El cuero de la vaca

domingo 10 de enero de 2021 | 6:00hs.
El cuero de la vaca
El cuero de la vaca

El sol era pálido farol tras la niebla. Las siluetas de los pinos parecían gigantescos fantasmas acechando. El canto de la paloma silvestre, grave y gutural retumbaba lejano, amplificado por montes y cerros. Rosalía ordeñaba la vaca, mientras el marido, Gabriel, peón rural, ensillaba el caballo para recorrer el campo; criollo retacón, de buen físico, rondaba los sesenta años; su anhelo por la jubilación se incrementó desde que conoció al nuevo dueño. Tras larga conversación con el hombre, lo notó autoritario y en actitud de toma de distancia, había rasgos de su personalidad que despertaban encono en el experimentado trabajador. En cambio, don Romualdo, el propietario anterior, era un gordo bonachón, de trato cordial, que dejaba hacer; pero este tal Rufino Pedrozo se creía patrón de gran estancia, fuera de lugar y tiempo, aquello era una chacra en el sur de Misiones, donde antiguas costumbres patriarcales no pegaban.

A media mañana el sol se sentía fuerte en el campo. La niebla se había convertido en columnas de humo que brotaban desde las laderas del cerro, al este de la propiedad. Detrás de la vaporosa cortina, los lapachos rosados y amarillos en flor alhajaban el verde tapiz de la copa de los árboles. Gabriel descubrió que los postes del esquinero noreste estaban podridos por dentro. Al galope se dirigió hasta el borde del monte, para internarse por la picada. Motosierra en mano, cortó dos buenas ramas de un urunday caído y cargándolas en la grupa del caballo, volvió al esquinero para adecuar los pozos, implantar los nuevos postes y tensar el alambre de manera conveniente. El sol golpeaba despiadado, haciendo profusa su transpiración. Antes de volver a la casa, fue hasta el arroyito que nacía en la vertiente del cerro, descendiendo rumoroso y alegre entre los árboles. Gabriel, estirado sobre las amplias planchadas de piedra del lecho, disfrutó del baño renovador. También refrescó y dejó beber a su caballo, emprendiendo el regreso. En la vivienda, hecha de tablas de guayaiví, techo de zinc y piso de ladrillos, lo esperaba Rosalía con la “feijoada”, poroto negro con arroz blanco y harina de mandioca, cocinada a leña en la olla de hierro. El matrimonio se hablaba poco. Recordaban cada día a hijos distintos, conversando sobre sus vidas y familias, mencionando lugares y gente que no conocían, más imaginando que sabiendo acerca de las actividades de los vástagos. La charla siempre finalizaba con Rosalía lamentando que ninguno hubiera quedado en la zona para compañía y Gabriel diciendo que estaba bien que se hayan ido, qué iban a quedar a hacer allí.

Los días siguientes a la primera visita del patrón nuevo, Gabriel trabajó como nunca con el ganado, tratando de cumplir con el pedido de eficiencia y control de Rufino Pedrozo. El adolescente Pedriño, de un campo cercano, lo ayudaba por la tarde en el pesaje de terneros y novillos como en la medición de la circunferencia del escroto, labores que exigían embretar al animal.

El viernes anterior al día estipulado por el patrón para su segunda venida, el peón y Pedriño andaban detrás de uno de los novillos que querían revisar, cuando advirtieron que en el pajonal que bordeaba el lado sur del tajamar había un vacuno echado. Se aproximaron, comprobando que se trataba de una vieja vaca moribunda. No tenía síntomas específicos de enfermedad. “Se está muriendo de vieja”, dijo Pedriño, asintiendo Gabriel, agregando que no pasaría de esa noche. Siguieron sus tareas acercando la hacienda al corral para tenerla a mano. Reforzaron la carga de sal en los comederos y largaron los perros al campo para evitar que los animales vuelvan al monte.

El sábado apuntaba para lindo día. La espesa neblina matinal presagiaba que, al levantarse, el azul del cielo se mostraría con su plena intensidad. Gabriel revisó otra vez la libreta de almacén donde había anotado los datos de la hacienda relevados durante la semana. Rosalía sirvió el desayuno, compuesto de mate cocido con leche, vertido en una taza rosada y un plato de reviro coronado con dos huevos fritos. Culminados los preliminares mañaneros, ensilló al rosillo con la montura mejicana y se dirigió al tajamar a fin de verificar lo ocurrido con la vaca vieja. Tal como lo predijo, el animal estaba muerto. Tendría que informar del hecho al patrón.

Al trote lento, el peón rural enfiló hacia los corrales. La tropilla se mantenía unida en torno a los comederos, los perros descansaban en las inmediaciones con un ojo puesto en los vacunos y merced a la colaboración de ellos, metió sin grandes esfuerzos a las reses en el corral grande. Luego se sentó a dormitar en el tronco de paraíso mientras esperaba a Rufino Pedrozo.

A las diez, Gabriel oyó el motor de la camioneta en el camino. El patrón, de cuarenta años, moreno delgado, alto, de constitución atlética, llegó con vestimenta campera: bombacha gris, botas de caña corta, cinto de cuero con gran hebilla de plata, facón en vaina del mismo metal en la cintura, camisa blanca de tela gruesa con bolsillos hasta en las mangas, pañuelo colorido anudado al cuello y un aludo sombrero de fieltro negro en la cabeza; colgaba de su cintura una cámara digital. Conformaba una pintoresca mezcla de gaucho rioplatense, gaùcho riograndense y vaquero norteamericano.

- ¿Estos son todos los animales? - preguntó Pedrozo a modo de saludo.

- Si... murió de vieja una vaca en el tajamar.

Pedrozo hizo una morisqueta, el labio superior le quedó temblando.

-Muéstreme el cuero de la vaca- espetó a Gabriel, mirándolo con fijeza.

-¿El cuero de la vaca? – preguntó perplejo el peón rural.

-Sí, el cuero de la vaca muerta- insistió el patrón.

Gabriel comprendió, el hombre era muy desconfiado, el buen gordo jamás había pedido esa prueba.

-¿Cómo quiere el cuero de la vaca si recién murió? - preguntó con indignación.

-Usted no tiene nada que cuestionar, o acaso no sabe que es su obligación. Ensílleme un caballo y vamos a ver esa vaca.

Gabriel pensó que cada loco con su tema. Había previsto que el patrón quisiera recorrer el campo y tenía en el corral chico al tordillo. Ambos montaron, dirigiéndose en silencio hacia el tajamar.

Había desaparecido la neblina. El sol de la alta mañana comenzaba a hacerse sentir, el sonido crujiente de una rama rota semejaba, en la quietud, el lamento sobrenatural de un alma en desgracia. Cuando el espejo de agua del tajamar y sus orillas se hicieron visibles, el peón rural tuvo un sobresalto. La vaca no estaba donde había quedado muerta. Gabriel advirtió que el pajonal, quebrado con la forma típica del cuerpo de un vacuno y señales de arrastre por parte de una carreta - las huellas de las ruedas estaban bien marcadas sobre el suelo- indicaban con claridad que el animal fue removido. Se apeó con agilidad del caballo e hizo detener al patrón, diciendo:

-Don Rufino, acá estaba la vaca. Se ve que pasó una carreta, de esas que a veces vienen de la sierra en época de seca para que los bueyes tomen agua, y se ingeniaron para subirla, esa gente aprovecha todo.

El temblor del labio superior del patrón se acentuó. Encolerizado, gritó a su peón:

-¡Ah…ya presentía que usted era un ladrón! Vendió mi vaca, viejo pordiosero del diablo. ¡A partir de ahora no trabaja más en esta chacra, me voy a la Comisaría a denunciarlo, cuatrero! ¡Ni sueñe con indemnización!

-Es una excusa para echarme sin pagar – replicó el peón.

-¡Ninguna excusa, viejo cuatrero, vos me vas a tener que pagar a mí, te doy 24 horas para que te mandes mudar, si antes no quedás preso! - respondió iracundo Rufino, girando y dando de espuelas al tordillo, que tomó rauda marcha.

 Gabriel quedó atónito. Ese hombre lo tenía enfermo desde que apareció en la chacra.  Luego, sin saber bien porqué, sintió como de gravedad inmensa la ofensa, la sangre hirviendo se le subió a la cabeza y lo obnubiló. Denunciarlo a él, que jamás pisó la Policía ni por borracheras. Montó de un salto al rosillo y salió tras el ofensor, que había sacado buena ventaja. El peón rural sentía una indignación rabiosa, profunda. No concebía que se pudiera cometer semejante injusticia; echarlo sin indemnización y encima acusarlo por un falso delito.

El rosillo era mucho más rápido que el tordillo, acostumbrado a ser caballo de tiro y no de silla. Cerca de los corrales se pusieron a un cuerpo de distancia. Pedrozo, por los ruidos de los cascos de su propia cabalgadura, no advirtió que el peón lo seguía. Cuando Gabriel emparejó la marcha del patrón, se irguió sobre los estribos blandiendo el machete cual sarraceno con su cimitarra. La víctima vio de reojo una gran masa corporal que se le venía encima sobre el costado izquierdo, también vio refulgir el sol del mediodía en algo metálico, pero no alcanzó a darse cuenta de lo que ocurría. El agraviado impulsó el golpe con el peso de su cuerpo hasta donde permitía su propia estabilidad, gritando: “¡Aquí vôce tein o couro da vaca, filho da mil putas, toma...!”. El contacto del machete con el cuello de Pedrozo fue tan violento que Gabriel hubo de soltarlo, quedando la hoja unos instantes inserta en la carne del desgraciado, para después caer, mientras Rufino Pedrozo se deslizaba con lentitud por la montura para estrellarse contra el suelo. De la herida salía sangre brotando como de la yugular recién abierta de un novillo en sacrificio. La cámara digital quedó sobre la espalda del infortunado, que emitía sonidos guturales, pero Gabriel no se detuvo a observar el final de su patrón, sabía que lo mató. Fue directo hasta la casa, encontró a Rosalía conversando con Pedriño y comentó lo sucedido. Según adelantaba el relato, los ojos de Pedriño se abrían más y más; el jovenzuelo luego lanzó un suspiro de angustia. Dijo a Gabriel que estaba explicando a Rosalía que sus hermanos bajaron de la sierra, con los bueyes locos de sed y tuvieron que ir hasta el tajamar. Ahí vieron la vaca muerta y la arrastraron hasta el zanjón del pedregal con la carreta, porque estaba muy sobre la orilla y podía agusanar el agua, si Gabriel avanzaba unos pocos metros más, la habría visto, seguro que en la piedra no quedó huella del arrastre, por eso se cortó el rastro. Gabriel sonrió meneando la cabeza, atinó a justificarse con el sol muy fuerte que le hizo mal, Rosalía lloraba. El peón tomó un bolso con ropas y el portafolio con dinero y papeles anunciando que se marchaba; pidió a Pedriño que en dos horas avisara a la policía el hallazgo del cadáver, podía contar lo ocurrido; a su mujer sugirió que fuera a casa de la hija que vivía en Posadas, pasado cierto tiempo se reunirían. Mirando hacia las brumosas serranías riograndenses, Gabriel imaginó la granja de su hermana menor, al pie de un cultivado cerro.

El compadre Dos Santos lo cruzó al otro lado del Uruguay en su lancha de 5 HP. El sol aún estaba alto cuando Gabriel tomó el colectivo que entraba en Sâo Nicolau. Se sentía en paz consigo mismo. “Lástima la jubilación” reflexionó, y se acomodó en el asiento.

El relato es parte del libro “Rotación de Vientos” editado por Editorial Dunken en 2014.

Carlos Manuel Freaza

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