La confesión

domingo 28 de febrero de 2021 | 6:00hs.
La confesión
La confesión

Pasaron treinta años de aquel tiempo de la llegada a la ciudad nueva. Esta con casas blancas, pero de muros rosados, conjunción de cal con tierra roja, con enredaderas floridas, de canteros con margaritas y malvones y coralinas en los jardines coloridos, junto a helechos y árboles enormes, retazos domésticos de la selva que estuvo o estaba ahí cerca, a un paso. En las calles de la ciudad nueva florecían los lapachos rosa lilas o blancos y el gigante cañafístula las vestía de amarillo oro. Luego los azules jacarandás y casi a fin de año, llameantes chivatos las teñían de estridente rojo naranja. Entonces corría el tiempo en que el ferry cruzaba el río y el tren argentino llegaba a Paraguay navegando sobre enormes buques el Paraná, el mismo río que el de allá abajo en la ciudad vieja, aunque no tan ancho y las lanchas de la carrera ¡tan parecidas a las del cruce del Paraná Medio!”, indicaba Ernesto.

“Iguales de ruidosas, similares por lo “marineras”, atiborradas de gente presurosa para bajarse, adormilada por el atronador rugido del motor que quedaba en el centro de la embarcación” explicaba.

“Pero desde su interior no se podía tocar el agua que lamía los flancos de la lancha, como en las de acá. Aquí el lecho del río derrama suavemente sobre los pasajeros los cristales en que se desintegran las olas y se podía uno mirar en el Paraná, espejo inmenso, amante líquido e inquieto de las dos ciudades que según la historia local fueron fundadas por el jesuita Roque González de Santa Cruz, Posadas y Encarnación”.

Así contaba a sus amigos Ernesto  – un vendedor de enciclopedias  y libros lujosos para impresionar a las visitas y colocados en bibliotecas de madera puestas  en cualquier sitio visible de la casa y que no leerán jamás…“Mirando el agua de tinte indefinido desde la ventanilla de la domadora de olas, la vi por vez primera”. El vaivén de las aguas me devolvía desde su reflejo dos estrellas movedizas y marrones. Por instantes creí que eran mis ojos, pero no podía ser que mi cabeza quedara tan al costado del marco de la ventana desde donde me inclinaba. Un costalazo de la lancha me indicó que la imagen no nacía desde abajo sino junto a mí, casi dentro de mí...”

“Para evitar mojarme volteé mi cuerpo y la encontré. Los ojos que brillaban en el cauce no eran marrones sino color miel; no estaban en el agua sino en un rostro trigueño, de facciones similares a ciertos grabados aparecidas en los libros que mi madre me mostraba en días lejanos, allá por la ciudad vieja, la de la tierra gris y alverjillas en los cercos, amapolas en los jardines, enormes tipas en las avenidas y sauces llorones en las veredas de los barrios…

“Esa ciudad de los ríos que desbordan creando los “bañados”, en los que crecen álamos elegantes, aromos y espinillos, chilcas humilditas y pajonales inmensos, cortantes y agresivos, donde anidan el chajá, la yarará, la coral, la comadreja, el carpincho, la nutria, la lechuza, el caracol”.

“No sé por qué verla junto a mi asiento me trajo la imagen de la ciudad vieja…¿Por qué si en los ojos tenía la alegría colorida y estival de la tierra roja? Sí sé que una corriente de impulsos incontrolables se estableció desde su mirada a mi alma, desde allí hasta mis manos”.

El vendedor de libros continuaba su relato o confesión:  “El viejo y querido Paraná me dio una ayuda, el barquinazo se reiteró y cuando la vi resbalando del asiento me estiré como un látigo; la tomé de un brazo y la ayudé a recuperarse. Sonrió y una guirnalda multicolor se encendió en la lancha; el chas - chas de los embates de las olas marcaron el ritmo nuevo de los latidos de un corazón de “allá abajo” que se había enamorado “aquí arriba” cabalgando la llanura líquida del río pariente del mar”.

“Desembarcamos - luego de una corta charla, todo lo que permitía el breve viaje -,  y poco después caminábamos las calles de Encarnación con reminiscencias de arpas y aromas de naranjas asadas, de caburé y chipas  y tabaco fuerte, tomados de la mano, de la cintura, de los hombros. Ascendimos a un carumbé , luego pisamos cada baldosa de la zona alta encarnacena beso a beso, suspiro a suspiro. Y nos dijimos una al otro y el otro a la una “hacía tanto tiempo que te esperaba”.

Aspira aire profundamente y casi como una aclaración que disipe dudas, prosigue,  “Porque fuimos – desde el primer instante en que nos acercamos -, para cada uno y para cada cual el amor, el encuentro entre las almas signadas a vivir la aventura inigualable del romance. Y a reeditar la ceremonia ancestral de la entrega palmo a palmo, poro a poro de la piel enrojecida por la fiebre del deseo; de las bocas enfebrecidas por la bermeja marca de la pasión; del cuerpo todo, sediento de la caricia apasionada, salvaje, atávica, instintiva e inmortal”. “Al crepúsculo, el regreso a las calles posadeñas con aroma dulzón de jazmines y azahares; trepar desde el puerto ansiosos por llegar quien sabe a dónde, a algún lugar allí, en la Bajada Vieja,   para albergar nuestro encuentro, nuestro apasionado momento de la vida y donde ratificar en la Argentina la entrega que había sido en tierra paraguaya, para hacer de ese amor una entidad binacional, sin límites de ninguna clase”.

                                                  ……………

Como entre inspirado y ansioso, tal vez haciendo una confesión, algo así como una purga de su espíritu, nuestro amigo proseguía relatando…“Pasaron como 30 años de aquel tiempo de mi llegada a la ciudad nueva de casas blancas, pero “rosadas... A la ciudad de enredaderas floridas, de canteros con margaritas y malvones, con la selva ahí cerca, a un paso. Con el río color león abrazándola entera, (como abracé a esa joven muchacha ojos de miel; a esa ninfa que desapareció como llegó: una visión primero, una pasión después, un olvido que pensé jamás llegaría y este extrañarla siempre); Posadas ha cambiado sus colores una, otra y otra y otra vez; la lancha y el ferry a Encarnación no son ya elementos cotidianos del paisaje que ha variado con el puente internacional y la costanera, prolongado balcón al río. Cambiado como nuestra relación y nuestros encuentros. Aquellos que existen sólo en los olvidos indeseados o en los recuerdos que se avivaron tristemente cuando …

Ayer la vi…La  ví cruzar la calle frente a la plaza, la mirada de miel sin luz; la piel sin esplendor; el cabello sin brillo; el andar sin bríos; las manos surcadas de raíces azules; los pies arrastrados lentamente por la ciudad que también…ya es vieja y en la que descubro de repente que el blanco de las casas blancas es rosa sólo por la tierra que se acumula en las paredes”.

…………………..

 

Habíamos asistido impávidos a la narración de nuestro amigo Ernesto (que raro él, siempre tan callado), quien hoy se había acercado a la pizzería donde sabía que Daniel (el poeta, el músico), Javier (el poeta y folklorista adicto a la lectura) y yo, estaríamos allí conversando de libros, literatura, deportes, política y bueyes perdidos con Antonio (alias el Gallego),  el propietario del local. Hacía calor, Ernesto alcanzó a escuchar nuestras protestas acerca de la intensa temperatura y la extraña sensación de que el sol “quemaba” más que antes. Ernesto nos invitó a tomar algo en el bar que está al lado de la librería; Daniel , Javier y yo preferimos elegir el que se hallaba en la calle principal frente al viejo cine abandonado o mejor dicho trocado en una zapatería. De todos modos, siempre nos juntábamos allí. Café a la mañana y al atardecer alguna cerveza; a centímetros de nuestra mesa junto a la puerta y casi en la vereda, desfilaban la belleza, la nostalgia, los diferentes referentes notorios o ignorados de las actividades de la ciudad. Y eso era motivo de nuestras arduas deliberaciones sobre temas tan variados como “el porqué de la mortadela bocha, el pan y el vino, junto al libro de visitas en  las muestras de pinturas de Mandové; un comentario al reciente libro de poemas y canciones de Daniel Stéfani o la estéril discusión que se planteaba entonces entre los que defendían como música de Misiones al chamamé y los que otorgaban esa calificación a la galopa y al chotis.

 En ese improvisado confesionario, Ernesto,  a poco de sentarse empezó a desgranar recuerdos y la resignada oración “Ayer la vi” en referencia a esa ex amante o novia o amor de hacía treinta años que había visto en la plaza y que había encontrado ajada, vieja. Escuchamos la historia que Ernesto decoraba – con hasta innecesaria insistencia, pero lo comprendíamos pues cada uno de nosotros al llegar a esta capital misionera habíamos quedado deslumbrados por el contraste que ofrecen los distintos árboles de la ciudad en la que también abundan los plátanos, antiguos y arruinados sin flores y llenando,  como en una postal de otoño,  las calles y veredas céntricas con hojas caídas, con la pintura de la floración de las variadas especies que existen en esta ciudad (nueva para él también) y con recuerdos de la que llamaba la “ciudad vieja” desde donde había venido como nosotros. Daniel – iguazuence al fin -,  lo miraba como percibiendo que detrás de la historia contada había otra historia que el vendedor de libros no nos contaría jamás. Porque es cierto, nadie sabe la verdad de una historia salvo el que la vivió; aunque el relator jure que dice la verdad y nada más que la verdad, la pura y única verdad, “algo”, tendrá siempre la historia, que no se puede o no se quiere contar.

Javier cerró un vetusto ejemplar de la obra de José Hernández (cuenta él que “encuadernado en cuero de venado tuerto” (SIC),  que le había vendido “ese flaco que tiene su puesto de libros usados en la ventana de un viejo edificio abandonado cerca de la vieja terminal o en la feria de artesanos del Paseo Bossetti y miró fijo a Ernesto para preguntarle… “¿La amaste mucho?”

La pregunta sonó en la reunión como un estallido. Todos habíamos querido preguntar, pero creímos más prudente callar y hacer conjeturas en silencio. Javier siguió, “Porque mira que después de treinta años reconocerla a pesar de la edad no es fácil loco, no es fácil”.

“Y si ella ni te miró, ni te habló, te lo juro, no entiendo...”, agregué casi sin darme cuenta y a pesar de haberme jurado permanecer en silencio.

Ernesto tomó un trago y nos miró con una sonrisa que escondía un insulto.  “Cuando dejé de verla, creí enloquecer. Su imagen estaba tan en mí que no podía dormir”, respondió el encariñado  Ernesto. “En las tinieblas del cuarto y aún con los ojos cerrados aparecía hasta hace poco su cuerpo de muchacha bella y radiante simbiosis de garza y azucena, mezcla de mimbre y laurel, su felino cuerpo perfecto y su rostro de inocente avecilla”. “Cuando esto ocurría ya no dormía; salía a la calle y al amanecer corría de esquina en esquina, de calle en calle; miraba cada auto, cada ómnibus creyendo que iba a verla pasar. Todas las voces, todas,  eran su voz. Todas las manos,  todas, eran sus manos. Un perfume que llegara de una ventana su aroma y la ventana, la de su cuarto en mis pensamientos”.

 Ernesto seguía su oración a ninguna divinidad sin darse cuenta de lo que pasaba, “El tiempo te hiere y el tiempo te cura, dicen. Fueron pasando los meses y disminuyendo los recuerdos. Entonces empezaron a aparecer los diarios con noticias como las que decían que tales fulanos “habían sido puestos a disposición del PEN ” o sea blanqueo de secuestrados en los años 70. Buscaba desesperadamente su nombre en las listas, la suponía “chupada” en alguna de esas cárceles clandestinas. Casi voy preso y no lo fui porque soporté miles de humillaciones”.

La confesión de Ernesto continuó y el asombro nacía en nosotros. Nunca nos había hablado de todo esto: “Mi mujer – recordó-, cerró la casa un día y se fue con mi hijo sin dejar ni siquiera una carta. La búsqueda no cesó por eso. Ahora los buscaba a los tres. Y fíjate, fue mi mujer la que me encontró. Volvió conmigo y me curó en parte de la angustia de la desaparición de aquella piba con la que hice el amor en Encarnación y en Posadas”. Según Ernesto su mujer pasó de “ser esposa amante a esposa amiga. Mi hijo volvió a pescar, a jugar, a pasear conmigo. Pero seguí siempre sin poder apagar la luz para dormir.

Sé que les va a parecer mentira, pero mi mujer fue la que me dijo,  “Ayer la vi. Pasea siempre por las calles del centro con una chica…” y me apuñaló verbalmente, “… que puede ser tu hija”.

(En memoria de mis desaparecidos amigos Daniel Stéfani y Javier Arguindegui)

Fragmentos de la novela inédita “Ayer la ví”. Abad publicó además El amor de la palmera y el horquetero (2015), entre otros.

Fotografía. Natalia Guerrero

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