La cabina azul

domingo 29 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
La cabina azul
La cabina azul

¿Alguna vez has emprendido un paseo nocturno y al contemplar la mirifica bóveda del cielo has observado un destello de luz desplazarse de un extremo a otro hasta perderse en el horizonte? ¿Lo has ignorado o ha estimulado tu curiosidad? Si lo último ha tenido lugar, desde luego que te habrás cuestionado la naturaleza o el origen de aquel resplandor. ¿Acaso estuviste en presencia de un cometa o un meteoro? O, ¿pudo haber sido basura espacial quemándose durante la reentrada atmosférica? ¿Quizás pudo haberse tratado de algún satélite artificial o de la misma Estación Espacial Internacional? O, ¿tal vez no pudo ser más que alguna clase de fenómeno atmosférico traducido en la forma de masas de aire ionizado? Probablemente numerosas y diversas preguntas te habrás propuesto responder, hasta inclusive habrás pedido un deseo. ¿Por qué no lo harías? Después de todo aquella manifestación luminosa podría haber sido causada por alguna estrella fugaz y todos bien conocemos la creencia popular acerca del gran poder que poseen estas efímeras y esquivas partículas centelleantes sobre la concreción de nuestros sueños y anhelos. No obstante, me atrevo a apostar que jamás has considerado cierta alternativa tan controversial como plausible: ¿podría aquel destello de luz haber sido el producto de una bombilla montada sobre el techo de una cabina azul? Lo sé. Suena disparatado e incluso insensato, pero no deja de ser muy factible y aquí, estimado lector, le contaré porqué.

Nos remontamos a siete años en el pasado. Érase una velada álgida y húmeda, tan característica de aquella temporada otoñal. Sin embargo, tras haber tenido una jornada nefasta, decidí abandonar la calidez del interior de mi hogar a fin de salir al balcón y así hallar en la contemplación del estrellado firmamento la paz que tanto anhelaba.

Desde temprana edad he profesado gran fascinación por la astronomía, la astrobiología y la astrofísica, y naturalmente siempre podía encontrar sosiego y regocijo en el aprecio del cielo nocturno. Aunque los astrónomos habían anticipado que durante aquella noche no acontecería fenómeno extraordinario alguno -entiéndase lluvia de meteoros u otro evento de similar naturaleza-, de igual manera me sentía feliz de poder apreciar el cielo despejado. Y pese a que el mismo ya no contaba con las preciosas Pléyades, la gigantesca Aldebarán o la resplandeciente Géminis con sus colegas Castor y Póllux debido al cambio de estación en el hemisferio austral, aún podía maravillarme al divisar a el imponente Orión a punto de desaparecer en el horizonte, el soberbio Omega Centauri en lo alto y el refulgente Cúmulo del Joyero contenido en la Cruz del Sur.

Según lo comprobable con la ayuda de mi telescopio, todo parecía estar ubicado perfectamente en su sitio hasta que advertí cierta peculiaridad. Se trataba de una anomalía que me tomó completamente por sorpresa: Antares, la estrella principal de Escorpión, parecía expandirse. Ante semejante revelación, mi cuerpo fue poseído por una escalofriante sensación de terror, empero la obstinación y la curiosidad innatas en mi persona me mantuvieron firme en aquel sitio. Deseaba saber que sucedería a continuación.

-No. Imposible. No puede ser Antares. - Pensé para mis adentros.

Aquel objeto no podía ser un meteoro, tampoco podía tratarse de un escombro espacial, ya que a pesar de estar envuelto en llamas y desplomarse al suelo a alta velocidad, no se desintegraba como naturalmente debía hacerlo. Entonces me atreví a teorizar que podía ser alguna capsula o vehículo espacial cuya solida cubierta exterior fuera la razón de que su integridad estructural permaneciera intacta ante las adversas condiciones tan características del reingreso atmosférico.

Cualquier intento por aplicar la segunda ley de Newton o emplear el coeficiente de arrastre o precisar la superficie del elemento fue completamente infructuoso. La prodigiosa velocidad que desarrollaba en su caída y las limitaciones impuestas por mi telescopio refractor anularon toda intención de observar, calcular y determinar sus dimensiones de manera exacta. Sin embargo, en poco tiempo toda incógnita precedente sería respondida.

Atraído por la fuerza gravitacional, el objeto no tardó en estrellarse en la tierra. Para mayor asombro mío no había caído muy lejos. Según mis cálculos aproximados no podía encontrarse a más de un kilómetro de mi hogar. Sin meditar o reconsiderar mi resolución, me atavié de la campera más cercana y enseguida salí corriendo a su encuentro.

Tras haber recorrido ochocientos cincuenta metros, di con el elemento desconocido. Se hallaba en el fondo de un cráter localizado en un amplio terreno baldío. Por fortuna la escasa vegetación ya había sido consumida en gran parte y, en consecuencia, el fuego empezaba a disiparse.

Al asomarme al hoyo me costó dar crédito a lo que veía. No se trataba de una capsula espacial sofisticada recubierta de alguna aleación resistente a las intemperancias del espacio exterior, sino de una caja de madera azul. Y para rematar mi estupefacción, ésta no exhibía quemadura alguna.

A juzgar por el aspecto general y la inscripción en inglés -POLICE PUBLIC CALL BOX- que exhibía en un letrero posicionado por encima del marco de las puertas, llegué a la conclusión de que aquella debía ser una cabina telefónica pública de la policía británica. No obstante, ¿por qué estaba tan lejos de casa? Y, ¿cómo pudo haber caído del cielo sin sufrir daño alguno?

Las puertas de la caseta crujieron, posteriormente se abrieron de par en par y una espesa neblina emanó de su interior -deduje que debía estar compuesta por algún gas similar al empleado en los extintores de anhídrido carbónico puesto que en seguida extinguió todo vestigio de fuego. A continuación, un hombre surgió de en medio de la bruma. Se trataba de un caballero alto y enjuto de aspecto singular y mirada perdida, quien, desorientado y tambaleante, se apoyó sobre una de las puertas. Luego dirigió sus ojos hacia mí, sonrío y se desplomó.

Cubriendo con un pañuelo tanto mi boca como mi nariz -a fin de evitar cualquier potencial intoxicación causada por los extraños gases provenientes del interior de la cabina-, salté al abismo y me dirigí hacia el hombre con el propósito de examinar su condición. Su pulso era prácticamente imperceptible y ya había dejado de respirar. Inmediatamente lo volteé y procedí a realizar la reanimación cardiopulmonar. Al cabo de reiterados intentos volvió en sí, y pese a aún estar severamente perturbado, se puso de pie de un salto.

- ¡Gracias! Muchas gracias… Ahora… debo… - Procuró decir más pero el reciente incidente claramente había turbado sus pensamientos y entorpecido su habla.

Jadeando y con la mirada perdida, regresó al interior de la cabina azul, cuyas puertas se cerraron detrás de él. Seguidamente la lámpara del techo empezó a parpadear, y a la par de ésta, un sonido sibilante e intermitente comenzó a resonar. Por último, tras un poderoso destello de luz semi áureo, la cabina se desvaneció frente a mis ojos como si de una ilusión óptica se tratase.

Pasé los siguientes cuatro años anhelando encontrar algún registro histórico o periodístico que me permitiera elucidar el asunto. Consulté libros, revisé archivos, leí un sinnúmero de periódicos y revistas, llevé a cabo entrevistas, indagué hasta en los rincones más distantes y oscuros de la Internet. Grande fue mi sorpresa al descubrir que yo no era el único que se había consagrado a la búsqueda de aquella enigmática cabina pues no tardé en dar con una serie de testimonios en línea que describían encuentros similares.

Asimismo, me topé con diversas evidencias contundentes que reafirmaron una vez más que aquel suceso efectivamente había ocurrido y que no era un simple esbozo de una imaginación inquieta. En primer lugar, me percaté de la presencia de la singular cabina tanto en un vitral del Oratorio de San José de Monte Real como así también en las pinturas prehistóricas del Cañón de la Herradura en Utah. Y, por otra parte, descubrí la incorruptible imagen del misterioso hombre en un busto que data de la Edad de Oro del Imperio Romano y en dos fotografías tomadas en diferentes puntos históricos: la primera capturada en el año 1945 en el marco de las celebraciones del Día de la Victoria sobre Japón en Times Square y la segunda captada durante un ensayo de The Beatles que tuvo lugar en 1964.

El tiempo pasaba y las evidencias se multiplicaban, empero aun así no podía localizar el paradero de aquella enigmática caseta. Ya poca era la esperanza que abrigaba hasta que una noche primaveral del año 2017 fui apartado de mis sueños por cierto sonido familiar: aquel que había escuchado hacía ya cuatro años.

¿Acaso la cabina azul había regresado? Y de ser así, ¿podrían ser respondidos mis interrogantes? Solamente había una forma de averiguarlo. Azuzado por la curiosidad, una vez más me lancé a la búsqueda de la verdad.

El autor es estudiante del Profesorado de Inglés. Primer Premio en el Certamen de Poesía “Un Tal Cortázar”. Tercer Premio en el Certamen “Un Mundo en mi Biblioteca”.

Marcos Augusto Lagardo Gómez

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