Carumbé (El origen de la Isla de Caraguatay)

domingo 06 de diciembre de 2020 | 6:00hs.
Carumbé (El origen de la Isla de Caraguatay)
Carumbé (El origen de la Isla de Caraguatay)

En el acervo popular se cuenta que la isla que está en el río Paraná, a la altura del arroyo Caraguatay, es una gigantesca tortuga que exteriormente parece de piedra pero en su interior continua siendo el animal que alguna vez fue.

Mucho se ha escrito y sé que algunos emprendedores, con alma de investigadores, pero con más espíritu de aventureros, realizaron algunas indagaciones en relación al origen y a la conformación de la Isla que está en el Paraná a pocos kilómetros río abajo del puerto de Montecarlo, en nuestra provincia. Pero poco se sabe en realidad, aunque revisando literatura y bibliografía algo se encuentra. Así en el Tratado de accidentes geográficos de ríos, montañas y cerros de Sur América de Editorial Geográfica del año 1947, en la página 357 aparece un artículo donde se hace una descripción exhaustiva de todas las islas de los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay. El autor, profesor Alfonzo Gómez Quevedo hace una descripción de esta isla mencionando que su perfil tiene un parecido al de la tortuga. Pero en esta línea de investigaciones lo más interesante lo encontré en el libro Mitos y realidades en la geografía Argentino- Paraguaya de la editorial “Lux lucet in tenebris” de la antigua universidad imperial del Río de la Plata, donde, en la página 753, se menciona la isla con el nombre de “Carumbé”. En un extenso escrito, de varias páginas, se encuentra el comentario que es una isla que sufre distintos temblores sísmicos, que seguramente se deben a su base pedregosa y que este rocoso fundamento puede ser afectado por las corrientes de agua del río. El autor Abdulio Montes de la Garza escribe sobre la existencia de creencias ancestrales, afirmando que la isla es una tortuga gigante devenida en piedras. Más allá de algunos artículos periodísticos o folletos turísticos que hacen una breve descripción de la isla no hay material de investigaciones más profundas sobre la misma.

Después de la experiencia, que relato a continuación, no dejé de investigar y de averiguar sobre el origen, la historia y los datos o experiencias que hay en relación a esta isla, que con su atávico perfil interrumpe el tranquilo fluir del agua que proviene de la selva paranaense y termina en el vasto océano antes de ser el Río de La Plata. Recuerdo perfectamente que era muy niño cuando con la familia fuimos a pasar la jornada del año nuevo a la costa del río, bajando por una de las calles de toscas y cristales de cuarzo que llega hasta las amplias playas. Me impresionó el perfil de la isla y pocas respuestas recibí a las miles de preguntas que me surgieron. Pero esa primera conexión fue plena, enseguida supe que algo había en ella, alguna cuestión metafísica o mística rayano a lo telúrico. Pero tuve que pasar por la experiencia de conocerla en persona para que su misterio no dejara de intrigarme.

Cuando tenía unos ocho o nueve años tuve la posibilidad de visitarla. Fue en una noche de luna nueva ideal para la pesca. Apenas había caído el sol sobre el monte paraguayo partimos río abajo desde el puerto de Montecarlo, papá y dos amigos, Tagüé, correntino de nacimiento y Ricardo, de la zona. Estos se decían excelentes pescadores y convencieron a mi papá a que los acompañe. El remador no hacía más que guiar la canoa, porque la corriente en el angosto canal, hizo el resto. Un espinel, dos cañas de pescar hechas de tacuaras, un tridente de hierro hecho en la herrería de don Raúl, un farol, algo de pan y mortadela y para completar la provista, una damajuana de vino tinto.

Desembarcamos en una amplia playa de arena del lado argentino en la isla.

—Mirá Tagüé, ¡Cuánta arena! Ahí en la punta nos vamo’ a poner. —Fue el comentario de Ricardo.

Yo y papá, como perfectos desconocedores de la pesca y del río nos acomodamos a la situación.

— ¡Vos gurí, vas a cuidar el fogón! ¿Si? —Fue la orden que recibí y en poco tiempo habíamos juntado una parva de leña. Un poco por obediencia y un poco por el temor, que me generaban los sonidos desconocidos que provenían de la isla, me ubiqué cerca del fuego manteniendo, con esmero, vivas las llamas.

La noche se llenó de silencio de voces, pero estaba inundada de gritos de animales para mí desconocidos, golpeteos de tortugas, cantos de lechuzas y otros pájaros, más el insistente croar de ranas y sapos. El rugir constante del río, que pasaba con mucha fuerza entre la costa y la isla, era una cortina de fondo. Los hombres tiraron sus anzuelos al río, la damajuana ya fue abierta, el Tagüé y Ricardo venían una y otra vez a reaprovisionarse.

— ¡La arena se está hundiendo! —gritó repentinamente uno de ellos. Los tres hombres llegaron corriendo, me tomaron del brazo y subieron rápidamente, desde la costa, isla adentro. El Tagüé volvió al rescate de la canoa. Debemos haber corrido como cincuenta metros hasta llegar a unas rocas negras y altas. Detrás de nosotros la arena de la amplia playa, con el fogón y todos los elementos de pesca, había desaparecido.

— ¡Eso fue el Carumbé! dijo Ricardo mientras nos acomodábamos entre las piedras con los pies temblando en la parte más alta de la isla. Comenzó a llamar a nuestro compañero. El Tagüé contestó, vociferando maldiciones en guaraní, lejanamente río abajo.

Ricardo comenzó a hacer otro fogón entre las piedras de basalto. Para mí estaba claro que la excursión de pesca había llegado a su fin y que en breve emprenderíamos nuestro camino a casa. Pero nuestro amigo salvador, con la canoa, tardó varias horas, lidiando contra la corriente, para llegar hasta nosotros.

— ¿Qué es el “Carumbé”? —preguntó mi papá.

—Mira amigo, en realidad a mí no me gusta venir acá. El viejo Isidoro, que vivía ahí donde están esos troncos, se volvió loco. Vivió algunos años solo y después sus hijos y su mujer se lo llevaron al Paraguay, estaba totalmente desquiciado. Dicen que hablaba de que la isla respiraba de noche, que se movía y escuchaba lamentos porque, según él, era una gigantesca tortuga encajada en el lecho del río. En aquella punta hay dos cuevas, que Isidoro afirmaba, son las narices y la boca de donde salen los gemidos y los clamores.

Al llegar el Tagüé emprendimos el regreso al puerto, sin espinel, sin cañas de pescar ni pescados.

— ¡Pucha, ni la damajuana se salvó! —fue el comentario lacónico de uno de los hombres.

Esta vez Ricardo tomó los remos y buscando remansos en la corriente paleteaba con fuerzas río arriba. La charla giraba alrededor de la desaparición del banco de arena al borde de la isla. Preguntas y posibles respuestas, hipótesis y posibles explicaciones fueron surgiendo. Así como Ricardo contó la historia de Isidoro, papá comenzó a contar también la suya.

—Algo parecido ocurrió hace unos años, cuando toda una escuela de Montecarlo vino a hacer un paseo a la isla, también se derrumbó parte de una playa. Varios chicos terminaron ahogados. Esta situación quedó también sin explicaciones…

El resto del viaje estuvo acompañado por el rítmico chapotear de los remos, bajamos al murallón semiderruido por la ultima creciente del puerto, en un silencio de preguntas abiertas y de respuestas no encontradas. En mi cabeza quedaron dando vueltas imágenes de un fogón que se hundía en el agua y la terrorífica sensación de un piso que desaparece casi sin avisar. La palabra “Carumbé” quedó sonando en mi mente infantil.

Algunos años después en una olería, nombre que se le da a las fábricas de ladrillos por estos pagos, conocí a Atanasio Aguayo de la Cruz que vivía en un rancho de barro y descartes de láminas de terciado cerca del arroyo en el potrero vecino a nuestra chacra. En uno de esos días de lluvia de fines de verano, en que los misioneros no sabemos qué hacer, porque es muy otoño para quedarse en la casa y la lluvia ya está lo suficientemente fría como para salir a realizar los trabajos en la chacra, lo fui a visitar.

—Don Atanasio ¿Qué es el Carumbé? —Le pregunté sin darle lugar a excusas. El hombre me miró con esos pequeños ojos de desconfianza a través de su arrugada cara, cargada de una blanca e hirsuta barba.

—Son esas tortugas que en las noches de verano hacen oír su golpetear desde los arroyos.

— ¿Cómo dos palos secos golpeándose? Le pregunté.

—Sí esos son los Carumbé.

—Dígame ¿Por qué a la isla del Paraná le dan ese nombre?

—Ah, la Isla del Caraguatay…

—Sí…

—Mirá, no es bueno andar diciendo y repitiendo historias viejas que igual nadie cree. —La remisa excusa me sorprendió y le comenté lo que yo había vivido y escuchado años atrás.

—Las “Carumbé” son las tortugas de agua que antes no existían. Resulta que al principio de los tiempos, cuando en esta zona vivía solamente una tribu de los antiguos habitantes, que eran altos, fornidos y vivían de la caza y de la pesca, pasó algo terrible. El Cacique o Tuvichá tenía hermosas hijas, a las que daba en matrimonio solamente a los guerreros más valientes y esforzados. Pero un día apareció “Carumbé”, un joven muchacho, tierno, suave, casi maternal, pero de una voluntad y una persistencia férrea, que se enamoró de Kití, la menor de las hijas del Tuvichá. Este se opuso decididamente a este amor pidiéndole al sacerdote o Caraíva a que se deshaga del insolente candidato de su hija. Caraíva, por pura compasión, no asesinó al joven pretendiente, sino que lo transformó en una tortuga de agua. La tribu siguió su camino remontando el Paraná para llegar al gran Iguazú, lugar de caza y pesca perfecto. El enamorado, decidido como era, los siguió por el agua. Kití se encontraba con él todas las noches a la orillas del gran torrente. Al ser descubiertos Caraíva transformó en piedras a la tortuga y la ató con frondosas ramas, enredaderas y lianas al fondo del río. En las noches “Carumbé” clama por Kití, con sus fuertes suspiros se sacude la arena que se va acumulando a su costado y cuando la corriente de agua pasa por su lado se escuchan los lamentos. Las restantes tortugas, en los arroyos de toda la región, hacen sonar sus tambores para que Kití vuelva a reencontrarse con su amor prisionero.

Don Atanasio permaneció largo rato en silencio, miraba hacia la puerta donde caían pesadas gotas de agua que se desprendían de los árboles que cubrían su pequeño rancho. El silencio tenía ese sabor a satisfacción por haber contado una antigua verdad, pero también dejaba transparentar una sensación de tristeza por haber contado un secreto ancestral, que explicaba ciertas realidades que ocurrían allá en la pequeña isla del Caraguatay en el río Paraná.

No tuve posibilidad de volver a la Isla pero estoy convencido y creo fehacientemente en la versión de don Atanasio. Tal vez debería hacer la experiencia de volver a pasar una noche de luna nueva en la isla y mantener el diálogo con la tortuga anclada allí en el medio de las aguas. Escuchar los suspiros y sus lamentos de amor frustrado y reprimido, tratando de comprender su destino anclado en una eterna soledad.

Mientras tanto noche a noche las corrientes del inmenso Paraná pasan apuradas buscando la vuelta revoltosa del Teyú Cuaré y a la mansa tranquilidad del delta, donde hay otras islas con sus misterios con sus secretos y sus saberes, llevándose la arena que Carumbé se sacude.

Inédito. Cuento mitológico.  El autor tiene publicado los libros De letras y tierra roja, Siesta en el río de los pájaros, De letras y anotaciones al margen, entre otros.

Waldemar von Hof

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