos despidió. A los quince días firmó una disposición rechazando la oferta.

Dos. El escribano Miguel Ángel Alterach, el Toto, fue maestro político de generaciones de discípulos. Tuve el honor de contarme entre ellos, y la distinción de que me haya prologado mi libro sobre la política sanitaria del país, donde en uno de sus párrafos acota: “Paralelamente, observamos en el autor algo muy propio de las generaciones de universitarios de los 60 y 70, involucrados, equivocados o no, en planteos político-ideológicos, con los que afanosamente han bregado por un país más justo y soberano”. Es nuestro país actual. 

La anécdota ética que una vez ya relaté, fue en la ocasión que me encontraba en el escritorio de la escribanía Alterach, cuando se allegaron al lugar funcionarios de la Entidad Yaciretá. En la entrevista le propusieron al escribano ser el profesional de la entidad en los actos contractuales que se requerían servicios notariales. El Toto escuchó el convite y contestó: “Agradezco vuestra propuesta, pero sugiero que vayan al Colegio de Escribanos y propongan la intervención por orden establecido de sus asociados”. Dicho esto, concluyó la reunión con el saludo de despedida de los visitantes.

Tres. No necesariamente estos hechos éticos ocurren solamente en tiempos de democracia constitucional, también ocurren en gobiernos de facto, cuando estos constituían el partido militar, antes que se convirtieran en brutales y genocidas tras el golpe de Estado del 76. 

El profesor de historia y ex rector del colegio nacional Martín de Moussy, Juan Olmo, fue un intelectual distinguido. Con otros pares, León Naboulet, Blas Franco, Soriano Romero, Mariano Díaz, José Márquez, José M. López y Ezequiel Leiva, fundaron la Biblioteca Popular de Posadas el 1 de diciembre de 1913 bajo la presidencia del profesor Soriano Romero. Presidencia que él ocupara después, por varios años.  

Juan Olmo, a quien tuve el gusto de conocer, fue nombrado ministro en época del gobierno de don Gregorio Pomar. Éste, sin decirle nada a don Juan, nombra a su hija María Elisa vocal en el Consejo de Educación. Contenta, la hija va y le comenta a su padre la buena nueva. Juan Olmo le contesta: “Te felicito hija, pero cuando tú entres por una puerta, yo me iré por otra”. El funcionario ético comprendió que sería nepotismo.

El nepotismo es la preferencia que tienen algunos funcionarios públicos para dar empleos a algunos familiares o amigos, sin importar el mérito para ocupar el cargo.

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