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Doña María

domingo 21 de febrero de 2021 | 6:00hs.
Doña María

Doña María, la viejecita que vive en el terreno de Roger, al pie del cerro de la costa argentina que está frente a mi boliche, es una vieja extraordinaria. Es la curandera de la región, y camina buena parte del día visitando a sus enfermos. No se cansa, aunque tiene seguramente más de ochenta años. Menuda, encorvada, flaca, muy arrugada, no revela la energía que contiene. Lava la ropa de Roger, y le hace la comida cuando él baja del cerro. Le cura el dolor de muelas y el de cabeza por medio de pases mágicos, yuyos y cigarros raros. Ayuda a nacer a todos los chicos que llegan en el Teyucuaré y en la costa paraguaya, y los bautiza. Fabrica cedazos y canastos con corteza de tacuapí, y los vende. Pero jamás acepta dinero, sino regalos, y su rancho está siempre bien provisto de comestibles.

Es de carácter alegre y resulta muy agradable su compañía. Siempre tiene algo que contar, pero nunca cuenta dramas, o los cuenta de tal modo que parecen comedias divertidas. A veces viene al boliche a comprar yerba y azúcar, y de paso se interna en los montes en busca de tacuapí para sus canastos. Cruza el río en la canoa de algún vecino o en la de Roger, aprovechando algún viaje de ellos, y ella gobierna con la pala, como el más ducho. Suele traerme chipas para tomar con mate, y se sienta en la cocina a contarme cuentos y darme noticias de todo lo que ocurre en Teyucuaré. Habla mal el castellano porque es brasileña de Río de Janeiro, y no se llama María, sino Leopoldina d’Acunha de Souza, nombre que perdió el día que arribó a estas tierras de oído guaraní y de dicción simple. Hace 40 años que se llama “doña María Aranda”. Aranda es su actual marido mucho más joven que ella, de unos sesenta años, y también alegre y sano. Solo que éste, a veces, toma caña más de la cuenta y pierde la plata que rara vez gana, cosa que hace rabiar a doña María; entonces, ese día no le arma sus cigarros de hoja o de chala; fuma ella sola.

 

Tomó parte activa en la revolución brasileña de 1889, cuando el derrocamiento de Pedro II. Era monárquica, y sentía un odio profundo por el general Fonseca. Su marido, Souza, murió peleando en defensa del emperador, y ella sirvió a los leales mientras fue posible hacer algo. Contaba a la sazón unos treinta y cinco años de edad, era fuerte y tenía condiciones de artista. Disfrazada de rústica campesina, con un pañuelo que le cubría casi toda la cara, su cara de rasgos finos y cuidados que la delataban, manejaba un carrito y atravesaba grandes regiones llevando partes y mensajes verbales. Hasta que la descubrieron y escapó milagrosamente de ser fusilada. Llegó a Río Grande do Sul. Y allí se ofreció para traer armas en una carreta hasta cerca de la costa del río Uruguay. No sabía manejar bueyes, pero en ese viaje aprendió. A mitad de camino la alcanzó un hombre a caballo, el que al verla sola quiso sobrepasarse, y ella le hundió la picana en el vientre. Llegó de noche con las armas, en el momento en que los suyos eran derrotados, y para salvar su vida tuvo que cruzar el Uruguay a nado. Fue así como vino a Misiones doña Leopoldina d’ Acunha de Souza.

Años más tarde, establecida en la costa del Alto Paraná, conoció a un muchacho correntino que trabajaba en el ingenio azucarero del general don .Rudecindo Roca, hermano de don Julio, instalado cerca de Santa Ana. Se llamaba Juan Aranda; era buen mozo y activo. Y desde entonces están juntos y viven en la región.

Dice que tuvo hijos.

-Ya estão velhos, mais se não mortos.

 

Un día me enfermo. Una puntada en el costado izquierdo, a la altura de la base del pulmón, me dobla hacia ese lado y me dificulta el respirar. La pleura, seguramente. Sube la fiebre y tengo que acostarme. Me ataca la tos, y cuando toso parece que se me rompe el cuerpo: el dolor es agudísimo.

Esa misma tarde, un cliente lleva la noticia a doña María, y ella cruza el río sola, paleando en un guaviró, la piragua que usa Aranda para pescar.

-Não está bem, parece.

Sin esperar respuesta desata un pañuelo y saca de él unos paquetitos.

-¿Onde doe?

-Aquí.

Me unta las costillas con un mejunje grasoso y maloliente. Después va a la cocina y trae ceniza en una pala, la pone en el suelo, al pie de mi catre, me pide un pañuelo, me coloca éste extendido sobre el pecho y dice palabras que no comprendo; después lo retira cuidadosamente, lo dobla, lo esconde bajo la ceniza, y se pone a dar vueltas alrededor de la pala, mientras reza en voz muy baja.

-Amanhã vae estar bem -me dice, con tanta seguridad que me convence.

Y doña María se va. Es noche oscura, pero eso no importa; ve bien, y hace muchos años que maneja guavirós en el Alto Paraná, de día y de noche, en la calma y bajo la tormenta.

Al día siguiente empeoro, y por la noche ya casi no puedo respirar. La paso sentado, con la boca abierta, necesitando aire. Kalevala me mira, se cansa y se duerme en su silla.

Cuando amanece abre los ojos y me observa. Estoy igual.

-Iré a Cantera por el médico -me propone.

-No vayas - le contesto—; prefiero a doña María.

Es que mi amigo, el médico de Cantera, es un médico hecho en la guerra paraguayoboliviana, y yo conozco toda su ciencia y un poco más. Verdad es que si no me curo yo solo, no me cura doña María; pero si ésta no me cura, menos me curará el médico de Cantera.

Kalevala va entonces por doña María. Ésta trae ahora otros remedios: yuyos y unos cigarros en cuyo tabaco ha mezclado ciertas raíces que ella sabe. Me toca las costillas, y me dice:

-Pasmo.

Prepara la infusión y me la hace tomar; después enciende uno de sus cigarros y, quieras que no, tengo que fumarlo.

-Com isto é que vai poder respirar.

 

Tres días después, cuando ya me considero casi muerto, empiezo a mejorar. Y al fin puedo levantarme, aunque siempre me duele el costado; y cuando respiro siento algo así como ruido de dos suelas lustradas que se frotan atrancándose. Doña María viene a verme, y me dice:

-¿Viu como o curei?

Más tarde, en cuanto puedo realizar sin peligro un esfuerzo mayor, voy a ver al médico de San Ignacio.

-Bueno, amigo -me dice luego de auscultarme detenidamente-, ya pasó el peligro; es pleuresía; de las gracias a Dios por haberse salvado.

La noticia de que doña María me arrancó a la muerte corre por el Teyucuaré y por lejanos alrededores. Ella, con voz reposada y entonación modesta, dice:

-Quero muito a don César, ¿cómo ia deijalo morrer?

Del libro Aguas Turbias. Germán José de Laferrere (su nombre real) escritor, periodista, diplomático, residió en Misiones entre 1932 y 1942. Publicó libros de cuentos y novelas. Falleció en 1952

Ilustración: “Canoas en el Paraná” del pintor Rolando Manavella

Germán Dras

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