El juicio

(Basado en el cuento “La medias de los flamencos” de Horacio Quiroga)
domingo 21 de febrero de 2021 | 6:00hs.
El juicio
El juicio

ucedió hace muchos años que una gran peste había azotado a la selva y a los hombres, mujeres y niños que habitaban a sus alrededores.   Los más memoriosos aún recuerdan que fue tal su ferocidad, que diezmó a más de la mitad de la población, dejando secuelas varias en aquellos que la sobrevivieron.

Los únicos que parecían estar a salvo, eran los animales que la habitaban, no porque no pudieran contagiarse, sino que para que ello sucediera, debían tener contacto con los humanos; y éstos estaban confinados en sus ranchos debido a la plaga que los acechaba.

Las crónicas de aquellas épocas aún recuerdan la gran hambruna que sobrevino a la peste, ya que todo se había paralizado.  Los pocos almacenes que existían, se iban cerrando de a uno debido a la falta de provisiones.  La precariedad de la salud de la población, hacía imposible pensar en trabajar o en cazar.  Para colmo de males, los centros de salud estaban demasiado alejados y las curanderas de la zona se declararon incompetentes, demostrando su total impericia en esta cuestión.  No por falta de empeño precisamente, ya que habían hecho diferentes conjuros,  brebajes a base de yuyos y encendido velas a todo santo o muerto del que tuvieran memoria.

Pero lo que era motivo de desgracia para unos, era razón de felicidad para otros.  Mientras los hombres y sus familias sufrían, los animales festejaban.   Desde que había comenzado la peste, finalizaron las sangrientas cacerías y todos los habitantes de la selva podían transitar libremente, sin miedo a ser depredados por aquellos que tanto daño les habían hecho en el pasado.

Para celebrar este gran acontecimiento, las víboras decidieron reeditar un gran baile que habían efectuado hacía algunos años atrás.  Por ello, pensaron en invitar nuevamente a sus viejos conocidos.  Sapos, ranas, yacarés y peces volvieron a ser convocados inmediatamente por las anfitrionas.  Sin embargo, mucho se discutió si los flamencos debían volver a ser de la partida, dado el fiasco que habían protagonizado la última vez, al usar medias confeccionadas con sus primas, las víboras de coral.   Las lenguas bífidas de las organizadoras, no dejaron argumento sin esgrimir:

Son tontos y carentes de gracia -  decían algunas.

El tamaño de sus picos es proporcional a la magnitud de su envidia - murmuraban otras.

No sirven para nada y encima se pasan el día entero quejándose en el agua - rezongaba una que los habían mordido.

Luego de tantas diatribas una yarará, que era la de más edad, indicó:

No debemos ser rencorosas y tenemos que darles una segunda oportunidad.  Quizás el tiempo transcurrido los haya hecho reflexionar.  Sino fíjense en nuestro caso, que todavía cargamos con la culpa por el accionar de una pariente en tiempos bíblicos.

Esta última frase caló hondo entre ellas, quienes a pesar de los reparos formulados, sabían que había mucha verdad en aquella sentencia.  Y, como siempre tuvieron espíritu corporativo, decidieron darles una nueva oportunidad a los flamencos. 

Las desgarbadas aves rosadas recibieron la invitación con sorpresa primero y desconfianza después.  En sus retinas todavía estaban grabadas las imágenes de aquel nefasto día, en las que sus adoradas medias eran destrozadas por las mordidas enloquecidas de sus serpenteantes compañeras de baile.  Y como si eso no fuera suficiente tormento, sus patas aún ardidas y de un rojo fuego,  reforzaban con un dolor permanente aquel infortunio.

Los flamencos dudaron al inicio, pero finalmente terminaron aceptando el convite, dado que anhelaban reivindicarse de aquel papelón, por el que aún hoy eran señalados.  Ya no soportaban más las miradas  y risas burlonas que los convertían invariablemente en el blanco preferido de la mofa de sus vecinos.

Esta vez, no podían fallar.  Uno de los flamencos leyó la invitación con atención, cosa de no dejar ningún detalle librado al azar:

Se los invita a participar de nuestro baile anual, el cual se realizará a orillas de la laguna a finales de la primavera.  El horario de apertura será a la salida de la luna llena.  Todos deberán vestir de manera casual y la cena será a la canasta. 

Los flamencos que tenían fama de tontos, leyeron la nota tantas veces, que a lo último se la sabían de memoria.  En las semanas previas a la fiesta se distribuyeron las tareas.  Un grupo estaría a cargo del maquillaje y peinado, ya que en esta ocasión el vestuario no sería un problema; mientras que otros buscarían la comida para la cena.  Los primeros se esmeraron y tomaron con máxima responsabilidad su tarea.  Consiguieron peines de mono para cepillar las plumas rosadas de toda la comitiva y barro ñaú para delinear sus cejas y alicaídas pestañas.  Con baba de caracol pintaron sus pies, que estaban hechos un desastre de tanto permanecer en el agua.   Con el polen que habían recogido de las flores, lograron atenuar el rojo de sus piernas que tanto los incomodaba.  Como eran muchos para peinar y maquillar, se pasaron días en aquellos quehaceres sin advertir que el tiempo transcurría.  En vísperas de la fiesta, todos los flamencos lucían radiantes.  Sus plumas estaban batidas tan prolijamente, que parecían sacones.  El maquillaje de sus patas fue tan bien realizado, que lejos del rojo de antaño, ahora se veían como tornasoladas.   Se sentían seguros de que nadie se había esmerado tanto como ellos para impactar a los demás y revertir así la triste imagen que tenían de su grupo.

El día previo a la gala, se dieron cuenta de que faltaba un pequeño gran detalle por resolver.  Con tantos preparativos, se habían olvidado de la comida y ya no había tiempo para salir a buscarla en la selva.   La lechuza observaba la escena desde los árboles con mucha atención.  Como era la única que no había sido invitada a la fiesta por las víboras, porque había matado a sus primas de coral y engañado a los flamencos, decidió cobrar venganza.

Ante la desesperación de los plumíferos, que otra vez veían amenazada su participación en el evento, la lechuza con malicia vociferó:

Yo sé de dónde pueden sacar comida y bebida.

¿De dónde? – indagaron, incrédulos los flamencos.

De los ranchos que han dejado abandonados los hombres.

¿Pero no hay peligro en ese lugar?

Antes cuando vivían allí sí, pero ahora se han marchado, dejando sus cosas debido a la peste.  Así que pueden ir tranquilos y llevarse todo lo que necesiten.

Los flamencos que eran poco memoriosos, no se percataron del ardid de la lechuza, que motivada por la envidia de no haber sido invitada, nuevamente los ponía peligro, pues la peste se transmitía no solo por el contacto con los humanos, sino también por las cosas que éstos hubieran tocado.  Y como los flamencos nunca estaban al tanto de las noticias de la selva y solo se la pasaban murmurando por sus patas ardidas, fueron nuevamente las víctimas perfectas de aquel embuste.

Apremiados por la falta de tiempo decidieron ir al pueblo abandonado y surtirse de lo que allí pudieran encontrar.  Cuando llegaron al rancherío, lo encontraron desolado tal cual había indicado la lechuza.   Como tenían poco tiempo, cada flamenco fue a una casa distinta y se llevó lo que le parecía de utilidad.   Uno encontró “charotos” armados con tabaco a rosca y chala y pensó que podía ser del gusto de los yacarés que solían fumarlos.  Otro halló jugo de uva fermentado que estaba almacenado en unos pequeños toneles y tuvo la certeza de que sería un excelente aperitivo.  Y finalmente los últimos se toparon con unas bolsas de arpillera repletas de semillas de maíz, que los residentes no habían llegado a plantar debido a la peste.  Con esas provisiones sería más que suficiente para darse un verdadero festín.  Tenían algo para tomar, comer y hasta una “yapa” para despuntar el vicio.

El gran día había llegado y los flamencos tenían todo resuelto.  Desde el mediodía y hasta la tardecita, las chicharras cantaban enloquecidas una especie de pregón monocorde, que les recordaba la importancia de aquel evento. 

Las víboras que siempre se habían caracterizado por ser excelentes anfitrionas, esperaban puntualmente a los invitados en el portal de ingreso, al que se accedía por un túnel de tacuaras.  Ya en el lugar, un sendero blanco señalizado por las flores conocidas como “damas de noche”, cuya fragancia y hermosura eran inconfundibles, conducía a los invitados a las diferentes mesas.  Éstas estaban hechas con hongos gigantes, los que se distribuían estratégicamente a los pies de los grandes árboles, que actuaban como mojones.

Decenas de irupés ubicados sobre el agua, contenían tragos de mburucuyá servidos en copas hechas con flores de campanillas, que las ranas y sapos hacían circular como si fueran bandejas.   A pocos metros,  los yacarés transportaban sobre sus lomos a las parejas que deseaban dar vueltas por el lago a la luz de la luna.  Luego del paseo, como si fueran experimentados gondoleros, con sus colas haciendo de timón, llevaban a los enamorados nuevamente a la costa.

La orquesta estaba a cargo de unos monos carayás, que habían practicado ritmos tropicales con tacuaras y calabacines.   Los habían contratado, bajo la condición de que no cantaran, ya que sus desafinados aullidos eran espantosos.  A su diestra, se ubicaba un coro compuesto por decenas de loros que canturreaban cosas inentendibles, pero que le ponían clima festivo a la reunión.

Las víboras que no dejaban nada librado al azar, habían contratado como personal de vigilancia, a unos tigres que no permitirían que ningún humano se acercara al lugar.  Si bien esto no ocurría desde el comienzo de la peste, todos los animales sabían que el menor contacto con ellos, les traería nuevamente desolación y muerte.  Todos lo sabían,  excepto los flamencos, que siempre estaban ensimismados en sus cosas, sin prestar demasiada atención a lo que pasaba a su alrededor.  Las rosadas aves estaban eufóricas y llegaron en caravana a la fiesta, transformándose inmediatamente en el centro de todos los comentarios.  Lucían impactantes con su plumaje y hasta sus patas estaban diferentes ante la mirada incrédula del resto de los invitados.  Además, venían con un impresionante cargamento de provisiones para compartir con los demás.  Ninguno de los presentes había traído tanta comida como los flamencos.  Parecía que la tan ansiada reivindicación llegaría en esa jornada, luego de tantas lunas de amarguras.

A medianoche, después de que todos ya se habían hartado de comer, beber, fumar y bailar, una rara sensación comenzó a invadir a los comensales.  Algunos empezaron a sentir un calor que les subía raudamente a la cabeza hasta dejarlos mareados y al borde del desmayo.  Primero lo atribuyeron al exceso en la ingesta de bebidas espirituosas; pero luego advirtieron que era fiebre.   Otros comenzaron a perder el olfato y otros el gusto.  La desesperación comenzó a reinar entre todos los invitados, que se preguntaban cómo harían para cazar y alimentarse si no podían usar esos dos sentidos que les eran vitales.  El alboroto inicial se transformó en caos y todos se miraban de soslayo en la búsqueda de potenciales culpables; ya que nada resulta tan reparador, como el hecho de poder expiar las culpas en otro.

Las víboras se propusieron inmediatamente resolver el caso, ya que sabían que esos eran los síntomas de la peste y a manera de edicto decidieron:

De aquí nadie se va, hasta que determinemos quién o quienes violaron la prohibición de estar contacto con los humanos o sus pertenencias.

Los flamencos, que en ese momento se percataron del engaño de la lechuza, se paralizaron de miedo.  La sola idea de ser hallados culpables, les auguraba un futuro tan negro como la noche misma.  Uno a uno, todos los animales irían pasando por el interrogatorio de las serpientes; que conformaron un improvisado tribunal que buscaría al culpable.   Necesitaban desesperadamente a un responsable y no necesariamente la verdad de los hechos, que a veces es lo que menos importa en este tipo de cuestiones.  Lo realmente crucial ante los ojos de las improvisadas juezas, era que semejante aberración no quedara impune; máxime considerando que ellas habían sido las organizadoras del evento y su reputación también estaba en juego.

Todos los invitados debían en un trámite sumario, responder cuatro preguntas durante el juicio oral, bajo juramento de decir toda la verdad. 

¿Tuvo contacto con algún humano y/o sus pertenencias?

¿Qué trajo para cenar?

¿De dónde lo obtuvo?

¿Sospecha de alguien?

Las primeras en pasar al estrado, que se había montado sobre un tronco caído, fueron las abejas, que al unísono respondieron las preguntas, en el mismo orden en que les habían sido formuladas:

No tuvimos contacto con ningún humano ni con sus pertenencias.

Trajimos miel para compartir.

La miel la fabricamos en nuestra colmena.

No sospechamos de nadie.

Así fueron pasando ante el tribunal con coartadas creíbles, cada uno de los invitados, devenidos ahora en potenciales acusados.  Cuando llegó el turno de los flamencos que habían quedado para el final, uno de ellos que era el más locuaz, decidió hablar en representación del grupo para evitar así incurrir en contradicciones.  Decidido a no pasar por un nuevo escarnio público,  respondió las preguntas ante la mirada atónita de sus compañeros:

No tuvimos contacto con ningún humano ni con sus pertenencias.

Trajimos charotos, jugo de uva fermentado y semillas de maíz.

El maíz lo cosechamos de una plantación que tenemos cercana al lago y luego lo desgranamos en una bolsa.  Con las chalas sobrantes, envolvimos el tabaco que nos mandaron de regalo unos parientes de la costa y  con eso armamos los cigarros.  Finalmente, el jugo fermentado lo hicimos con las uvas que las comadrejas dejaron sin comer, luego de haberse saciado.  Las pisamos con nuestras grandes patas y las transformamos en vino luego de añejarlas durante algún tiempo en troncos abandonados, que usamos como toneles.

Eran tan convincentes sus respuestas, que hasta sus propios compañeros estaban sorprendidos, que casi terminan por creérselas.  Ahora solo quedaba una sola y crucial pregunta final por responder.

¿Sospechan de alguien? – volvió a inquirir el espartano tribunal.

Entonces, el testigo sin inmutarse declaró:

Sospechamos de la lechuza, que fue la única que no estuvo invitada a la fiesta y creemos que poseía el móvil necesario para hacer esta maldad.  Además, como tiene excelente visión nocturna, camuflándose en la oscuridad desde los árboles y sin que nadie de los presentes se hubiera percatado, pudo haber arrojado diferentes elementos contaminados por los humanos, sobre los alimentos que estuvieron servidos en las mesas.

A las víboras les costaba creer lo que decía el flamenco, ya que sabían que con sus congéneres se la pasaban todo el día en el lago; pero como estaba bajo juramento de decir verdad, no les quedaba más remedio que aceptar sus dichos. 

Luego de haber escuchado todos los testimonios y alegatos, el tribunal sentenció como culpable a la lechuza, indicando su búsqueda y posterior captura.  No les fue difícil llegar a ese veredicto, el que estaba fundado más en rencores del pasado, que en pruebas concretas.

Lo que nunca se percataron los ofidios fue que, como los flamencos no tienen dedos, habían cruzado sus patas – posición habitual en ellos – para romper el juramento de decir la verdad y evitar así una segura condena.  De este modo no despertaron sospechas y demostraron que no eran tan tontos como todos pensaban.

Con los primeros albores del nuevo día los flamencos fueron exonerados y aunque sea por una sola vez en sus vidas, sintieron que se había hecho justicia.

1° Premio del “VIII Concurso Internacional de Cuentos en Homenaje a Horacio Quiroga” con la Temática “Cuentos de la Selva en Pandemia”  – Edición 2021. Dacher es realizador de documentales. Reside en Leandro N. Alem

Marcelo Horacio Dacher

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