jueves 28 de marzo de 2024
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El tesoro de Faustina

“No es sabio el que sabe dónde está el tesoro, sino el que trabaja y lo saca” Francisco de Quevedo, escritor español (1584-1645)

domingo 21 de febrero de 2021 | 6:00hs.
El tesoro de Faustina

La posibilidad de encontrar un tesoro en la vertiente o recodo de algún arroyo fue una obsesión en mi infancia y primera adolescencia. Es un tema recurrente y casi omnipresente en nuestra provincia. El paso de los primeros conquistadores en búsqueda de “El Dorado”, el asentamiento de las misiones jesuíticas, las guerras con los países limítrofes y la existencia de ricos hacendados que debían enterrar las riquezas al ser acosados por usurpadores provenientes de las fronteras, dejaron instalado el tema.

Mi rica fantasía se vio alimentada por el programa “Cosas de Misiones la Hermosa” que escuchaba al mediodía por la radio AM LT17, en la voz de Silvio Orlando Romero y daba cuenta de anécdotas, historias y leyendas recopiladas por Sánchez Ratti. Mi ilusión infantil acompañaba cada uno de los programas que luego hacía bullir mi imaginación mientras me ocupaba de las actividades en la chacra o durante mis paseos por potreros y arroyos en las calientes siestas de verano.

La posibilidad de la existencia de tesoros estaba dividida entre mis compañeros de escuela, cada vez que salía el tema, la charla comenzaba por la refutación de tales teorías por alguno de los chicos, pero casi siempre, a partir de un largo y reflexivo silencio, alguno de los chicos comenzaba con alguna anécdota referida por sus mayores. Un argumento recurrente era el de que alguna de las familias del pueblo es rica, porque el abuelo encontró en el obraje, o en el trabajo de desmonte de la chacra, algún tesoro, que se transformó en la base de su fortuna. Con Günter, mi compañero de sexto grado, comulgábamos en la idea de salir a buscar alguna vez tesoros. Según sus tíos en la vertiente del arroyo, situado en el potrero, habría escondido algún tesoro. Afirmaban haber visto, en alguna de las noches sin luna, extraños brillos en el lugar. En una de las siestas salimos a caminar, pero nuestra frustración fue grande ya que no teníamos ni idea por donde comenzar a buscar y después de cavar varios hoyos volvimos a casa con esta sensación de haber sido aventureros, pero sin el sabor dulce de haber logrado nuestro objetivo.

En casa, después de referir nuestra aventura, el comentario de papá fue clave para mí.

—Lo que pasa es que ustedes primero tienen que buscar referencias. Son señales que dejaron los que escondieron el tesoro. Algún poste de cerne enterrado en el lugar o algún árbol marcado con inscripciones. Incluso hay que conseguir primero un mapa o algo que indique dónde está el tesoro.

Comencé con varias lecturas sobre el tema. Me hice de los libros de Julio Verne para conocer sobre la temática, en pocas siestas me leí “La Isla misteriosa”, y “Viajes al Centro de la Tierra” que tan solo alimentaron más mi fantasía aventurera. En revistas encontré algunos recortes y me informé sobre aparatos que detectan metales. Un vecino me alecciono sobre las particularidades de los tesoros escondidos en Misiones, que pueden ser develados por algún brillo dorado, si hay oro, o plateado, si hay plata. Pero al tesoro hay que buscarlo con un sentido de solidaridad, porque si se lo hace con un espíritu de codicia, éste se corre de lugar. El libro que me prestó mi abuela materna, al preguntarle sobre el tema, fue decisivo en la creencia de una posibilidad real de encontrar un tesoro. Escrito por Heinrich von Timmertahl en el año 1827 “Auf der Suche nach Schätze” (En la Búsqueda de Tesoros) daba pistas, consejos y recomendaciones sobre la preparación, la investigación previa y sobre el terreno, para la búsqueda de tesoros. Dibujos exhaustivos de mapas con lugares donde se han encontrado fabulosos tesoros de piratas, de barcos hundidos y un capítulo sobre los territorios en los cuales buscar oro, diamantes o metales preciosos. Tenía en la página 123 un detallado dibujo de la mochila y su contenido que debería llevar todo buen buscador de tesoros, lo cual me impulsó a juntar algunas herramientas, un cortaplumas y una vieja brújula, heredada del abuelo Louis, en una bolsa de arpillera guardada celosamente bajo mi cama. Con una vieja tuerca oxidada y un hilo de algodón, hurtado del costurero de mamá, me hice un péndulo cuyo uso comencé a practicar a partir de las indicaciones de la página 871.

Al finalizar séptimo grado en el colegio de las monjas realizamos un viaje a las Ruinas de San Ignacio. Aproveché esta ocasión para empaparme sobre la temática. Preste mucha atención en nuestra visita al museo, incluso pregunté al guía sobre la posibilidad de tesoros ocultos entre las ruinas. El anciano de pelos plateados se explayo efusivamente sobre el tema, alimentando aún más mi fascinación por el tema.

En mi adolescencia viví lo que se suele llamar la fiebre del oro, por momentos en mis largas caminatas por cerros, algunos arroyos, entre ellos el Caraguatay, que desemboca cerca de la isla de igual nombre en el Paraná, parecía enloquecer. La observación del medio, el tratar de descubrir alguna señal en las vertientes, mantenían ocupada mi obsesión.

Entrada en mi juventud el tema paso a un plano totalmente secundario, me había olvidado de ello, hasta que un domingo de febrero, muchos años más tarde, decidí visitar la reserva natural, en las cercanías de San Ignacio. Fui por dos motivos, por un lado, a descansar del agobiante calor que había en toda la provincia, cosa que no logré y por el otro, a buscar algo de inspiración por esos lugares en que Horacio Quiroga seguramente ha caminado en su época de Iviroraimí, para algún cuento que necesitaba escribir.

Llegué casi al mediodía a la reserva, me recibió una guardaparque con su uniforme y sus indicaciones.

—Faustina, a su servicio… —mujer joven, casi niña, después de indicarme los caminos a seguir, en el tablero de madera, me comentó que era su primer destino como guarda, una vez terminada la capacitación en la escuela de guardaparques en San Pedro. Una realidad que ella al parecer había soñado una y mil veces por los comentarios que realizó. No me demoré en la conversación ya que quería aprovechar la jornada para estar solo, caminar y buscar letras. Tomé mi sobrero, el bastón, un anotador y la botella de agua, comenzando el recorrido que me había aconsejado la joven guardiana de la reserva. Baje por el sendero hasta llegar a la playa sobre el río Paraná. Descansé sobre una de las rocas con los pies en el agua, temiendo por momentos la posibilidad de alguna Piraña o alguna Tararira, pero lo único que me molestó fueron los mosquitos.

La apacible subida al río de una barcaza arenera con un chamamé a todo volumen, me hizo recordar la canción del Jangadero de Jaime Dávalos y Eduardo Falú. Decidí continuar mi recorrido, respirando hondamente, subí los escalones hasta llegar a los ciento veinte metros de altura del Peñón. Pare varias veces para ver escurrirse al río y observar la parsimonia con que viajaba río arriba la barcaza. Al llegar a la parte más alta me demoré en contra de la baranda, de lustrada madera, mirando hacia el horizonte. Mi vista y mis pensamientos se perdieron sobre las aguas del Paraná, que con su lentitud marcaba el tiempo discurriéndose desde estas alturas.

Después de hacer una oración frente a la cruz de palo volví por el sendero sobre la cima del peñón, serpenteando entre árboles, rocas de arenisca roja y entre los helechos, que daban cuenta de la eterna humedad que hay entre las piedras a pesar de la arena.

Al llegar a la bifurcación tomé hacia las ruinas de la vieja casona que según mentas y leyendas perteneció a un tal Martin Bormann. Me fascinó este lugar ya que mi familia, venida de Alemania, tuvo alguna relación con el nacismo, pero desgraciadamente estuvo entre los perseguidos. La situación me hizo reflexionar sobre la macabra maquinaria que se puede desencadenar, a partir de la locura, que desata una sola persona, pero también a partir de la enajenación a la que se agregan miles de personas desde la ignorancia. Al llegar a la casa, entre los resquicios de piso de baldosas, me puse a buscar alguna moneda o algún objeto que revalide la presencia de este jerarca nazi en el lugar. Aproveché uno de los recovecos de la selva con vista hacia el río para hacer un alto y realizar mis anotaciones. Al recomenzar la vuelta no dejó de llamarme la atención los pozos excavados en el suelo entre los árboles. Algunos de tamaño pequeño y otros de más de dos metros de diámetros y hasta de un metro de profundidad, hechos hace mucho tiempo. El derrumbe de la tierra y la cobertura de plantas y hojas caídas disimulaban ya estos pozos, que terminaron siendo apenas irregularidades del terreno, que, si no son observados con cierta experiencia ya no llaman la atención.

Ya eran pasadas las cinco de la tarde cuando volví a la salida, la casilla de vigilancia y la joven guardaparque estaban esperándome. Lo primero fue un reproche por demorarme más de la cuenta, ya que a las cinco era el horario de cierre. Le mostré mi cuaderno de anotaciones y le expliqué que me demoré anotando algunas cosas en el viejo caserón y en las alturas del Peñón. Ella se interesó y le conté que había observado las excavaciones. Le pregunte si eran producto de excavaciones arqueológicas o de estudios de suelo.

—No, son excavaciones que hace mucho que están, posiblemente hecha por gente que busca los tesoros, que se dicen, que están escondidos en esta zona. Se afirma que hay tesoros de los Jesuitas, de los Nazis, venidos después de la guerra o posiblemente tesoros que se escondieron durante la guerra de la Triple Alianza con el Paraguay.

—¿Pero que se sabe de estos tesoros?, ¿hay o no hay?, ¿Son verdad o son solamente fabulas y mitos que se fueron gestando con el tiempo?

—Sí, hay. Es uno de los temas que discutimos mientras estudiamos de guarda faunas en la facultad. Se encontraron y cada tanto se sigue encontrando algunas ollas o vasijas con monedas y joyas. Hace poco vino un grupo desde la Universidad para realizar estudios arqueológicos alrededor de la casa de Bormann, encontraron monedas y restos de joyas escondidas debajo de lo que fue la bañadera. Se dieron cuenta por unos azulejos de color distinto que había en el lugar y al aplicar el detector de metales hicieron el descubrimiento.

—Pero esto debe ser una excepción, no creo que sea tan común que haya tesoros escondidos todavía, estas son cosas de los libros de cuento.  Me suena a una realidad de la época de Horacio Quiroga. Bueno… de niño yo creía mucho en eso —agregué tímidamente.

—Mirá… —me sorprendió el tuteo— Uno debe aprender a observar y a ver cosas que están a la vista, pero hacen falta ojos avezados. Hace tiempo que me dedico a observar ciertas cosas. Por ejemplo, hace unos días al llegar temprano a mi puesto de trabajo y hacer una recorrida, descubrí un lugar con piedras flojas donde había varios lagartos tomando sol muy temprano. Donde se juntan estos animales, en cantidad, es una señal clara que algo hay. Además, cerca del lugar hay un cerne de Quebracho enterrado que ha sido hacheado. Si te interesa necesito alguien que me acompañe, porque yo estoy decidida a remover las piedras y cavar en el lugar.

—Bueno, no tengo programa fijo para hoy, si necesita ayuda, —me salió de adentro sin haberlo pensado dos veces. Al instante se me agregó el pensamiento algo maligno: ¡Qué más puedo pedir, una chica joven, hermosa y emprendedora, que me hace una propuesta de pasar la noche con ella y encima la posibilidad de encontrar un tesoro! 

—Hagamos una cosa, usted ahora sale con su auto hasta la bifurcación de la calle que baja al Club del Río, ahí se demora un rato. Yo termino de cerrar todo y también salgo de la reserva, como que me voy a hacer compras. Después vuelvo y cuando usted me ve pasar espera un rato y entra. Deje el auto ahí debajo de este árbol. Es por si llega a haber alguna inspección.

Yo hice los movimientos pedidos y casi a las diez de la noche estaba volviendo a entrar al predio. Deje mi auto en el lugar indicado y me acerque a la casilla de la que salía una tenue luz por una de las ventanas. Faustina estaba vestida con botas, pantalón de fajina, tenía en sus manos dos linternas y una pala que me las pasó con una espontánea naturalidad.

Comenzó a caminar con una decisión sorprendente sin prender la linterna.

—Es posible que nos encontremos con algunos contrabandistas, en ese caso se acurruca a mi lado y permanece en silencio, yo sé cómo escondernos.

Después de tropezar con varios troncos y piedras mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. Mejor dicho, al tenue reflejo que venía desde el bajo del río y se reflejaba en el cielo. Tal vez era al revés, una tenue claridad que desde el cielo se reflejaba en el río y dejaba ver claramente el sendero que debíamos seguir. La brisa que subía desde el río arrastro varias veces el perfume de la joven que caminaba presurosa y decidida delante de mí. Esto dio cierto aire de irrealidad a todo. Por momentos quise volver. Pensamientos de dudas me inundaban y no estaba totalmente seguro de haberme dejado embarcar en esta aventura que se parecían a los que había fantaseado de niño.

—Acá es, —dijo después de haber bajado un largo trecho por el sendero que lleva al viejo caserón. Se desvió monte adentro como quien sigue bajando hacia el río. Llegamos a un lugar despejado, casi sin árboles. Ella removió unas ramas, troncos y hojas secas. Dejó despejadas varias piedras rojas de arenisca. Hizo silencio, como escuchando o tratando de percibir presencias inoportunas.

—Es para saber si no hay nadie cerca. Allá abajo solo se escuchan unos pescadores en una canoa. Parece que gendarmería y prefectura están guardadas ya que no se escuchan movimientos en el río.

—¿Que escuchas en el río?

—El movimiento de los paseros, ellos saben que nosotros los escuchamos, pero hoy no hay nadie. Ayúdame a remover estas dos piedras. —Lo hicimos, ella había traído guantes de trabajo, lo que facilitó la tarea.

Una vez corridas las piedras Faustina comenzó a remover la arena floja que había en el lugar.

—Parece que no hace tanto que han estado cavando acá, pero seguro que hay algo, si no, no hubiera habido tantos lagartos por las mañanas.

—Pero ¿cómo sabes que donde hay lagartos, hay algo?

—El metal o las piedras acumulan calor del sol durante el día a través de la arena y el lugar queda más tibio que el resto. Entonces los lagartos se juntan ahí porque perciben esta diferencia. Dale con la pala acá. —Me indicó, comencé a cavar arena floja por un rato, hasta que en algún momento nos encontramos con piedras de mediano tamaño. Las fuimos sacando, todo esto nos llevó varias horas.

A cada rato Faustina me pedía hacer una pausa y silencio.

—Es para escuchar si no anda nadie. —Los ruidos que escuchábamos eran de las ramas que se movían con el viento, algún canto de lechuza o de algún Urutaú que gritaba al monte su lamentable canto.

Al seguir cavando nos encontramos con tierra más dura.

—¡Ves esto no ha sido removido!, se ve que los descubrieron o dejaron de buscar antes de tiempo. ¡Ahora hay que seguir!

Mi falta de estado se hizo sentir cuando ella me reemplazó con la pala, con una destreza admirable cavó un rato largo.

—Te toca a vos, pero presta atención, cualquier ruido distinto en el palazo pará, hay que trabajar con cuidado.

Ya eran más de las tres de la mañana cuando, después de alternarnos la pala y tomar varias veces agua, que Faustina previsiblemente había traído, nos encontramos con un ruido hueco. Los dos hicimos un silencio y dudamos si seguir. Estaba exactamente a setenta centímetros debajo de la superficie.

—Playo para la situación, deben haberlo escondido a las apuradas. —El hueco había sido excavado en la piedra de arenisca y luego tapado con arena y tierra para dar más dureza a la superficie cubierta.

Ella tomó la pala y con mucha destreza siguió cavando al costado de lo que parecía ser una vasija de barro. Para reconocer bien los bordes utilizaba el tacto. Tan solo dos o tres veces encendió la linterna dentro del pozo para ver de qué se trataba.

Tuvimos que sacar una buena cantidad de arena y tierra hasta poder liberar el objeto encontrado. Resultó ser una vasija de barro de unos treinta centímetros de ancho y de unos cuarenta de altura. La tapa estaba pegada. Procedimos a cerrar nuestro pozo con cautela dejamos las piedras sobre el lugar y disfrazamos todo con hojas secas ramas y restos de leña podrida. 

El cielo estaba clareando más de lo que había estado anteriormente cuando llegamos a la casilla. Desde el río sonaron dos disparos.

—Eso son avisos, parece que ahora está liberado el río, dentro de un rato va a volver la gendarmería.

Puso la vasija sobre la mesa, debajo de un árbol y comenzó a raspar la cera que unía la tapa con el resto del cuerpo.

—Esto hay que hacerlo al aire libre por los gases que pueden estar encerrados en la vasija, —comentó. A juzgar por la cera es del siglo pasado, esto es de la época de la conquista o de la época de los Jesuitas.

Yo no pude respirar mientras ella estaba abocada a esta tarea. Cuando al fin logramos abrirlo asomaron piedras brillosas y de varios colores del interior. Cuarzos, Amatistas de color muy violeta, Ágatas y Cristales de Roca. El brillo era exagerado, como si tuvieran luz propia.

—Por suerte son piedras, son más fáciles de vender, si hubieran sido monedas o joyas habría que llevarlo a otro país y ahí se complica. Ahora con el auge de las piedras semipreciosas esto se vende fácil. Sin dudar partió el botín en dos partes, puso cada parte en unas bolsas de tela y guardó la vasija.

—Tenés dos posibilidades, te llevas tu parte, o te lo pago cuando las venda. A la vasija la voy a llevar al museo del pueblo. Prepara un mate, que yo me voy a dar una ducha.

Cuando Faustina apareció recién bañada, con una sonrisa amplia, el pelo mojado y tapada tan solo con un tallón, ya la decisión estaba tomada.

—Me quedo hasta que vendas todo y después vemos que hacemos, —fue mi comentario mientras le alcanzaba un mate y me preparaba para entrar a la ducha.

Inédito. Von Hof tiene publicado los libros De letras y tierra roja, Siesta en el río de los pájaros, De letras y anotaciones al margen, entre otros.

Waldemar von Hof

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