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Desde el umbral

domingo 14 de febrero de 2021 | 6:00hs.
Desde el umbral

¡Hoy fue un estupendo día! —exclamó mientras caminaba rumbo a su casa. El sol comenzaba a ocultarse en el poniente, formando una perfecta medialuna color naranja.

Las calles de Heraclión estaban repletas a esa hora. Las aguas surcaban sutilmente, movidas por un gélido viento mediterráneo. En la gran isla cretense se puede divisar el mar desde casi cualquier punto.

Mientras iba caminando, pasando inadvertido entre tantos transeúntes, se decía «¡Mejor que no me reconozcan! No soporto andar fingiendo amistades». Sus piernas daban enormes zancadas. La tersa camisa blanca estaba empapada en sudor cuando se paró frente al océano y suspiró.

—¡Te extraño! —Ese día, visitó el acuario nuevamente, con esos peces nadando armoniosamente en las cálidas aguas. Que tranquilidad transmitían aquellos seres, y aunque con gusto se habría quedado observando aquel paisaje, no pudo. El guardia se había acercado hasta él lentamente para decirle:

—Señor Argus debemos cerrar, puede venir mañana si lo desea. —La voz pastosa del guardia de seguridad se parecía al de una grabadora que repetía diariamente aquella frase.

Cuando llegó a su casa se sentó pesadamente sobre el sofá. Intentó tomar una bocanada de aire mientras pensaba «¡No existe lugar en el mundo mejor que aquel!» recordando el acuario.

Sin dudas, los tres meses que estuvo en reparación fueron tres siglos atados al calvario. A sus cuarenta y cinco años la vida se encargó de darle las mejores batallas, demostrándole que era un buen soldado. Ahora ya se sentía un poco cansado, a eso le debía agregar que en casa nadie lo esperaba.

Los últimos años trató de superarlos como pudo. La muerte de su esposa fue un golpe duro. Era tan jovial y vital, con sus rizos claros y unos labios carnosos que siempre estaban dispuestos a besarlo. Sin embargo, una maldita arritmia cardíaca acabó con su vida súbitamente, arrebatándole la suya en aquel mismo día. Aún no acostumbraba a estar sin ella. Algunas noches estiraba los brazos, intentado cubrirla con el cuerpo, atusarle el cabello sedoso mientras reía, pero, el frío de la soledad lo hacía recapacitar. «¿Iba a ser niño o niña?» Se preguntaba todos los días por aquel retoño que ella llevaba en su vientre.

 Lo hubiese encantado conocerlo y juntos poder caminar bajo las estrellas, pero no, nunca imaginó que se encontraría solo y sin amor.

¿Amor? Esa palabra la excluyó de sus pensamientos hacía tiempo. Lo que más se aproximaba a la felicidad era aquel acuario. Y por suerte su ingreso volvió a ser permitido. Antes de cerrar los ojos tomaba de su mesa de luz una fotografía y se preguntaba «¿Quién será este?» Todas las noches decía lo mismo al ver la fotografía que había encontrado casualmente en unos de los bolsillos de su sobretodo unos días atrás.

—Su rostro me parece familiar, de algún lado lo conozco… —Al decir estas palabras se dormía. La escena empezaba a convertirse en una despiadada rutina.

La mañana siguiente fue como todas las demás. Despertó temprano y fue directo al acuario. Durante horas observó los pulpos, las tortugas, y el que más le gustaba, un pez de la especie “pavo real”, llamado Simón.

Pero ese día al salir del acuario sucedió algo impensado. Le pareció ver un rostro familiar por lo que inmediatamente llevó la mano al bolsillo del saco y extrajo la vieja fotografía ¡Era él! La joroba nasal, las espesas pestañas, su piel oliva y sus cabellos negros, ¡definitivamente era él! Decidió seguirle cautelosamente por varias cuadras, hasta que el individuo repentinamente ingresó a una casa.

Se plantó sobre sus pasos y quedó atisbando desde el umbral de una casa abandonada. No se atrevió a enfrentarlo, ahora sabía que existía, y donde podría encontrarlo. Dio media vuelta y se marchó. Esa noche fue imposible conciliar el sueño pensando en aquel sujeto ¿Quién será? ¿Cómo se llamará? ¿Por qué motivo tenía una fotografía suya?

Al siguiente día, luego de salir del acuario fue hasta el lugar nuevamente. Esperó durante horas, disfrutando del ocaso que se proyectaba ante sus pupilas. En un momento vio que aquel sujeto estaba a punto de ingresar. Juntó el suficiente coraje y marchó rumbo a la casa. Antes de tocar la aldaba, una extraña sensación se apoderó de su cuerpo, un sentimiento de advertencia impidió que continuara con sus planes. Decidió perderse, escabulléndose entre los transeúntes.

Unas semanas continuó con el mismo recorrido, y siempre se acobardaba a última instancia. Un día de otoño estaba parado nuevamente frente a la casa de aquel extraño. Se había hecho rutina quedarse un rato frente a la casa y luego marchar. La monotonía de sus días se resumía en ir al acuario, y regresar para ver aquella casa por algunos minutos. Algo lo ataba a cometer ese acto. Ese día sin embargo, parecía algo extraño, totalmente diferente a los anteriores.

Cuando gesticuló con una señal de marcharse, la pesada puerta de madera se abrió repentinamente. —¡Qué demonios! —Dijo y la curiosidad se apoderó de él. Estaba tan exaltado esperando la salida de aquel hombre. Los nervios lo carcomían. Pasaron los segundos, y con ellos los minutos, pero nadie salía «¡Qué extraño!» Caminó lentamente hacia la casa.

Cuando se encontraba en el umbral sus pasos no acataban la orden de permanecer firmes, las piernas comenzaron a temblarle intermitentemente, pero aun así dijo:

 —¡Buenas tardes! —Su voz se propagó con un triste eco por cada una de las habitaciones. Nadie contestó, por lo que volvió a insistir: —¡Buenas tardes! ¿Hay alguien en la casa?

En ese instante el grito de una mujer se escuchó desde el fondo del recinto. Apretó fuerte el puño y rompió a correr en la dirección proveniente a la voz. En la sala no estaba. Caminó deprisa a la cocina y tampoco había nadie.

Las pulsaciones incrementaban. Subió corriendo las escaleras al escuchar nuevamente el estrepitoso grito desgarrador. En la primera habitación no se encontraba nadie. Fue hasta la segunda y comprobó que el picaporte estaba sellado.

 Ladeó la cabeza para ir al tercer cuarto cuando un grito casi rompió sus tímpanos «¡Socorro!» Se escuchó tan nítidamente que él se dijo: —¡Es en esta habitación! —Volvió a intentar abrir la puerta de madera, esta vez, de una forma violenta, pero no cedió.

Retrocedió un par de pasos dispuesto a abrirla por la fuerza. De un golpe rompió la cerradura. ¡Qué extraño fue ver aquello! Mil imágenes se acoplaron en su mente, los recuerdos lo asfixiaron con paroxismos de dolor.

Todos los olores del pasado los podía volver a sentir. El delicioso aroma del pan de su madre, el café que tomaba con los compañeros de universidad. La mujer continuaba gritando incansablemente con un cuerpo tendido entre sus brazos. Los enormes bucles negros de ella, escondían el rostro de aquel hombre. Automáticamente se acercó para socorrerla y lo vio.

El joven rostro de aquel hombre era el suyo, el de la fotografía era él. Sin embargo, aquellos ojos negros ya no podían ver, estaban muertos.

Batista reside en Posadas.  Es Profesor en Historia. Participó en “Antología - Sadem Joven”, publicada 2019.

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