Venganzas SL

domingo 24 de enero de 2021 | 6:00hs.
Venganzas SL
Venganzas SL

Al subsuelo se llegaba por un montacargas, estibador torpe que asomaba siguiendo una línea de cagadas de ratas y polvo de estrellas muertas. Había que caminar mirando al suelo, unos agujeros negros perforaban el embaldosado, piletas con charcos de agua estancada. Rollos de telas, decenas de bobinas de franela, lino y algodón apiladas contra los muros agrietados y mugrientos. Capas de pintura, óxido y humedad. Revoque desnudo que dejaba a la vista ladrillos de barro cocido, retazos de piel cancerosa de tejedoras y salivazos de obreros tuberculosos.

Alquilar el sótano de una fábrica abandonada en el barrio de Constitución en Buenos Aires, por los años noventa era una ganga. La oferta de grandes superficies inútiles, depósitos de mercaderías para gastronomía industrial, artículos de limpieza o confección textil era desesperada. Hacia 1992 el país se desguazaba al mejor postor, por una paga extra se conseguía cualquier cosa. Comprar un hospital público o vender armas burlando embargos de las Naciones Unidas.

Coimeando negociaron la línea telefónica al toque, la centralita para derivar las llamadas la compraron usada por Segundamano, las veinticinco grabadoras de casetes llevaron un poco más de tiempo. En unas dos semanas todo el equipo estaba montado. Entonces comenzó el trabajo de difusión. Diseñaron unas pegatinas autoadhesivas, las imprimieron y comenzaron a infectar los vagones del subte, los colectivos, las estaciones de trenes, las góndolas de los supermercados, por donde pasaban estampaban su mensaje. Claro, simple y entrador: Llame y denuncie. VENGANZAS SL es la solución. A continuación, un número de teléfono.

Se dieron maña para que la catacumba de los talleres donde se confeccionaba ropa antes del aluvión de las quiebras metódicas, fuera la sede de su empresa. El teléfono comenzó a sonar a los pocos días de pegotear las primeras cien calcos, la centralita se activaba automáticamente y derivaba la llamada a una de las caseteras, de inmediato la cinta comenzaba a grabar la señal de voz, en una hora las veinticinco grabadoras en sincro, ya estaban registrando acusaciones, delaciones o mentiras vulgares.

El circuito funcionaba, aunque tenía sus complicaciones. El conmutador se paralizaba, las cintas de los casetes se trababan, una máquina estallaba, incidencias lógicas de la tecnología analógica de aquellos años. Cada comunicación estaba programada con un sistema de interrupción instantáneo. Al cabo de cinco minutos, la llamada se cortaba y daba lugar a una nueva entrada. El horario de trabajo se extendía entre las diez y las tres de la mañana. Variables cualitativas como la soledad y el vino determinaban esta dinámica. Con el tiempo perfeccionaron técnicas para no perder el tiempo y descartar una grabación a los pocos segundos de haber comenzado a escucharla. Tópicos de bloqueo a la cabeza de la censura: arrastre alcohólico de las palabras, balbuceos que superaran los treinta segundos, carraspeos, llanto, afonía, más de tres estornudos seguidos, flemas vomitivas y, por supuesto, iniciar una frase con: el vecino, mi hijo, mi hija, me siento, creo que, aunque no lo vayan a creer, lo juro por, Dios no lo permita, la culpa de todo, me voy a morir… Y cosas por el estilo.

La oportunidad de negocio se basaba en una hipersensibilidad auditiva, no confundir con el oído absoluto de Charly García, que ambos compartían. Percibían más allá de las palabras que escuchaban, nada de gracia extrasensorial, lastimaba. El doctor Oliver Sacks no se desternillaba de risa cuando escribió “Veo una voz”.  Porque lo que la gente contaba por teléfono, se transformaba en imágenes dentro de la cabeza de él y ella.

Si un audio valía la pena, uno levantaba la mano y escuchaban completos los cinco minutos de grabación. Las historias que grababan cada noche variaban, algunas eran muy simples y otras más complicadas. Una madrugada alguien denunció desde el otro lado del teléfono:

- Me mintieron, siempre creí en ellos, prometieron terminar con la certidumbre del fracaso ineludible y la incertidumbre del futuro inapelable porque nada es cómo… Las comparaciones son odiosas, pero siguen existiendo.

Él y ella se miraron, de inmediato se activó en sus cerebros la facultad de “ver una voz”. Y las palabras del delator se transformaron en imágenes mentales. 

Vieron a un hombre y una mujer desnudos que gritaban ante una muchedumbre hipnotizada. El varón era moreno, no muy alto, un poco gordo, lampiño. La compañera, una rubia más alta que él, muy delgada, bastante maquillada. Ninguno de los dos sonreía. Estaban de pie, espalda contra espalda, giraban lentamente hasta enfrentarse con la muchedumbre de una platea, entonces él chillaba:

- ¡Debemos terminar con la certidumbre del fracaso ineludible! - Volvía a rotar y le tocaba el turno a ella que aullaba:

- ¡Y luchar contra la incertidumbre del futuro inapelable!

Y vuelta a empezar. Cada vez que se encaraban con el público declamaban la misma arenga. No agregaban ni quitaban una palabra. El lugar era un hemiciclo, como son las Cámaras de Diputados o de los Lores, con balcones y estatuas muy grandes. De pronto un hombre saltó desde la galería más alta y cayó a horcajadas sobre la grupa de un centauro de mármol, la fuerza del impacto le reventó los testículos, pero sin inmutarse levantó un puño y gritó:

- Eso. Hay que terminar con la certidumbre del fracaso ineludible y la incertidumbre del futuro inapelable porque nada es como…

Luego se desvaneció, antes que cayera al suelo dos mujeres vestidas con uniformes anaranjados lo acostaron sobre una camilla y llevaron hacia unas puertas de bronce que un ujier abrió reverente.

Sobre el podio central aquellos dos oradores seguían dando vueltas, espalda contra espalda, como bailarinas que giraban a cuerda dentro de una cajita de música, un par de Michael Jackson´s ensayando el pasito del robot. Se detuvieron, abandonaron la posición anterior, tomados de las manos, uno al lado del otro. Al unísono sermonearon con voces sonoras, enérgicas:

- Basta de comparaciones, nada es… como. Todo es tal cual debe ser, no como si fuera otra cosa.

Dos mujeres con uniformes anaranjados se situaron al lado de cada uno de ellos y les rindieron honores, ¿tal vez fueran reyes?, doblando ligeramente las rodillas. La asistente de la predicadora rubia comenzó a desmaquillarla. Con algodones y un pote de crema fue limpiándole la cara lentamente. Era más bella que con la gruesa capa de colorete y polvos. La servidora del hombre moreno comenzó a untar su rostro rasurado con una sustancia blanca. Echaba en la palma de sus manos el contenido de un frasco y le pintaba la nariz, los párpados y la frente. La muchedumbre reunida en el anfiteatro asistía conmovida a la ceremonia ritual. Los catequistas enfrentaron a esos cientos de hombres y mujeres y comenzaron de nuevo. Siempre recios pero esta vez quizás magnánimos, pontificaban lemas maravillosos.

- ¡La luna no es como un fantasma en el cielo! ¡El amor no es como una flor abierta! ¡La patria no es como un nido de pajaritos! ¡La maldad no es como una calesita! ¡La vida no es como el tren fantasma! ¡Los Reyes Magos no son como los padres!

Luego de cada comparación deshecha por transgredir los preceptos de la lógica simbólica la gente los aclamaba, una corriente eléctrica recorría las nalgas, las espaldas, los vientres y las ingles. El fervor colectivo galvanizaba los cuerpos con una capa de mucosa celestial. Se abrazaban y besaban. Luego de unos minutos de silencio los líderes desde el podio volvieron a hablar. Él la miró perplejo y preguntó:

- ¿Entonces...? – Y ella gritó abriendo los brazos como un arco iris:

- No tenemos ni puta idea de cómo son la luna, el amor, la patria, la maldad, la vida y los Reyes Magos.

Aquel ciudadano que se sentía estafado y contaba la historia telefónicamente preguntó a sus interlocutores invisibles si comprendían su necesidad de revancha.

Los dos socios de Venganzas SL se miraron. Él le hizo una seña a ella como diciendo: “dejámelo a mí”, respondió:

- ¿Por qué? ¿Sus padres alguna vez confesaron que siempre lo engañaron? A lo sumo podemos recomendarle que rompa el carnet del club. Su equipo nunca ascenderá a primera división.

Y cortó la comunicación.

Piegari estudió filosofía y comunicación. En Posadas se desempeñó como periodista y gestor cultural. En 2008 publicó en España su novela Kitschfilm

Carlos Piegari

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