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La angustia de don Otto

domingo 20 de diciembre de 2020 | 6:00hs.
La angustia de don Otto

El crepúsculo rondaba inquieto por los yerbales con su barbijo puesto, sentía la necesidad de abrazar a la noche que, calurosa y húmeda, se adueñaba de las colonias del Municipio de Comandante Andresito. Pero por un Decreto Presidencial tenía vedado esa muestra de afecto. La pandemia por coronavirus covid-2019 había cambiado los hábitos en el mundo y los protocolos sanitarios se debían respetar para evitar la propagación de la fatal enfermedad, cuidando en especial a los adultos mayores, población considerada de alto riesgo.

En su añejo sillón reclinable de madera estaba don Otto Schneider, sentado junto a la ventana mirando en silencio las serranías, meciendo pausadamente su cuerpo y sus recuerdos, nostalgias de adviento que el majestuoso ocaso proyectaba en su mente. Había festejado 78 navidades y esta Noche Buena era realmente muy distinta a las demás.

El ladrido de “chingolo”, su leal perro guardián, alimentó las esperanzas del arribo de alguno de sus familiares, pero al observar a las liebres corretear frente a la vivienda rural de madera, su semblante de algarabía se desvaneció estrepitosamente y la angustia lo tomó por los hombros sin respetar el distanciamiento social.

Se levanto acongojado del sillón, se dirigió hacia el extenso patio trasero y recostado sobre un árbol de mango recordó aquellas noches navideñas de antaño en familia, donde la felicidad en persona los visitaba. Cerró sus ojos, y como si estuvieran allí, escuchaba los gritos de sus nietos jugando por las galerías, el murmullo de sus nueras preparando las ensaladas, las risotadas de sus hijos asando los espetos, y por supuesto el aroma a pan dulce recién horneado que “polaca”, su esposa, hacía con amor para compartir en la sobremesa. Ella había partido al encuentro del Altísimo antes de Semana Santa, era la primera Navidad sin su compañía.

Por un momento sonrió con tantas bellas retrospectivas que el periscopio de la memoria visualizaba, pero al abrir sus párpados el silencio atónito punzó aún más la herida de su soledad y con fastidio, en dos palabras, execró a los culpables de su realidad.

—¡Malditos Chinos!

Las medidas internacionales de prevención habían incidido en las relaciones con su familia. Sus cinco hijos varones trabajaban en una cooperativa agrícola de Santa Rosa, municipio de Río Grande do Sul, Brasil. Con la frontera cerrada su viaje a la Argentina para pasar las fiestas era imposible de llevarse a cabo. La situación se complicaba más si consideramos que el abuelo nunca quiso tener un celular, no quería amigarse con la tecnología, “en la colonia no hay señal” decía, ¿para qué tenerlo entonces?, para él era sinónimo de más gastos y cero utilidad. La comunicación entre ellos era una utopía.

Afligido, fue hasta el horno de barro. Linterna en mano miró el punto de cocción del lechón que en horas tempranas había faenado. Sería su cena, abundante por cierto, por si alguien viniese a saludar o a compartir su mesa.

Pasadas las 22 horas, de una cajonera extrajo un mantel verde con detalles bordados por su amada y difunta madre, lo acarició y visiblemente agobiado lo tendió sobre la mesa. Buscó platos, cubiertos y vasos, los dejó sobre una de las cabeceras de la mesa y en la otra sólo desplegó los utensilios que él ocuparía. Sabía que la cruel soledad le estaba hablando al oído, sabía que se avecinaba una triste y prolongada Noche Buena, sabía también que su generoso corazón podría ahogarse en un río de amarguras.

Desatando las amarras de la zozobra, destapó una botella de vino que había ganado en un sorteo a principios de año, con la única intención de sumergirse progresivamente en la inconsciencia que ofrece el alcohol y dormir la desazón que lesionaba su ánimo.

Después de consumir varias copas, Don Otto recordó esa Navidad lejana donde le propuso casamiento a su eterna amada. Con dificultad se paró, comenzó a tararear y a bailar en soledad ese vals que resonaba en la desconsolada bitácora de su alma. Giro tras giro su pecho erguido aprisionaba dolor y la añoranza de un tiempo pleno, feliz y atestado de amor. Luego que la vitrola de sus recuerdos culminara la pieza, el abuelo estalló en llantos recostado sobre la mesa.

Pasadas las 23:00 horas, chingolo comenzó a ladrar intensamente.

—Más liebres ¡Salud!— murmuró el abuelo llevando nuevamente la copa a su boca para beberse el último trago color tinto de la botella. En ese instante la puerta se abrió. El anciano rotó su cuello hacia ella, y como si hubiera visto alguna figura fantasmagórica, sus ojos se dilataron y su corazón se aceleró a punto de taquicardia. Estupefacto, soltó la copa vacía atomizando de cristales el piso. Impulsado por la fuerza de su estado de júbilo y con las lágrimas aprisionando las palabras, caminó presuroso con los brazos abiertos para saludar efusivamente a su hijo menor Waldemar, su nuera Priscila y su nieto Derek. El milagro había ocurrido. El consulado había conseguido un permiso excepcional para que uno de sus 5 hijos pudiera pasar las fiestas con su padre, justificado por su edad y la reciente viudez, situación que podrían acarrear consecuencias para su salud emocional. Un oficial de policía los acompañó hasta su casa rural en la Colonia.

Se sentaron en la mesa a compartir la cena de Navidad. Agradecieron el pan y el reencuentro. Oraron por su familia, por los enfermos, por aquellos que en el año han perdido a sus seres queridos y por la salud del mundo.

Jesucristo una vez más nacía en un Portal, y con Él las esperanzas de un mundo aferrado a la fe, la paz y el amor. ¡Feliz Navidad!

Juan Marcelo Rodríguez

Tercer premio (compartido) en Concurso Nacional de Cuentos Navideños 2020 organizado en el marco de la Fiesta Nacional de la Navidad de Leandro N. Alem.

Juan Marcelo Rodríguez

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