Los Tanirá

domingo 24 de enero de 2021 | 6:00hs.
Los Tanirá
Los Tanirá

El viejo indio Tanirá desembarca en mi puerto, seguido por toda la familia: su mujer y su hijastra de 25 años. Cada uno trae dos o tres botellas. Su canoa es maravillosa; tiene tantos remiendos que ya casi no le queda nada de lo que fue; virtualmente es otra, que continúa navegando con el mismo nombre de “Claire” y con los mismos documentos; por entre las junturas de sus tablas sale grama y otros yuyos, algunos de los cuales llegan a florecer gallardamente: aquello es un jardín flotante; ya no se distingue la proa de la popa, y hace tanta agua, que cada cinco minutos hay que achicar para evitar el naufragio.

Tanirá es manco a consecuencia de una pelea que tuvo con su hijastra; ésta le pegó un mazazo con tanta fuerza que le rompió el hombro izquierdo. Su mujer es muy fea y tuerta; una feroz cicatriz, le atraviesa la cara oblicuamente, pasando por el ojo vaciado; fue un machetazo que le propinó Tanirá cierta vez que la discusión había subido demasiado de tono. Su hijastra está bien, no presenta marcas de violencia; cuentan los vecinos que sólo ha recibido golpes en las costillas, y que una vez esquivó bien un tiro de escopeta. Los tres andan siempre juntos, y se ayudan entre sí hasta en las menores dificultades; nunca he visto una familia más unida. 

Las botellas que traen son para llenarlas de caña. Pero me resultan malos clientes. Compran caña fiada; cuando vuelven, pagan, y llevan más que antes, también fiado; luego, como deben mucho, no vuelven por algún tiempo; y al cabo vienen a decirme que si no les doy un poquito de caña fiada no podrán trabajar para pagarme la deuda. Claro, les doy un poco, y otra vez a las andadas.

Viven en la costa argentina, en el punto llamado Puerto Blosset, a mitad de camino del Teyucuaré al puerto de San Ignacio. Están ahí como cuidadores de un yerbal y un depósito.

Esta vez llegan, ponen las botellas en el suelo, y no se atreven a pedir que los despache; porque me deben y no tienen para pagarme, seguramente.

-Buenas tardes, patroncito...

-Buenas -les contesto, y tomo dos botellas, dispuesto a llenarles nada más que estas dos.

Hace calor; hay viento norte. Son las cuatro de la tarde; el sol está fuerte todavía. Se sientan en pequeños banquitos, bajo el alero de paja...

-¿Tiene un tereré, patroncito? Yo voy a cebar -me dice la vieja.

Tereré se llama el mate frío y amargo que se acostumbra a tomar en el Alto Paraná cuando hace mucho calor. Le traigo la yerba, el mate y la pava con agua fresca del pozo de mi vecino Schmidt, y ella comienza a cebar.

Lleno las dos botellas de caña, y me siento a tomar tereré yo también. Al cabo de un momento, la familia se da cuenta de que he resuelto no llenar las otras botellas, y el viejo Tanirá decide:

- Voy a achicar, la canoa hace mucha agua; vení, ayudame, Juanita.

Y se va al puerto con la hijastra.

A solas con la vieja, se me ocurre hacerla contar alguna de sus aventuras, las que, según los vecinos, son bastante movidas. Pero no me cuesta nada ponerla en disposición de ello; me basta convidarla con una copita; la caña paraguaya despierta a cualquiera, más a ella que es un poco charlatana.

- ¡Uh, da muchas vueltas el mundo! -comienza, muy animada. Aquí donde usted me ve, che patroncito, yo he sido rica. Estaba en el Brasil. Mi marido era rico, bien rico, tenía plantaciones y tierras y casas, en Matto Grosso. Allí estábamos. Este indio viejo... Tanirá, era muchacho y trabajaba de peón en mi casa. ¡Era feo Tanirá! Bien feo.

-¿Y su marido? ¿Era lindo? -le pregunto mientras ella se interrumpe para tomar el tereré.

-¡Uh, sí! ¡Era lindo! Pero este diablo de Tanirá era también payecero, pué; siempre andaba haciendo brujerías cuando muchacho. Y creo que le hizo payé a mi marido, y mi marido se enfermó. Yo lo agarré, lo llevé a caballo por los montes; y anduve leguas y leguas para llegar hasta el médico. En el camino encontré una casa sin gente. Entré para acostarlo un poco a mi marido, que estaba mal, y encontré muchas cosas, camas y roperos, y la cocina llena de provista: charque, pan de maíz, porotos... Pasamos ahí la noche. ¡No había gente! Al día siguiente encontramos un chiquero que tenía un chancho. Lo matamos y lo cargamos en el caballo. Al cabo llegamos al médico, que era un indio muy sabio. Y lo curó a mi marido. Volvimos por el mismo camino. Pero mi marido estaba tan mal como antes...

-Entonces no lo había curado, pues.

-Y sí, pué, que lo curó. Pero tenía “payé”, seguro, y estaba siempre mal. Entonces me fui con Tanirá. Mi hija tenía seis años; y la llevé, porque Tanirá la quería mucho. No había plata, y anduvimos pobres, en la miseria, por los caminos.

-Como linyeras...

-No sé qué es eso, pero estábamos ya casi desnudos, y seguíamos andando, y dormíamos en los montes. Pasamos al Estado de Paraná, después al de Santa Catalina. Oímos hablar de las plantaciones de yerba en la Argentina, y vinimos a Misiones, cruzando el Uruguay a nado. Llegamos a San Pedro, en el centro de Misiones. Allí nos contrataron para ir a trabajar ¡al Brasil!, en los yerbales naturales de Pastoriza. Volvimos muy cansados, pero fuimos a Foz do Iguazú, allá arriba, cerca de las Cataratas. Con la platita ganada pusimos una casa de bailes y bebidas. ¡Eso fue lindo! Había muchachas lindas e iba mucha gente rica, brasileros, argentinos y paraguayos. Y ganamos diez mil pesos argentinos. Con toda esa plata nos vinimos a Misiones. ¡Uh, compramos muchas cosas! Comprábamos siempre. Y fuimos ricos, hasta que se acabó todo. Tanirá lo fundió en seguida. ¡Todito!....

La vieja cuenta esto como si se tratara, de una linda hazaña de Tanirá. Me pasa un tereré, y prosigue:

-Entonces entramos a trabajar en La Plantadora de Yerba Mate”, en San Ignacio, y ganábamos mucho. Pero vino la gran huelga...

-¿Cuándo fue eso?..

-En 1920. Nos metimos en la huelga, claro, y perdimos todo otra vez. Entonces vinimos a cuidar el yerbal de Blosset, aquí en el Teyucuaré...

-Linda historia...

-Sí, che patroncito, pero, ¿por qué no me llena las otras botellitas, pué?

-Porque no pagan nunca.

-Pero esta vez sí, pué, ¿no ve que tengo unos clientes que están esperando la caña para pagarme?

Si me la da, patroncito, mañana mismo volvemos para traerle la plata; y si no me la da, pierdo los clientes y no ganamos nada, pué che patroncito, ¿no ve?

Mientras lleno las otras botellas aparecen Tanirá y la hijastra, como si hubieran estado esperando ese momento, escondidos entre los yuyos. Cada uno carga dos o tres botellas y se van. Él con su brazo caído, ella con su ojo vaciado y la hijastra con sus costillas contusas; expuestos siempre a matarse entre sí, pero unidos fuertemente por el tiempo y por las andanzas y aventuras que sufrieron y gozaron juntos.

 

La rubia de ojos grises

Pero en la vida de Tanirá hay una historia reciente que lo ha entristecido mucho; es un episodio que terminó esta primavera, y su recuerdo está todavía fresco en el alma del viejo. Desapareció de su casa una muchacha rubia que había llegado allí misteriosamente casi un año antes, y él la quería ya como a una verdadera hija.

Yo alcancé a conocerla; la vi una sola vez, el verano pasado, en el rancho de Tanirá, y recuerdo que me impresionó su mirada fija e inquisidora, con cierta expresión de animal acorralado. Pero la vivacidad de sus ojos grises contrastaba con el resto. Su pelo, un poco revuelto, era de un amarillo frío que parecía muerto; su frente, encuadrada en tres líneas rectas, era como un pensamiento paralizado; y, a pesar de la esbeltez de su cuerpo bien constituido, sus movimientos eran lentos e imprecisos, de sonámbula. Parecía una planta arrancada de la tierra en que naciera y trasplantada a un clima demasiado diferente; me hizo la impresión de un “edelweis” que se estuviera secando en el trópico. En verdad, una flor como ella no iba a poder brillar mucho tiempo en el Alto Paraná.

El rancho de los Tanirá está emplazado junto a la orilla, sobre la barranca, rodeado de un bananal tupido que lo esconde a la vista de los barcos que viajan al norte. El viejo indio vive de sus siembras, de algo que recibe como cuidador del yerbal de Blosset, y de algunas correrías peligrosas por la costa paraguaya, principalmente por mi boliche. No sólo lleva en su remendada y fértil canoa botellas de caña; también la carga con bolsas de azúcar, muchos metros de tabaco en cuerda y otras mercaderías de contrabando. No tiene confianza en los hombres de su raza y menos aún en los blancos.

-Nadie responde la verdad, sino cuando le conviene, y yo hago lo mismo –me dijo una vez...

Por eso pregunta poco.

El Alto Paraná corre silencioso llevando al lejano Río de la Plata el color ocre rojo de estas tierras, y de tiempo en tiempo trae novedades para Tanira: algún yacaré aventurero; una que otra viga de cedro escapada de los obrajes; barriles de caña paraguaya arrancados de los puertos por las crecidas súbitas; canoas que no fueron amarradas por olvido; y, a veces, cadáveres de mensúes, hinchados, sirviendo de embarcación a los cuervos que les comen las vísceras. Todo queda en el remanso de su puerto natural. 

Hasta que un día el Paraná le trajo a esa rubia de ojos grises que se agregó como un remiendo blanco en su familia de rostros morenos y crenchas lacias. Tanirá no le preguntó de dónde venía ni adónde iba, pues le pareció que no iba a ninguna parte, y, por lo demás, él sólo creía en lo que veían sus ojos, ¿para qué preguntar? Le bastó suponer que el vaivén de la vida la había extraviado, y se conformó con saber que se llamaba Grétel. Grétel ocupó todo el rancho en todos sus momentos.

El la observaba en silencio, y se divertía con las raras reacciones de esta rubia que no se parecía a mujer alguna. Nadie se habría conducido mejor en su casa, y, al mismo tiempo, nadie hubiera podido pensar tan torcidamente como ella ante la naturaleza agreste. Sus ojos se abrían desmesurados cuando miraban el monte. Cada cosa era nueva para ella, y sus interpretaciones generalmente dejaban traslucir un fondo supersticioso formado en otro mundo y no en el del viejo indio. La espantaba la carrera sorpresiva del lagarto; las arañas entrecruzaban sus telas en los caminos del monte para atajarle el paso; un venado se detuvo a mirarla, y ella se sintió observada por toda la selva; y por la noche, el yací-yateré la llamaba desde el fondo de las tinieblas infernales con ese monótono y triste silbido que le llevaba el sueño, ya que no podía llevársela a ella. Y así, su vida se deslizaba entre miedos y sobresaltos.

Un buen día, don Carlos, que como siempre estaba en todo, me trajo una noticia interesante:

-¿Sabe? Anoche la rubia de Tanirá estuvo contando la turbia aventura que la trajo hasta aquí.

Y me la refirió con puntos y comas. Fue una larga serie de episodios amargos. Había viajes forzados por países fríos, huídas a través de llanuras heladas, escalamientos de montañas, odios a muerte y amores sublimes.

-Terminó su historia -prosiguió don Carlos en un sollozo; y todo quedó en silencio; hasta dejaron de tejer las arañas... Pero en eso, ¡como cosa del diablo!, estalló el urutaú, con todas sus fuerzas, cerquita, y me pareció que se abrían las puertas del infierno...

El canto o grito del urutaú es escalofriante y penetra como una espada que se clava poco a poco; es una lenta escala descendente que parece el remedo doloroso de una carcajada.

-Y entonces -siguió contando mi amigo-, ¿sabe lo que hizo? La rubia se levantó de un salto, y sus ojos echaron chispas, azorados, escudriñando el timbó que está cerca del rancho. Y Tanirá le dijo: “Es un pájaro; es el urutaú que le canta a la luna”. Ella, en lugar de calmarse, se puso a llorar y a gritarle al pájaro: “Te ríes de mi infortunio! ¡Maldito seas!... ¡Te ríes!... ¡Ya verás! ¡Vas a morir de frio!” Y se ahogaba en llanto, mientras el pájaro le repetía una y cien veces su siniestra carcajada.

Luego supe que, desde entonces, todas las noches de luna el urutaú fue al timbó, y, oculto entre el ramaje, estremecía los montes con su alarido. La extranjera se encerraba y se cubría la cabeza con las mantas. Pero no conseguía dejar de oírlo; rompía a llorar, salía del rancho y, encarándose con el pájaro invisible, le gritaba:

-¡Vas a morir de frío!... ¡No te burlarás más!

El viejo Tanirá había observado en silencio este paulatino enloquecimiento de Grétel. Fatalista, se resignó fácilmente a la desgracia. Esa extranjera rubia y buena era algo así como un poco de oro que había caído milagrosamente bajo su cuidado. Ahora, si se transformaba o se deshacía... mala suerte. Ella, con los ojos muy abiertos, a pesar del cansancio, deambulaba de día como una autómata, y al caer la noche se le tendían los nervios esperando el grito del urutaú para maldecirlo.

Al fin pasó el tiempo de la fiesta del bosque. Sopló el viento sur, y las ráfagas invernales sorprendieron la vida bulliciosa de la selva e interrumpieron las serenatas a la luna. Los batracios se escondieron, las arañas recogieron sus redes y el urutaú enmudeció. Entonces la rubia, con el pelo revuelto y los ojos más abiertos que nunca, se encaró con los montes y les lanzó el grito de triunfo:

-¡Ya se murió! ¡Se murió de frío!... Y se rió a carcajadas, imitando al pájaro.

Después se calmó; fue perdiendo el miedo al monte; y a los ojos de todos apareció más sensata cada día. Y así pasó el invierno. Hasta que vino la primavera; con ella se despertó la selva y volvió a cantar el urutaú.

Y la rara Grétel desapareció.

En esos días, cuando Tanirá vino al boliche, le pregunté:

-¿Y la rubia?

-Se fue, parece -me contestó...

-¿No se habrá ahogado?

-Tal vez, no más; no sé... Y se quedó un rato mirando el río, pensativo.

Cuenta don Carlos que el viejo indio estuvo muchos días mirándola en su imaginación; la veía en viaje a los países fríos de donde viniera, y en donde habría de continuar aquella rara historia de odios a muerte y de amores sublimes que sólo ella comprendía.

Pero yo supe que aguas abajo, cerca de Posadas, un pescador halló un cuerpo de mujer, inidentificable.

-No hay que decírselo al viejo -aconseja don Carlos.

Del libro Aguas Turbias. Germán José de Laferrere (su nombre real) escritor, periodista, diplomático, residió en Misiones entre 1932 y 1942. Publicó libros de cuentos y novelas. Falleció en 1952

German Dras

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