viernes 29 de marzo de 2024
Algo de nubes 27.7ºc | Posadas

Gualambau del viento

domingo 13 de diciembre de 2020 | 6:00hs.
Gualambau del viento

Las diez, y el ventarrón sigue, infatigable, oleando fuego y arrastrando hojas y ramitas rotas sobre el techo, produciendo ese ruido seco, arenoso, que tanto molesta (¡Y cómo! ¿Y cómo, qué?) y que en ocasiones provoca tal exasperación que uno se descubre dando patadas al bote de la basura o a cualquier otra cosa, así sea una tortuga, que se tenga delante. Imposible saber cuándo comenzó a lengüetearnos la mañana y el cuerpo este endemoniado perronorte. Capaz que comenzara ya al amanecer o un poco antes acaso con su calor ventarronado. Con el sofoco con que nos viene lamiendo parece que lengüisoplara una eternidad. Y nada con qué ni cómo pararlo, porque ahí se está afuera zumba que zumba enorme moscardón girante haciendo volteretas y arremolinando basuras y areniscas al borde de las paredes y los muros, gozando de sus piruetas es zafadón levantafaldas (¡...dejá quieta la mano, degenerado! ¡Dejala ya, calentón mugriento!) que ahora regresa bramando, toro furioso, con sus cuernos de ráfagas golpeteantes que azotan el techo, este terrible techo de cinc que despide sones de gualambau ronco y fatigado. Por algún hueco se ha colado en el recinto un resto de ventarrón y comba la lona del cielorraso dándole movimientos de aleteo de cigüeña, que ahora suelta sus plumones en la forma de polvillos de cal y cruje, sorda, allí arriba, alucinada por alzar el vuelo, pero al fin de cuentas el cielorraso antediluviano no es más cigüeña que una carpa de circo con su calor ventiarenoso, con este ardor de caldera, esta fiebre desbordada que de pronto se deshace en truenos, en estruendo de derrumbe, en escombros (...¡ Puta! ¡Puta! ¿Así es como me jodés después de tanto?) de botellas que se rompen estallando, de cajones que se vienen abajo despedidos por el impacto de las hojas de la ventana que ha cedido al empellón avasallante del viento norte, brujuleador de calamidades...

El agua en la latona de cinc relucía, espléndida, con la resplandeciente moneda del sol. ¡Joder!, dijo don Eufrates y dio un nuevo empujoncito con el pie al sillón de mimbre que tenía delante. El almohadoncito floreado comenzó a obedecer ciegamente al vaivén del sillón, pero con tanto entusiasmo que don Eufrates se vio obligado a ponerle una valla con el moreno y sexagenario pie para que no cayese al suelo. El sillón ante el obstáculo, perdió súbitamente ritmo y, desviándose, se detuvo. Fue entonces cuando Catalino volvió a entreverle la cicatriz. “¿Ese e, don Eufra, el mashetazo, eh?”, preguntó. La voz le llegó a don Eufrates como sonámbula. Tardó en responder, como si buscara ubicarse. Se le notaba distraído en otras memorias. Afuera el sol jugaba con las gotitas de sudor. Las once y un cloqueo de gallina apelechada por ahí cerca. El chirrido de la roldana del pozo se prolongó como un eco en la voz de la que entraba. “Peimepaaa...?(1)”, dijo, todavía enceguecida por la penumbra. “Ha araka’epa nahániri” (2), respondió el mal humor de don Eufrates. La voz recién llegada simuló asustarse. “Ndaipotaiko (3) mba’eve, aikemínteko”, dijo, apenas por encima del susurro. Cerró los labios y multiplicó las rayitas de las arrugas hacia la boca. La telaraña fruncida no tardó en abrirse para decir: “Ajépa (4) hakú, don”. Luego de liberar un chorrito de risa se sinceró: “¡E’a (5)!, anga ramo ko ro hecha ahávo, che karai”, dijo y se secó el sudor de la cara con el reborde del manto.

(El sudor le corría por los surquitos de las arrugas, quedaba temblando un rato colgado de la barbilla y luego ¡plof! el goterón se venía abajo y desaparecía sorbido por el ladrillo. Al pie del cura demoraba un ratito su húmeda sombra de araña, casi lo justo para que el siguiente goterón estrellara en el piso su capsulita. ¿Por qué sudaría tanto, si era flaco, rugoso, duro como cuero de vaca clavado al suelo y secándose al sol? Y los ojos saltones, como de sapo, y el vozarrón pedregoso, y su recorte cepillo, cabezota cuadrada, zapatos llenos de polvo con el puntín levantado, y allí nosotros, frente a él, sentados en el suelo, sobre piedras, sobre troncones, sobre un banco pelado escuchando la doctrina, él que pregunta y el coro que responde, dócil, desganado, como envuelto en una humareda, como en ola, como en eco, yendo y viniendo, “¿Qué nos enseña la Santa Madre Iglesia?”. “La Santa Madre Iglesia...”.

En el resguardo entró como una tromba y vio al hombre baleado y comido por las pirañas. Lo habían sacado del río, por el que venía flotando y golpeándose contra los raigones. Estaba allí, tendido en un banco de madera, chorreando agua todavía. La camisa desprendida hasta medio pecho, pantalón negro, un pie desnudo y mutilado, ¿y qué hacía yo allí, mitaí (6) churi nueveaño, descalzo, niño asustadizo curioseando la muerte? Las muñecas enllagadas, le habían amarrado los brazos a la espalda con un trozo de cable. No más de veintipocos años, ni eso, alto, blanco, con la sombra de la barba apenas crecida. Imposible comer pescado durante un tiempo aguantando los regaños de mamá, y pa’í (7) Sosa a mi lado, en el resguardo, oliendo a ropa sucia, sudada, a sobaquina, a caballo, a baúl cerrado mucho tiempo, a qué sé yo qué latinando en su libro y bendiciendo con la mano larga y huesuda al hombre muerto ahí tendido, anónimo, enllagado, comido de pirañas, pa’í Sosa que mira al alcalde y éste que baja la mirada en silencio, y ña Boni ya sin su shura(8) que se persigna toda sucia de sangre seca la mano, y don Caló, morenón antiguo y sabedor, que dice entre dientes. “komunistane(9) ko arriero”, pa’i Sosa que se retira del lugar sin decir nada y el viento ¡pluf! ¡pluf! ¡plaf! que le azota la sotana introduciéndosela entre las flacas piernas y se aleja lentamente, la cabeza gacha, encenizado, pasito a paso, por la orilla del río...)

Don Eufrates volvió a exiliarse en sus memorias. Las doce y diez. El granate del croto comenzó a sentir la cercanía caldeada del sol. Catalino cebó el tereré y se llevó la bombilla a la boca. Los gajitos de cepacaballo se deslizaban lentamente por la jarra de vidrio. Se detuvieron. Catalino depositó la guampa(10) sobre la mesa. “Entornámena(11) un poco la puerta”, dijo don Eufrates. Poco después las coloniales y pesadas puertas del “Baratillo de Jerusalén” efectivamente se entornaban. Catalino volvió a su silla en el corredor frente al salón de ventas.

“Ikatúpa(12) ahasá ña Sekú rendápe”, dijo la voz en medio de la provocada oscuridad.

Pero la respuesta de Catalino ya la alcanzó más cerca de la cocina que del salón. “E’a(13), she señora, güen diá! Remba’apoitépa”, dijo y se sentó.

“¡Carajo!”, dijo don Eufrates al mismo tiempo que Catalino le preguntaba si se había golpeado “juerte”. “Esta mierda de marco”, dijo don Eufrates sobándose la cabeza. “Lo hacían así de bajo no sé por qué”, dijo Catalino simulando interesarse por el topetazo del viejo. “¡La puta que lo parió!”, dijo don Eufrates mirando hacia el vano de la puerta.

Sintió de pronto el lengüeteo del perro en el desnudo pie. “¡Juera, Kaiser!”. El perro se hizo el desentendido. Catalino dio unas palmadas para espantarlo. Pero Kaiser -negro, sudoroso y jodido-prefirió depositar la pata izquierda sobre el muslo de don Eufrates.

“Ja(13) hyakuä poraitémapa pe so’o ka’ë, she ama”, dijo la voz sentada frente a la cocina. “Ha(14) Eufra remi’urä ko hina, To’omi”, contestó una pringosa mole desde adentro. “O karú(15) kuaava niko pe karaí, she Dio”, suspiró la voz de To’omí. Luego cruzó las piernas ahuecándose por algunos segundos la falda.

El gato, en sueños, fue alcanzado por el sol. Se levantó ceremoniosamente y fue a tenderse junto a la pared, bajo el hilito de sombra. Volvió a dormirse. El gallo bamboleábase sobre la gallina en medio de la completa indiferencia de las otras. Atontada, rebulló las plumas sacudiéndose con vigor. En seguida, el tokokoro’o(17) del gallo inició el arco sonoro del canto de los demás del vecindario. El viento caldeado movió las duras hojas del croto y sapecó(19) la cara de don Eufrates, medio adormilado ya. Kaiser, tendido al lado, comenzó a mordisquearse la pata izquierda. Luego, como presintiendo la presencia de extraños, levantó la cabezota. Desilusionado, acabó dando un lengüetazo a una mosca que salió disparada y fue a posar su inquieto negror sobre la alba carpeta de la repisa del Sagrado Corazón. Poco después voló perdiéndose en la penumbra del zaguán. Catalino volvió a sentir el ardor de la arena rodeándole los tobillos y a lo lejos la flaca, desvaída figura de Teleca gritándole: “Ojekapá(16) hermano. iOjekapá hermano!”. Los años pasados multiplicaron en su corazón y en su memoria la arena ardiente, el torbellino de fuego del que estaba dispuesto a salir, el que tenía que apagar apagando la vida de quien lo hizo con su hermano mayor, hace tantos años, arrojándole luego al río, maniatado, torturado, escarnecido, castrado.

“¡Qué pasa que no vienen!”, dijo don Eufrates, impaciente, rebulléndose en el sillón. “No sé”, contestó Catalino, desbotonándose la camisa y se dio aire soplándose el pecho con la boca y la prenda. Desde donde estaba miraba comer a To’omi e imaginaba el chasquido grasiento de la desdentada boca de la viejita. To’omí se había sacado el manto y mientras masticaba la carne escarbaba el piso de tierra con el dedo gordo del pie, alternadamente el derecho y el izquierdo. Luego los detenía, llevaba el pedazo de carne a la boca, lo ponía tenso estirándolo con la mano izquierda y con la otra aplicaba un tajazo certero utilizando un cuchillo afilado y brillante. Don Eufrates sumió los pies en las alpargatas y se levantó. El sillón chilló como un mono y libre del peso comenzó a cabecear como un muñeco.

Las doce y media. El viento arremolinado junta hojarascas y polvo que bailan al sol junto al reborde de las paredes, de los zócalos, de las veredas rotas, caídas:

Un vacío de gente invade con mudo espesor de resoles la polvorienta calle. Kaiser se lame la ingle levantando, con leves temblores, la pata izquierda. Lo hace dejando escapar pequeños quejidos, como si mamase. Las gallinas se afanan escarbando la tierra. To’omí se sacude de la falda migas de sopa y se reacomoda en la silla. Catalino ha recogido el cuchillo y corta un bocado de carne. “Ya vuelvo”, dice y se aleja hacia el corredor donde espera sentado y de espaldas don Eufrates. Va retrocediendo quince, veinte años atrás, caminando por el pasado sobre un arenal terrible que le come los pies. El cura del vozarrón vuelve a echar sus gotas de sudor andando con la cabeza gacha por la orilla del río, mientras salta el caliente chorro de sangre de la garganta del hombre sentado en el sillón (... ¡Puta! ¡Puta! ¿Así es como me jodés después de tanto?) y se escucha como un estruendo de derrumbe, de escombros, de empellones y feroces dentelladas de perro que desgarran el brazo y el muslo y la espalda de quien blande un cuchillo que ha venido a esa mano desde quince, veinte años atrás y vastos arenales barridos por el furor del viento norte, brujuleador de calamidades, toro furioso con cuernos de ráfagas golpeteantes que azotan el techo de la memoria haciéndole despedir sones de gualambau (20) ronco y fatigado...



Terminología:

1. Poimepa: ¿Están en casa?

2. Ha araka’epa...: ¡Y cuando no!

3. Ndaipotáiko...: No quiero nada, sólo entrar.

4. Ajepa...: Verdad que hace calor, don.

5. E’a ..: ¡Oh, recién ahora comienzo a verlo, señor!

6. Mita’í churi: niño travieso.

7. Pa’í: Padre, sacerdote.

8. Shura: achura.

9. Komuñistane...: Este arriero debe ser comunista.

10. Guampa: recipiente hecho de cuerno de res (no es palabra guaraní)

11. Entornámena un poco....: Entorname (expresión coloquial del yopará)

12. Ikatupa...: ¿Puedo pasar junto a doña Secundina?

13. Ea che senorá...: iOh, señora mía, buen día! ¡Cuánto trabaja usted!

14. Ja hyakua...: ¡Qué sabroso huele esa carne asada, mi ama!

15. Ha Eufra...: Y es el almuerzo de Eufra, To’omi.

16. O karú...:iQué de buen comer es ese señor, Dios mio!

17. Ojekapá...: Se capó (castró) tu hermano.

18. Tokokoro’ó: canto del gallo.

19. Sapecó: oreó.

20. Gualambau: instrumento aerófono indígena.

 

Pérez-Maricevich nació en Asunción. Se graduó en Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos Aires (1960) Investigador del bilingüismo. Este relato es parte de la colección “Cuentos de autores de la Región Guaraní” publicado por El Territorio.

Francisco Pérez Maricevich

¿Que opinión tenés sobre esta nota?


Me gusta 0%
No me gusta 0%
Me da tristeza 0%
Me da alegría 0%
Me da bronca 0%
Te puede interesar
Ultimas noticias