Mi amigo Fernando

domingo 29 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
Mi amigo Fernando
Mi amigo Fernando

Su vida ha sido para mí una incógnita a pesar de los años que lo conozco. El silencio siempre lo ha rodeado. Lo único seguro, al parecer, es que su existencia sólo tiene sentido si está ocupado en algún proyecto. Pienso que su premisa quizá sea existir es hacer. Porque siempre lo he visto enredado en algún compromiso, como si su existencia tuviera sentido sólo ocupando sus manos, haciendo planes a futuro y dejando muy poco de su tiempo librado al ocio. Rutinario, puntual, fiel, servicial. Nunca lo vi departiendo mucho tiempo con amigos, salvo ocasiones en que los compromisos familiares o laborales así lo requirieran. Sin embargo, de puertas adentro prefiere estar a solas. Su fuerte no son las palabras excesivas, ni halagüeñas ni lacerantes, parecería que sus emociones  están siempre bajo control.  En el tiempo en el que cuento con su amistad y compañía, he tenido dificultades para adivinar sus estados anímicos. Diré que es un muy buen disimulador de enojos, nerviosismos y temores. ¿Cómo hace?, me pregunté tantísimas veces.

 Poco y nada sé de su infancia, aunque supe que la relación con sus padres ha sido distante, poco afectiva y llena de obligaciones y mandatos. Criado en la chacra, ayudó a sus padres en las cosechas de yerba, de tabaco y a medida que fue creciendo su trabajo implicó mayores responsabilidades. Su escolaridad inicial fue en ese ambiente rural y siempre compartió pintorescas anécdotas con sus compañeros de aula, hijos de vecinos y peones de su padre. Se ilumina su mirada al recordar el desayuno de mate cocido y galleta, las corridas descalzo en el patio de tierra, la caza de pajaritos con honda de regreso a casa, la participación de las familias en los  actos escolares. Eso sí, siempre seguidos de  almuerzos compartidos en el patio de tierra apisonada de su escuela.

Fue un maestro quien descubrió su inteligencia y lo ayudó a desarrollar las habilidades que  lo beneficiarían en su futuro. Y así fue. Aunque alejado unos kilómetros de la urbanización, la vieja camioneta de su padre lo acercaba los días domingos a la pensión, para continuar con sus estudios secundarios. Y cuando el viejo rastrojero diésel se atascaba, había que recorrer a pie los veintiún kilómetros terrados que lo separaban de la ciudad. Tendría tan solo doce años cuando debió aprender que el resto del camino lo haría siempre solo, transitando caminos pedregosos, dificultosos, pocos amigables.  Desde entonces, el regreso a la casa paterna fue solamente los fines de semanas y en vacaciones. Su vida universitaria tampoco le depararía facilidades. Sería la continuidad  de todo el sacrificio  acumulado.

¿Qué le habría sucedido en esos años? Salvo algunas anécdotas de estudiante, nada sé. No escuché que se quejara de su suerte ni detalló jamás algún sentimiento que pudiera haber padecido al estar lejos de su familia, aquél entonces. Quizá ya era un hábito continuar con el desarraigo que se inició siendo un preadolescente. ¿Y sus amores? Al parecer, salvo una relación, fueron pocos significativas. De todo su tiempo de universitario ha conservado un gran amigo, compañero de pensión en esos largos años de estudio.  ¿Cómo se puede vivir sin confidentes?- Le pregunté  en más de una ocasión. Me ha dicho – No los necesito.

Su calidad humana es parte de su profesión y ha recibido por ello reconocimientos muy gratificantes. Ha ayudado siempre sin miramientos y algunas veces se han aprovechado de tamaña benevolencia. Con una enorme capacidad para resolver imprevistos, actúa luego piensa.

Recuerdo en una ocasión, también en vacaciones, habíamos decidido llevar a conocer a unos amigos las Cataratas del Iguazú. Era un sábado soleado y la ruta invitaba a disfrutarla porque a  pesar del sol fuerte había una brisa suave que hacía soportable el calor. En una curva pronunciada nos encontramos con un control policial, tan estratégicamente ubicado que apenas pudimos disminuir la velocidad, cuando una camioneta que venía detrás nuestro nos impactó tirándonos a la banquina. Todo sucedió rápidamente y no tuvimos tiempo de reaccionar. Sufrimos un golpe tremendo del que salimos todos con vida pero mudos, sólo nos mirábamos unos a otros intentando verificar nuestro estado ante la sorpresa del accidente. Mi amigo salió rápidamente del auto que nos transportaba asegurándose de que todos estábamos bien y se lanzó en auxilio de la camioneta que nos había impactado. Quedamos sin palabras. La adrenalina con la que contaba no sólo le había alcanzado para controlar nuestro estado  sino también verificar el de los pasajeros del vehículo contrario. El chofer se encontraba descontrolado, las acompañantes en estado de crisis. Nuestro amigo reconfortando a todos.  Así era mi amigo Fernando.

 Durante un fin de semana largo fui invitada junto con otros amigos al viejo solar de su familia. Pensé que un poco de aire puro, vida natural y comida casera podrían recuperarme de la rutina de la ciudad.  Si bien la vida rural me gusta muy de vez en cuando, consideré que  sumergirme en ella por unos días, sería como entrar a una postal y accedí a la invitación llena de gratitud. Ese período en mi vida había sido de toma de decisiones muy fuertes, de reformulaciones para seguir avanzando. Necesitaba acallar las voces de las presiones y exigencias laborales que me habían convertido casi en una autómata que repetía una y otra vez la misma rigurosa y monótona tarea. 

 Ese fue un fin de semana muy particular, hasta diría extraño. Desde el cambio abrupto de temperatura  en esa estación del año,  otoño, hasta la escena de la que fui testigo  y que tardé en reponerme. Era una  noche de mucho calor y la humedad junto con los mosquitos hacía insoportable la estancia. Habíamos caminado mucho durante la tarde buscando plantas medicinales,  visitando arroyos y saltos de agua. Por lo tanto nos sentíamos exhaustos.  Era tarde y a esa hora estábamos sumidos en un sopor asfixiante aunque habíamos tomado un baño y cenado frugalmente porque queríamos dormir. Un tereré de agua con menta y mucho hielo nos estaba esperando al llegar y continuó circulando entre unos pocos aún después de la cena. Allí continuamos en una sobremesa cansada y silenciosa, con los pies perezosos de subir al piso superior en el que  nos esperaban las camas para perdernos en ellas.

 Yo extrañaba el aire acondicionado de mi dormitorio y recordé entonces porqué rehusé tantas veces visitar a los amigos en su chacra. Sólo había ventiladores de techo que no llegaban a enfriar suficientemente las habitaciones. Me dirigí a la que me habían destinado pero en vez de acostarme en ella, decidí tirarme al piso para enfriar mi cuerpo todavía caliente, a pesar del baño con agua fría. Allí confirmé mi devoción por la vida en la ciudad y sus comodidades. No podía dormir debido al calor húmedo que había en aquella enorme casa. El ventilador de techo no dejaba de tirar aire caliente haciendo más insoportable la noche.

Descalza bajé por la escalera a las habitaciones de la planta baja. Intentaba no hacer ruido e iba con pasos lentos y cuidadosos de no molestar a los que descansaban. Me dirigí a la cocina a beber de la heladera algo fresco. Imaginaba una limonada fría, alguna gaseosa o en última instancia  solo agua. Antes de llegar a la puerta de la cocina pude ver luz en una habitación contigua cuya puerta estaba entornada. Espié cuidadosamente para huir, en caso de que me encontrara con alguna situación que no debía presenciar, pero me quedé inmóvil delante del umbral mirando con sorpresa y no queriendo dar crédito a mis ojos. Era mi amigo. Estaba sentado sobre la alfombra del piso con unos  autos de colección accionados por  control remoto que iban y venían con rapidez. Fue una escena extraña para mí pero cargada de mucha dulzura e inocencia. No se dio cuenta de que me encontraba mirándolo desde la puerta y en penumbras. Quise entender aquello que jamás se hablaba ¿Acaso sus juegos infantiles venían a reponer la falta de amigos? ¿Ese espacio era el  refugio que suplía sus fantasías postergadas?

Jamás le mencioné que lo había visto aquella noche, tampoco  comenté ese episodio con algunos de nuestros amigos. Respondí a su fidelidad como él lo había hecho siempre conmigo. Entonces, pude empezar a entender a mi querido amigo Fernando.

Inédito. La autora es licenciada en Educación, docente, reside en Oberá.

Hilce Liliana Díaz

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