El hijo de la tormenta

domingo 27 de diciembre de 2020 | 6:00hs.
El hijo de la tormenta
El hijo de la tormenta

El niño caminaba perdido en medio de la desolación. Cada tanto hacía un desvío para esquivar ramas, techos, restos de las casas que se apilaban y tomaban formas a medida de la luz del amanecer. Su llanto, apagado por el cansancio, se mezclaba entre el gemir de los heridos. La antigua maldición del cura jesuita que murió quemado en su iglesia se volvía a cumplir como una expiación. El pueblo que por enésima vez se había levantado sobre las cenizas de aquel magnicidio, que permanecía en la memoria de los lugareños en forma de anatema y castigo, ya no existía. Un tornado que llegó con la madrugada arrasó todo en pocos minutos. Sao Borja era entonces apenas eso, la ruina del villerío que creció en torno a una calle de tierra, la vieja ruta de los jesuitas, en el lado oriental del río Uruguay.

Varios días de viento norte intenso, caliente y constante, precedieron a la desgracia. La tarde previa el aire se volvió irrespirable de tanta densidad. Los viejos y los animales lo anticiparon. Nadie hizo caso a los mayores. Los animales buscaron refugio. Las vacas se metieron entre los árboles. En la calle cada tanto un caballo, con restos de la soga que lo sujetaba flameando al cuello, cruzaba al galope hacia las afueras del pueblo. Entrada la noche el viento se detuvo. Le siguió un silencio bíblico. Ni ladridos, ni lechuzas, ni grillos, ningún animal de la noche. Como si se hubieran ido todos. Solo el presagio del calor sofocante.

La primera señal de la muerte que se aproximada fue un rayo que se partió en varios en la lejanía. El trueno que le siguió hizo temblar la tierra. Después una mancha roja, como de un gran fuego, se levantó desde el poniente. Y ya convertido en un manto oscuro, similar al vestido de un cura, avanzó hacia el pueblo. El viento tenía forma de guadaña que destrozaba a su paso. Todos los ruidos y dolores del mundo pasaron por allí. Fueron minutos. De pronto el vacío. Como si la garganta oscura y poderosa terminara de tragarse la última casa. Entonces se empezaron a escuchar los gemidos. Los pedidos de ayuda. Primero parecían lejos y dispersos, después se escucharon con la claridad que asegura la desgracia.

-Mmmm! mmm! –como llorando para adentro, apareció como un fantasma el niño. Andaba entre los escombros y restos de las casas. Los pocos sobrevivientes parecían poseídos buscando sus cosas. Enajenados, como si el tornado los acabara de soltar en ese lugar. Nadie prestaba atención al pequeño.

El paisaje de desolación acumulaba restos humanos, brazos y piernas como cortados por el más hábil de los carniceros. Un ternero quedó atravesado en la horqueta de un timbó en la altura.

El amanecer trajo otras gentes. Venían desde el mismo lugar que la tormenta. Llegaron rapiñando todo. Eran renegados de un grupo de bandeirantes. Uno acumulaba ollas, ropas, todo lo que le parecía de valor en montañitas en la calle. Otro hurgaba muebles buscando joyas. Un tercero se instaló en una casa que la encontró intacta. Desde un sillón que daba a la puerta y a la calle empezó a matar a los viejos que pasaban al tiempo de tiro de su arcabuz. Otro, unos pasos más adelante, agarraba a los jóvenes y niños y los ataba en una collera junto a un árbol. Después los venderían como esclavos en las plantaciones de azúcar de San Pablo, Brasil.

El niño siguió su andar lastimoso con un solo norte, alejarse del pueblo. Al atardecer una dama de negro se detuvo a su lado. Le dio agua y comida. Y lo subió al carro. El chico se refugió en el hueco que quedaba entre dos sillas mal apiladas y una mesa de madera gastada por el tiempo. Al lado estaban dos gallinas atadas de las patas tan agotadas como el niño, que cada tanto miraban con sus ojos grandes y hacían ruido, apenas audibles, como si conversaran entre ellas. El carro todavía no se había puesto en marcha y el niño ya se había dormido.

Cuando despertó era de día. La mujer preparaba algo en un fuego que había hecho en un costado del camino, del lado del carro que daba al monte.

-Coma meu filho

En el plato humeaba el reviro recién sacado del fuego. El jarrón de lata, maltrecho de los golpes y negro de la exposición a las llamas, tenía matecocido, endulzado con azúcar quemada al carbón. El aroma caliente y dulzón lo invadía todo.

-¿Cuál e seu nome?

El niño la miró con sus ojos redondos de yaboticaba madura, pero no dijo nada. Siguió concentrado en el alimento, tomaba el reviro con la mano. Las migas se le amontonaban en la comisura de la boca.

- ¿Vocé nou fala meu filho?

El pequeño volvió a mirarla, con algo de molestia, como si las preguntas fueran un obstáculo entre él y el plato de reviro

-Tu nombre es Andrés -le bautizó finalmente la mujer- como el primer discípulo de Jesús, y que, según el cura, significa valeroso.

Y tampoco habló más. Acomodó las gallinas -una había puesto un huevo- para seguir el viaje. Al día siguiente estarían en otro pueblo, hacia el sur, lejos de todas las maldiciones.

El sol insinuaba en el horizonte del nuevo día cuando el niño despertó. Los ruidos de armas y de la tropa de un batallón de soldados que acampaba a la orilla del río le llamaron la atención.

Para sorpresa de la mujer, esta vez fue el niño el que inició la charla.

¿Quiénes son esos soldados?

Parecen criollos, seguro vienen de la Banda Oriental. Voy a preguntar.

La mujer guió los bueyes hacia un claro al costado de la calle. Los amarró al tronco de un árbol y caminó hacia donde parecía estar la carpa del jefe de la patrulla.

El niño la siguió con la mirada. La mujer habló un largo rato con el soldado. Preguntó por el camino, si era seguro seguir, y a cuánto estaba el pueblo más cercano. El pequeño observaba todo desde el carro. Escuchaba algunas palabras que completaba leyendo los labios.

-… estamos siguiendo a una banda de bandeirantes renegados que viene saqueando pueblos- dijo el soldado.

La mujer iba contar que se había cruzado con un pueblo saqueado días atrás cuando se dio cuenta que el niño estaba parado a su lado. No lo vio bajar del carro. Tampoco avanzar hacia ella. El pequeño miraba al soldado.

Volvió a hablar por segunda vez en el día.

Me quedo -le dijo a la mujer. Después habló al uniformado-. Mi pueblo fue arrasado. Ya no tengo casa. Los bandeirantes se llevaron a mi madre atada en una collera con otras gentes. Quiero ser soldado. Debo ir a buscarla.

El uniformado se puso firme, en un movimiento reflejo, instintivo.

Cómo se llama usted aspirante.

Andrés, Andrés Guasurarí.

 

Primer premio del Segundo concurso literario Andrés Guacurarí. El autor publicó La clave Zipoli (cuentos)

Roberto Maack

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