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Jardincito de invierno

domingo 29 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
Jardincito de invierno

Todo ocurrió el lunes por la mañana, después del desayuno. Se escucharon algunos movimientos, solo eso. Nosotros: Arturo, Virginia y yo no le dimos demasiada importancia. Estábamos ubicados en nuestro jardincito de invierno, a espaldas del barullo. El ir y venir de personas, de trastos y de vaya a saber qué cosas ocurría detrás del ventanal de cortinas grises, que nos separaba del comedor diario. Después de todo, era normal que comenzara la semana con algunos proveedores que llegaban al residencial.

Por lo tanto, Arturo dio nuevamente las cartas y continuamos jugando al rumi un rato largo.

Una hora después, Virginia observó su reloj y con un suspiro dio por terminado el encuentro; giró su silla de ruedas y abrió la puerta ventanal con un hasta luego cortito y sonriente. Era la hora de ir a buscar su tejido. Arturo y yo permanecimos sentados, mirando el rosal que parecía estar siendo atacado por vaya a saber qué plaga. Mientras él me explicaba la forma de eliminar los pulgones de la rosa, la voz de Virginia nos sobresaltó a ambos.

- ¡Arturo, Amalia vengan por favor!

Creí lo peor. Y parecía lo peor. El residencial estaba vacío. Los otros habitantes habían desaparecido.

Forcejeamos la puerta de entrada, husmeamos las habitaciones, gritamos llamando a las cuidadoras… pero nada.

Era como si todos hubiesen sido abducidos por vaya a saber qué ser, qué forma extraterrestre. Todos abducidos…menos nosotros.

Cuando volvíamos del frente, después de ver por la única ventana que daba a la calle que el barrio parecía del lejano oeste, nos miramos. En el centro mismo del comedor pegamos un grito de satisfacción que Virginia hizo enloquecer a su silla de ruedas dando vueltas entre las mesas.

La cocina fue la primera asaltada. Descubrí los caramelos que me había quitado la Carolina, una de las cuidadoras. La excusa era que yo era adicta a ellos. Adicta a los caramelos, sí, pero no diabética, le había respondido.

Quizá ella había sido la primera abducida, por mala. Arturo comenzó a preparar el almuerzo y nos sorprendió con huevos revueltos con panceta y un filet de cuadril. A los postres fuimos mesurados y nos tomamos un té de boldo.

Decidimos por el bien de este estado maravilloso de libertad no prender la tele, e irnos a dormir una hermosa siesta. A eso de las cuatro nos volvimos a reunir en el jardín de invierno donde compartimos unos mates. Arturo se olvidó de su acidez estomacal y yo de mis pastillas de la presión.

Pusimos música de la nuestra y bailamos hasta quedar exhaustos.

¡Increíble! nos sobraba energía, ganas y aire. Decidimos repetir la bailanta al finalizar la cena.

Aún no eran las 8 cuando escuchamos ruidos en el frente. Sentí la invasión extraterrestre cercana. Virginia dijo que ya venían por nosotros, que los muy desgraciados solo se habían dado un tiempo.

Entraron entonces unos locos astronautas que nos apuntaron con pistolas extrañas, que nos tomaron muestras de saliva y otras cosas. Y nos pusieron unas cofias y unos delantales blancos. Eso pasó hace una semana. Dicen que por suerte estamos sanos y salvos, que debemos seguir en cuarentena por las dudas, que los demás, incluso la Carolina, están con el virus. Nos han aislado del resto no por contagiados, sino porque somos ratas de laboratorio sanas.

Virginia y yo extrañamos el jardincito de invierno. Arturo solo espera una cosa: volver y aplicar una sustancia a base de vinagre, sal y ajo para matar la plaga negra que quiere invadir el rosal.

Tercer premio del concurso Cuentos Cortos 2020 organizado por la Biblioteca Pública de las Misiones

Carmen Irene Vera

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