SEGUNDA PARTE

¿Puede haber un fascismo en América Latina?

jueves 21 de enero de 2021 | 6:00hs.

Hace más de cien años la política popular fue una invención de la izquierda con sus grandes mítines y sus periódicos. A la derecha tradicional no le gustaba porque era más aristocrática. Debemos observar que inicialmente Hitler se hizo llamar nacionalsocialista. Mussolini se hizo llamar sindicalista nacional. Fue un intento de usar la popularidad del socialismo o de la lucha trabajadora y sumarlas al nacionalismo y los valores tradicionales. Ahora es un poco diferente, pero hay ejemplos, como la retórica de la igualdad con la que (los derechistas) dicen que, si hay un poder nativo o negro, por qué no habría un poder blanco. La nueva ultraderecha francesa promueve la idea de que los fascistas no deben hablar de supremacía, sino de igualdad de la raza blanca, por ejemplo. Y también la retórica de la liberación nacional de la gente blanca.

Debemos saber que, ante la lucha antifascista, la ultraderecha siempre dice que son víctimas: “nos han atacado, atacan nuestra libertad de expresión, nuestra propiedad privada, etc.”. Por lo tanto, creo que es importante recordar que la ultraderecha siempre se presenta como víctima y es típico en su identidad. ¿Víctima de quién? De los judíos, de los inmigrantes, de los desocupados, del feminismo, de los sindicalistas, etc. La pregunta que quizás debamos hacernos es cómo se desarrolla un movimiento fascista y autoritario, ya que en el inicio no es tan diferente a otros movimientos. Frente a él, se necesita crear una presencia en la comunidad, tener movilizaciones, periodismo, redes sociales y publicaciones.
Un gran historiador del fascismo, R. Paxton, afirma: “No deberíamos utilizar el término fascismo para dictaduras predemocráticas; por muy crueles que sean, carecen del entusiasmo de masas manipulado y de la energía demoníaca del fascismo, así como de la misión que este se plantea de ‘prescindir de las instituciones libres’ en pro de la fuerza, la pureza y la unidad de la nación”.
Otro componente del fascismo es la existencia de un personaje –o líder– apto para comprender las exigencias populares, responder a los factores de poder económico o militar, “aprender y repetir” un discurso persuasivo y disponer de un grupo adicto que lo secunde a ciegas –si es necesario, con la violencia–, independientemente de la razonabilidad de sus dichos. Y junto a estos rasgos, una cierta candidez y frustración política de los restantes ciudadanos, apta para digerir las propuestas del nuevo dirigente.
El comportamiento de Trump y Bolsonaro son claros ejemplos de prácticas fascistas: desprecio por los problemas sociales (como el coronavirus o la pobreza), ratificación de que la política de los sectores privilegiados es la solución de los problemas sociales (desocupación, marginalidad, salud, etc.) y que los reclamos sociales o sectoriales siempre deben ser reprimidos (como el golpe de estado de Bolivia contra Evo Morales recién elegido). En un sistema fascista reina la obediencia y el acatamiento infinito a la superioridad institucional.
Debemos en consecuencia tratar de consolidar los movimientos o partidos políticos tradicionales; no aceptar conductores con filosofías de origen mesiánico; evaluar críticamente sus contactos con los poderes económicos; prevenir el uso de la violencia en las cuestiones políticas; estar atentos a discursos –agresivos, chabacanos– generadores de movilizaciones masivas incontrolables; rechazar planteos de origen racial, étnico, ultranacionalistas, de género y similares.
En síntesis, creo que una ciudadanía –bien consciente y mejor politizada– debe ser la mejor defensa contra la instauración de regímenes fascistas en América Latina.

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