Transculturización y decadencia guaraní

miércoles 02 de diciembre de 2020 | 5:00hs.

La transculturización parecía que se iba desarrollando de a poco. Sin embargo, al contrario de lo que comúnmente ocurre, fue categórica y casi sin darnos cuenta fuimos adquiriendo costumbres nuevas, por ejemplo, el uso cotidiano del taparrabos como una forma de ocultar nuestro sexo y avergonzarnos de la desnudez.

Mientras esto sucedía, los niños por la mañana aprendíamos a leer y a escribir en castellano bajo un régimen escolar desconocido. Por la tarde, enseñaban el catecismo de los cristianos y de a poco empezamos a comprender que el verdadero Creador de todas las cosas era Jehová a quien decían Dios, que en gesto misericordioso mandó a su hijo Jesús al sacrificio para salvar a la humanidad de sus pecados. De manera que aceleradamente fuimos adquiriendo con el estudio de la Biblia la saga del pueblo de Jehová y sus vivencias en otros mundos al parecer de mayor cultura que la nuestra y, por supuesto, como se trataba de gente con superior sabiduría debíamos aceptar que la evangelización que pregonaban tendría que ser la verdadera. Por eso, no sé en qué momento mi abuelo, el Mburubichá, jefe de todos los jefes, admitió la religión católica como propia y con él mi padre y los otros jefes comunales, arrastrando en la aceptación al pueblo de mis antepasados por medio del bautismo, el acto de renunciación de la vieja fe por la nueva. 

En ese rumbo fuimos creciendo y aprendiendo con suma facilidad el castellano, el latín, los evangelios y otras materias, como si fueran un juego de niños; situación que nos hacía superiores a los mayores y a ellos objeto de nuestras burlas, pues los pobres no podían decir una frase del español sin mezclarla con el idioma vernáculo, incluso algunas palabras les resultaban sumamente difíciles de pronunciar como aquellas con diptongos y grupos consonánticos complejos. Decían “pueulo” en vez de “pueblo”, o “diaulo” en vez de “diablo”, sujeto que viene a ser nuestro Añá, el dios del mal que habita en Añáretá, el Reino de las tinieblas.

El Padre catequista con paciencia nos explicó que el diablo era Lucifer, el más hermoso de los ángeles quien fuera creado por Dios para servirle en el Yvymarae·ry, el cielo de las almas, la Tierra sin mal, y que un día se revelara para destronarlo. Por tal motivo había sido condenado a vivir en el infierno y a deambular solitario y sin paz hasta el fin de los tiempos. Pero he aquí que la historia del conflicto celestial se trasladó a la tierra, pues el resentimiento ínsito de Lucifer lo condujo al odio y, con ÉL, se propuso competir por la conquista de las almas incitando a los humanos a cometer cualquiera de los pecados capitales, cuyo castigo de no ser perdonados sería morar eternamente en Añáretá. De esa manera comprendimos que el Diablo nunca fue Dios, sino un ser creado por el creador de todas las cosas y que en mal día se le ocurrió asemejarse a Dios, cosa que frecuentemente el maldito Añá les hace creer a los mortales.

De esta manera, nuestro mimetismo con la fe cristiana fue creciendo de tal manera que comprendimos que Tupá, nuestro Ñandeyara, ahora llamado Dios, era el único creador de todas las cosas y, por tal razón, no existen otros dioses como habíamos creído en nuestra concepción vernácula.

No obstante, algunos miembros de la gran comunidad, secreta o abiertamente, siguieron creyendo en Tupá y los dioses menores, y los Mbyá, otra etnia de hermanos guaraníes, nunca aceptaron la transculturización ni el sincretismo; y, para evitar todo contacto con los invasores se adentraron más en la selva, llevando consigo creencias, costumbres y tradiciones.

Hoy, siglo XXl, los descendientes de estos hermanos ancestrales, con el correr del tiempo han sido acorralados en su hábitat selvático y para su desgracia les alcanzó la pobreza. Tremendo infortunio que también soporta una gran cantidad de argentinos, ante la indiferencia de los sabios ecónomos que ocuparon y ocupan el Ministerio de Economía de la Nación. Da pena ver deambular como zombis a varones, mujeres, algunas llevando críos en brazos y a niños de la etnia guaraní, por las plazas y avenidas de los pueblos, como igualmente deambulan los marginados sociales que cayeron en la desgracia, incluidos los jubilados, de ser pobres de toda pobreza, en el país de las vacas y los cereales.

Ellos eran los peregrinos esperados

desde hacía muchas lunas brillantes

por los hermanos de la aldea.

De aquel arribo sabían

por el relato de sus antepasados

quienes apesadumbrados decían

que en diversos lugares del suelo natal,

atracaron hombres de piel blanca

que en cualquier momento llegarían.

 

Sombríos los Chamanes murmuraban

que bajaron de enormes canoas

vistiendo ropajes raros y akäo en la cabeza,

que los protegían de las flechas y de las chuzas.

También referían que en vívida simbiosis

montaban bestias de cuatro patas

sin entender quién dominaba a quién,

o si se trataba de un solo ser siniestro

que doblegaban a quienes se oponían.

 

Por suerte, y merced a las plegarias

que elevamos a Ñandeyara nuestro Dios,

entraron a nuestras expectantes vidas

hombres de toga con una cruz en el pecho y

la Santa Biblia bajo el brazo.

Seres que nos trataron fraternalmente

cimentados en la ética y moral cristiana,

a diferencia de otros pueblos del guarán

que indiferentes a sus ritos y su cultura

los sometieron cruelmente con la espada.

 

Y con la espada de la alevosa soldadesca,

o con la cruz de los píos sacerdotes,

los hombres blancos imperios conquistaron

y crearon aldeas y ciudades.

¿No ven acaso los treinta pueblos misioneros

erigidos con la voluntad de las termitas

entre el verde follaje de la magna selva?

¡He ahí donde exhiben con sublime orgullo!

El pendón de la justicia y libertad.

La caridad, el amor fraterno y lealtad.

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