La pandemia de María

domingo 27 de diciembre de 2020 | 6:00hs.
La pandemia  de María
La pandemia de María

La vida en el monte no era fácil, desde ningún punto de vista: el calor era pesado y asfixiante, las moscas y los tábanos no dejaban de merodear las piernas, los brazos y los restos del guiso de arroz que habían quedado sobre la mesa luego del medio día. Las chicharras a la siesta y al entrar la noche no dejaban de restregar sus alas produciendo un sonido ensordecedor.

Había que tener cuatro ojos para ver los pequeños alacranes escurridizos y alguna que otra araña que se aventuraba a meterse entre las grietas de las tablas de la puerta de madera de la cocina que no alcanzaba a cerrar del todo.

A este paisaje había que sumarle el hecho de que el suministro de agua fresca y potable, un pequeño ojo de agua, estaba bastante lejos del rancho y era preciso acarrear los baldes con el preciado líquido, desde allí unos 8 o 9 metros, y dejar el balde siempre lleno para beber y lavar los trastos de la cocina, preparar la comida como también el mate espumoso y suave que acompañaba todas las madrugadas y atardeceres en ese rincón del monte.

La María estaba cansada, a todo lo antes mencionado le pesaba la panza. Ya estaba cursando el séptimo mes de embarazo. Hacía cuatro meses que habían llegado con José para ganarse “unos mangos” y poder pagar lo que fuera necesario en el nacimiento y no tener que pedir prestada plata a nadie. Fue una promesa que se hicieron al comenzar a vivir juntos, solucionar todos los inconvenientes unidos y no deber un centavo.

Ella era de una familia humilde, pero en la que nunca faltó el pan y el amor. Sus padres desde niños, a ella y a sus hermanos, les enseñaron el valor de la familia, del trabajo, de ser honestos, de no hablar mal de los otros, la empatía por las necesidades ajenas. Siempre estaba bien dispuesta a ayudar en los quehaceres de la casa y también en la cocina, donde se lucía preparando unas sabrosas y aireadas tortas fritas, un buen reviro “señorita” o un mbeyú bien crocante.

Su vida transcurrió en la pequeña villa cerca del río Uruguay, el “río de los pájaros”.

Asistía a una escuelita donde la mayoría, desde la maestra, sabían hablar portugués y castellano por la cercanía de la frontera con Brasil.

“Se está poniendo linda la guaina”, le decía Juan a su mujer, cuando se sentaban tempranito antes de ir al obraje, mate entre manos, hablando de María.

-Dios quiera encuentre un buen compañero, contestaba su madre con una sonrisa cómplice entre labios.

El único lugar de reunión donde podría conocer algún candidato eran los domingos, en las fiestas mensuales que organizaba el cura, y donde todos compartían, luego de la misa, una mesa cargada de manjares preparados por las mujeres, entre ellas María, que era muy hacendosa y muy buena en el arte culinario.

Allí se conocieron, cruzaron miradas cargadas de ilusiones, miradas que llevaban ese fuego de la pasión característica de los adolescentes entrando en la adultez, miradas que llevaban a sus hormonas a una explosión total, que los hacía estar próximos, acariciar los dedos con pequeños roces al compartir el mate. ¡Ay! ¡era como tocar el cielo!

Esos encuentros fueron acercándolos cada vez más y el que José tuviera en común la profesión con el padre de María, hacía que cualquier excusa fuera buena para ir a verla y tener largas veladas con charlas acompañadas de unos buenos “verdes” compartiendo preocupaciones tales como cuando sería el pago de la quincena, ya que estaban atrasados unos meses; cuántas hectáreas de monte faltaban voltear y ver si conseguían alguna otra changa para escapar de la tiranía y opresión semejante a una esclavitud consciente que debían sufrir los jefes de familia y los jóvenes que querían forjarse un porvenir.

Entre idas y venidas, José se animó a pedir la mano de María, cosa que no tomó por sorpresa a su padre, que ya se lo veía venir y había sido uno de los temas de las ultimas charlas tarde en la noche con su mujer, no sea que” la María se quedara embarazada “y todo el esfuerzo de su crianza fuera destruida por la lengua de las comadres.

Los planes tomaron el rumbo de organizar la pequeña boda, sin lujos y rodeada de los conocidos que los querían bien. El juez, el cura y con la bendición “Lo que Dios unió, no lo separe el hombre”. La fiesta fue hermosa con lo justo y necesario pero por sobre todo, un amor maravilloso que iluminaba toda la noche cargada de sonidos y fragancias del monte misionero.

Fueron a vivir a unos kilómetros de la casa de sus padres. La casita era acogedora, sobre una pequeña loma pero con las ventanas grandes como le gustaba a ella, para poder observar el atardecer.

En un abrir y cerrar de ojos, María quedó embarazada, era de suponerse, su juventud explotaba en hormonas urgentes a cumplir con el instinto de la naturaleza.

Las tareas de la casa y el acarrear agua se le fueron poniendo más pesadas directamente proporcional al diámetro de su panza que crecía como por milagro, cómo que si los meses no importaran.

Un viernes, rojo de calor, con unos negros nubarrones pintados el horizonte, con el lejano retumbar de truenos, comenzó a sentir dolores, esos que le dijo su madre, abajo, como desgarrando la entrada de su pubis, solo recordaba que ella le había dicho: “cuando vengan los dolores acostate y que José me busque”. Él estaba en el obraje, esperando al capataz para el pago de la quincena…

Sin esperar más fue despacito a la cama y se acostó, los dolores se sucedían uno tras otro y cada vez más fuertes, su cintura parecía que iba a explotarle. En uno de esos más fuertes que los otros, sintió un líquido tibio corriendo entre sus piernas.

- Va a nacer, se dijo. Lo voy a hacer, todas las mujeres lo hacen en la villa, yo voy a tener a mi hijo. La noche iba pintando de azul oscuro el monte, los sonidos normales del día fueron dando paso a los quejidos y cantos de las aves nocturnas. María sentía que su cuerpo se estremecía más, abriendo sus poros, dejando paso a abundantes gotas de transpiración que mojaban su ropa de entre casa.

El miedo fue apoderándose de su joven mente. La debilidad que le producían los dolores no le daban tregua. Comenzó a sentir como su hijo comenzaba a abrirse paso entre sus entrañas para salir a la vida a un mundo donde solamente estaban él y su madre. Ella levantó sus ojos y como buscando el infinito, balbuceó un entrecortado -Dios, vos que mandaste a tu hijo a nacer en este mundo, que lo hizo en el vientre de una mujer, dame las fuerzas, tengo que ayudarlo a llegar, sé que tienes planes para él.

Con una sola contracción más, la cabecita salió y todo detrás de ella como por instinto natural, su cuerpo ayudaba, sus lágrimas de cansancio y emoción no la dejaban ver. Se limpió con su vestido y con ambas manos lo agarró y lo puso sobre su pecho. De reojo alcanzó a ver el sexo… era un varón!! Sintió su olor, su humedad, la tibieza de sus manitas. Su llanto fuerte la trajo a la realidad, lo arropó y apretó contra su pecho. Estaban los dos, solos en la noche, apretados, disfrutando él de las primeras bocanadas de aire en su vida y ella estrenando su nuevo título de mamá. Lo arrimó a su seno donde se prendió con todas sus ganas saboreando el dulce alimento que le daría las defensas para enfrentar el nuevo mundo que lo esperaba.

La puerta se abrió de golpe, José entró aterrado al no ver de lejos la luz encendida en la ventana, una oscuridad que lo volvió loco…- Las fieras merodeaban la casa por las noches...

- María, María, por Dios, ¿dónde estás?

- Acá. Estamos en la pieza.

-¿Estamos?

- Si, acá, con tu hijo. Los ojos de José se nublaron, no entendía nada, encendió la luz a los tropezones y fue al cuarto. Allí estaba el espectáculo más maravilloso que hubiera esperado ver alguna vez en su vida. María y su hijo dormido sobre su pecho. Los abrazó, y se reprochó haber estado tan lejos en ese mágico momento. Y allí mismo, abrazando a su valiente mujer y a su pequeño hijo, hizo una promesa.

- Lo llamaremos Jesús, le dijo a María, Dios estuvo con nosotros.

Fue allí donde decidió que abandonaría el trabajo en el monte, que ya no dejaría solos a su mujer y a su hijo. Allí decidió que tendría una pequeña carpintería en su casa.

La vida siguió, como siguió la vida de cada uno en la villa. Los años pasaron.

Para ese entonces, una extraña noticia comenzó a correr por las calles del pueblo, un virus mortal estaba haciendo estragos en el mundo. La información que tenían era proveniente de una pequeña radio en la que escuchaban las novedades en aquella pequeña carpintería perdida en el monte. La enfermedad atacaba a los más viejos, por estar con su sistema inmunitario más vulnerable. Por la noche, encendían el televisor y podían ver con más amplitud lo que llenaba de mucho temor a todos. Lamentablemente José fue blanco fácil de la enfermedad. Años de adicción al cigarrillo hicieron que sus pulmones fueran terreno propicio para el virus.

Jesús crecía “y crecía en sabiduría y en gracia”. Era un hijo amoroso y dedicado a ayudar a su madre. En la carpintería, gracias a Dios había mucho trabajo, muebles, ventanas, puertas, y un extraño pedido de un capanga de otro pueblo… una cruz de madera. Él terminó los detalles, quedó perfecta. En su cabeza de joven soñador trataba de imaginar cómo las personas tenían en sus corazones tantos deseos distintos…la cruz… ¿sería inaugurada en la fiesta de la Navidad en la iglesia? ¿Sería un modelo nuevo de árbol de navidad? Era una cruz, simplemente eso, un pedido más y una responsabilidad de ser entregada perfecta, como todos sus trabajos.

La Magia de la Navidad se acercaba y el aire olía distinto. La vida se aventuraba diferente, y el espíritu navideño comenzaba a hacer nido en todos los corazones.

María luego de la muerte de José, fue perdiendo la chispa y la alegría de vivir.

La fiesta del pueblo y la organización de la misma la volvieron a ilusionar, recordando los años en los cuales aquella pequeña llamita de amor comenzó a crecer dentro suyo.

Y así como a María, a todos, la llegada de la Navidad nos llena de esperanza, de magia, de ensueño, sentir la fragancia de las galletitas recién horneadas, los panes dulces, el titilar de las luces en las calles, nos enciende la esperanza y las ganas de continuar viviendo, a pesar del virus, a pesar de las enfermedades que corroen el alma y nos enceguecen frente a las necesidades ajenas. Cada Navidad nos debería acercar a la cruz, donde el Hijo de Dios fue colgado por el peor virus: el pecado, sin embargo la navidad nos lo recuerda naciendo en un pesebre para darnos el mejor regalo: La vida.

 

Tercera mención del concurso literario de la Fiesta Nacional de la Navidad 2020 que se realiza en Alem.

Estela Mary Otto

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