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Cándido en vuelo triunfal

domingo 29 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
Cándido en vuelo triunfal

Cada vez que le preguntaban por su edad y la jubilación, Cándido respondía sin pensar: Mientras tenga fuerzas para levantarme, aquí voy a estar. Y lo decía como si poco le importara jubilarse y muchos eran los años para seguir contando.

Sólo él sabía que afuera no había nada ni nadie esperándolo. Hacía tiempo que había enviudado, había vendido su casa y no había tenido niños, al menos no propios.

Pocos imaginaban lo feliz que él era patrullando esas frescas galerías. Sus días se colmaban de quehaceres que lo hacían sentir útil. ¡Y vaya que sabía hacer de todo! Cerraduras atascadas, ventiladores descompuestos, fusibles quemados, vidrios rotos, pisos que fregar… todo lo hacía, limpiaba, cambiaba o arreglaba.

En el barrio había un gallo que nadie sabía con exactitud dónde vivía, pero se lo escuchaba cacareando desde muy temprano. A muchos vecinos les enfurecía que cacarease tan temprano pero menos a Cándido que amaneciendo le ganaba al ave, lejos. Para cuando se escuchaba el canto victorioso del plumífero, él ya estaba vestido de grafa, había escuchado las noticias, desayunado su té de jengibre, que tomaba más por el gusto adquirido al picante que por sus efectos antiinflamatorios, y se disponía a abrir los portones y recibir a sus niños.

Y de repente, pero no de sorpresa, un mar de uniformes blancos inundaba la galería. Los menos corrían ansiosos arrastrando mochilas; otros, aún dormidos, entraban resignados y a todos los recibía por igual: Arriba pajaritos que hay que aprender…¡Para volar! Le respondían para complacerlo. Al minuto las actividades diarias de Cándido comenzaban. Hacía sonar el timbre de entrada y se dirigía a la biblioteca desde donde musicalizaba su momento favorito del día. Le daba play al estéreo y se erguía al entonar Alta en el cielo, un águila guerrera… Cantar a la patria y oír a los niños le daba sentido a su vida. Era mucho más que feliz. Más tarde se ocuparía de los leds gastados, los desagües taponados, la pintura de las rejas y el mate para la directora con manzanilla para relajar y aliviar el estrés. Sus días pasaban dichosamente y los quehaceres, como el bullicio, los cantos y los juegos nunca cesaban. Sus niños siempre volvían.

Por las noches, luego de cerrar las aulas y apagar las luces, se servía una medida de amargo italiano. Aseguraba que así mantenía su cerebro joven y reducía la posibilidad de desarrollar alguna enfermedad mental. Y otra vez, miraba las noticias.

Llevaba días escuchando sobre lo mismo. No entendía por qué tanto alboroto por desgracias que sucedían del otro lado del mundo. Y no lo decía por insensible sino por pura ignorancia. No podía ni pronunciar Wuhan correctamente y de China sólo sabía que comer con palillos facilitaba la digestión y que podríamos llegar hasta allá si hiciésemos un orificio transversal en la Tierra.

En un santiamén enfrentaría la pandemia del siglo y pensaba hacerlo sin temor porque era un hombre saludable y enérgico. Sentía profundo respeto por las enfermedades virales, pero no creía que estuvieran destinadas para él.

Al alba, Cándido venció al gallo como de costumbre. En las noticias se leía: Clases suspendidas por dos semanas. Ese día no hubo que abrir portones, no llegaron los niños, ni la directora. No tocó el timbre, no cantó y se dispuso de lleno a trabajar. Aprovechó para hacer los arreglos pendientes. Destapó cañerías, limpió espejos, ajustó tornillos de bancos y sillas, cortó malezas y quitó las plagas de la huerta. Un silencio imprevisto lo acompañaba en sus tareas.

Las víctimas de la peste y el tiempo sin niños se multiplicaban. Seis semanas pasaron y el gallo le ganó por primera vez en años. Bebió su infusión sin apuro y miró las noticias de hoy que se parecían a las de ayer.

Tuvo tiempo para pintar las aulas y después el frente; ordenó la biblioteca y en los planisferios buscaba Wuhan con resentimiento. Enceró la apática galería pensando en sus niños: Si regresan mañana podrían resbalarse, pensó y quitó la cera otra vez. Devoraba los días y se le terminaban las labores. El aire le sabía a soledad.

Trece semanas y no podía dormir. De noche se desvelaba con el eco del timbre y las mochilas arrastradas; escuchaba a los niños entonando Aurora y corriendo en el recreo. Se oían risas atrapadas en las paredes. Supuso que empezaba a perder la cordura porque ya no tomaba su amargo italiano.

Veinte semanas. Todas las canillas en perfecto estado, las bisagras aceitadas, mapas y libros ordenados, pizarras resplandecientes, huerta florecida, paredes impecables. Se sentía un inútil, ya no quedaba nada más por hacer.

A la mañana siguiente, Cándido no oyó al gallo, no desayunó ni escuchó las noticias. Fue a la biblioteca y encendió el estéreo. Se dirigió al mar vacío de niños y se paró erguido para izar la bandera. Mientras se le purpuraba el cuello, sentía cómo se le hinchaba el pecho, pero esta vez no era por orgullo. Se moría y no por contagiarse una infección. Más cantaba Aurora, más se moría de tristeza.

A Cándido se le rompió el corazón.

Segundo premio del Concurso de cuentos cortos 2020 de la Biblioteca Pública De Las Misiones.

Janina Pamela Jaworski

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