Y un día terminó la (breve) utopía de que la pandemia nos haría mejores

lunes 25 de enero de 2021 | 6:04hs.

Militancias antivacunas y anticiencia. Disputas partidistas, ideológicas. Multimillonarios que incrementan sus fortunas a costa de un desastre humanitario. Acaparamiento de vacunas de los países más ricos. Trabajadores de la salud exhaustos. Violaciones a los derechos humanos. Indolencia de muchos gobernantes. Irresponsabilidad de muchos medios de comunicación. Desigualdad y pobreza que se expande en todas las latitudes.

Y muertos. Sobre todo, muertos.

El estremecimiento colectivo que hace casi un año provocaban las cifras de contagios y fallecimientos por coronavirus dio paso a una indiferencia social difícil de entender, de explicar.

Ya murieron más de 2 millones de personas. Estamos cerca de los 100 millones de casos. Son millones de familias sin consuelo. Más los pacientes recuperados con secuelas todavía imprecisas.

¿Por qué no hay una conmoción mundial? ¿Por qué las campañas contra las vacunas, en lugar de decrecer, se fortalecen? ¿Por qué, sin importar el país del que se trate, oficialismos y oposiciones se enfrascan en debates con sesgos partidarios, ajenos al desasosiego que padece gran parte de la ciudadanía?

En Argentina, un juez le ordena a un sanatorio que suministre dióxido de cloro a un paciente. El paciente muere. Aflora la indignación. ¿Cómo es posible que un juez avale tratamientos que no sólo no están autorizados, sino que son peligrosos? Pero la desinformación sobre los falsos “tratamientos alternativos” se propaga, a veces con el respaldo de los propios gobernantes.

Ahí tenemos el caso de Brasil. Jair Bolsonaro se resiste a las vacunas y promueve la hidroxicloroquina. Sus seguidores producen un video musical adornado con orgullo patriótico en el que exigen “tratamientos precoces” con sustancias que ponen en riesgo la salud.

Mientras tanto, los hospitales de Manaos se quedan sin oxígeno para pacientes de Covid. Sin sorpresa alguna, Bolsonaro responde con plena indiferencia. Desde Venezuela, que padece su propia crisis humanitaria desde la era precoronavirus, llegan los preciados suministros.

En Perú, las unidades de cuidado intensivo también están colapsadas. Hay tensión ante el creciente aumento de casos. Médicos convocan a una huelga nacional porque no tienen garantías para trabajar, ni vacunas. Se mantiene el toque de queda de las once de la noche a las cuatro de la mañana. La preocupación no es muy distinta en el resto de América Latina, en donde la mayoría de los países todavía no tiene vacunas aseguradas.

La catástrofe no es sólo sanitaria. Más de siete mil hondureños salen de su país a pie, en una caravana que intenta cruzar Centroamérica, y México con destino final a un Estados Unidos en el que Donald Trump dejó como principal legado una democracia erosionada.

En Viena, una multitud sale a bailar y abrazarse sin barbijos ni alcohol en gel ni distancia social. “La pandemia no existe”, es el lema negacionista que recorre la Plaza de los Héroes. Se repite cada tanto en cualquier marcha contra las cuarentenas en gran parte del mundo.

Estas son escenas de los últimos días. Ni siquiera es un reporte exhaustivo, apenas imágenes de la tragedia en la que estamos inmersos.

La pandemia no discrimina. Ya se contagiaron líderes de todos los signos políticos.

Las redes sociales se han convertido en obituarios colectivos, en espacios de descarga ante el dolor de ausencias repentinas.

Y a todo esto, ¿qué estamos haciendo cada uno de nosotros? ¿Nos basta con criticar a los políticos, a los gobiernos? ¿Pensamos, asumimos, ejercemos la responsabilidad que nos toca? ¿O nos conformamos con la queja y el pesimismo?

Marcela Turati, una de las mejores periodistas de América Latina, se preguntó qué hacer para responder a este momento. Y ella misma se respondió con una cita de la filósofa estadounidense Donna Haraway: “La lista de problemas es inmenso: seguir con los problemas, con buen corazón, de manera colectiva, unos con otros, no con espíritu cínico ni optimista sino viviendo entrelazados, para ayudar a generar un ahora más robusto, un presente más resistente. No se trata de pensar de manera futurista ni de resolver problemas sino de seguir unos con otros, de vivir unos con otros para una curación parcial, para abrir posibilidades y seguir con el problema. Necesitamos contar historias para conectar todo esto, para abrir la imaginación para todo aquello que puede ser aunque no lo sea todavía”.

Ya quedó demostrado que a este colectivo que llamamos Humanidad la pandemia no nos volverá mejores, como soñaron tantos al principio del desastre. Ojalá trabajemos, entonces, para que tampoco seamos peores.

Por Cecilia González. Para RT en Español

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