Fue la Argentina

sábado 28 de noviembre de 2020 | 5:00hs.

Fue la Argentina. Por mucho tiempo hubo millones y millones de chinos, rusos, indios, africanos que nunca habían oído de gauchos y de tangos, de Evita o de Gardel o de Guevara pero habían visto a Maradona y sus pelotas –y era lo que sabían de ese país perdido. “Alguna vez terminaremos de aceptar”, escribí hace años, “que para dos o tres mil millones de personas la Argentina y los argentinos –todos los argentinos, las vacas, las montañas, los presidentes, los violadores fugitivos, el novio de tu hermana, aquel triciclo, los inmigrantes bajando de los barcos, el cielo de Humahuaca, el peronismo, la esquina de Carabobo y Cucha Cucha, la marcha de San Lorenzo, tu futuro, los ovejeros belgas y las rayas y los sánguches de miga, las pastillas refresco, tlön uqbar orbis tertius, este papel manchado– no somos nada más o nada menos que la confusa nube de pedos que aureola la pierna izquierda del Gran Diez. En el mundo –para todos los que no son vecinos o europeos con parientes o tercermundistas más o menos cultos–, la Argentina somos él. Digo: para miles de millones de personas somos él. Es un destino –para él, para nosotros. Supongo que podría ser mejor. Y podría ser, también, mucho peor. Era un modelo complicado: peleador, simpático, quejoso, drogón, desaforado, ingenioso, creído, ilimitado, machista, popular, oportunista, cálido, cursi, inteligente. Fue difícil adaptarnos a la idea de que los argentinos éramos eso, pero hicimos todo lo que pudimos”.

A veces me irritaba que fuera un futbolista: que lo que se conocía de la Argentina fuera un futbolista. O peor: que lo único que unía a los argentinos fuera un futbolista. Entonces me consolaba pensando que en realidad era un artista –del arte más popular, del más pequeño.

Jugaba como nadie: literalmente como nadie. Era puro talento extraordinario, capaz de la sorpresa permanente. Si el genio es hacer distinto eso que todos hacen parecido, Maradona lo tenía, lo era. Hizo dos o tres cosas memorables: hizo, sobre todo, cantidad de cosas imposibles. Y, más que nada, emocionaba: sabía darles drama. Su juego era un concierto incierto de tacos, caños y rabonas, pases sin un pase, paseos por la cornisa. Emocionaba: siempre intentaba algo a punto de fracasar por inviable y, en el último instante, lo lograba. Maradona parecía jugar como vivía: al borde del abismo.

La gambeta –la finta, la fingida– es convencer a alguien de que vas a hacer una cosa y hacer otra: la historia de su vida. Nació para ser un chico pobre, marginal; se convirtió en el centro de un mundo, rico, famoso y adorado; lo amenazó con sus audacias, lo arruinó con sus desasosiegos. Era contradicción pura: amagaba para la derecha y salía para la izquierda, y viceversa. Nunca hacía lo que uno imaginaba, aunque terminaba haciendo lo que uno imaginaba: lo contrario.

Se opuso a todo: sobre todo a sí mismo. Fue el rebelde mejor adaptado, el adaptado más rebelde. Y fue, al mismo tiempo, el único capaz de hacer llorar a millones a patadas. Fue un gran jugador pero fue, sin duda, mucho más que eso –que también era poco para Maradona. Pudo ser Maradona porque no tenía paz, porque quería siempre más: su vida, por eso mismo, fue un tormento.

Jugaba como nadie, y era la Argentina. No es fácil ser un país: ni fácil ni liviano. Y no era fácil ser Maradona. Saber que entonces era, tras el papa Juan Pablo II, la persona más conocida de la Tierra –y era un chico de Villa Fiorito y fue a decirle al Papa que vendiera su oro y repartiera. Saber que veinte o treinta países emitían estampillas con su cara, que millones se disfrazaban de él, que tantos se tatuaban su figura. Saber que era el nombre de los sueños: que todos los chicos querían ser Maradona. No era fácil pero creyó que le sobraba. Tenía tanto talento, tanta riqueza futbolera que imaginó que podía despilfarrarla y no se acabaría: la Argentina.

No era fácil, y Maradona lo pagó. Fue muy duro ser Maradona cuando era todavía Maradona; fue insoportable cuando dejó de serlo. Ya retirado siguió viajando por el borde, y se caía. Los futbolistas son efímeros: es una de sus condiciones. Un jugador se acaba, como todo el mundo, sólo que el jugador lo tiene presente desde el primer momento: su futuro es escaso, obsolescencia programada. Maradona llevó ese modelo al límite: el presente continuo, el futuro despreciado, los tiempos de la cocaína –y de la cortisona. El mejor jugador buscó más formas de quedarse sin futuro. Y lo perdió y se perdió y en un momento ya no supo quién era. O por lo menos no estuvo seguro, porque todos querían verlo como lo que ya no era. Después supo contarlo: que en una clínica donde trataba de desintoxicarse lo miraban como a un farsante de caricatura:

–Acá uno dice que es Napoleón, otro piensa que es San Martín... ¡Y yo les digo que soy Maradona y nadie me lo cree!

Se caía, se levantaba, se caía. Se regodeaba en sus glorias pasadas por falta de futuras; la Argentina, si acaso. Se prendaba de algún líder de ocasión y lo jaleaba hasta el cansancio y después lo cambiaba por otro; la Argentina, quién sabe. Dedicaba tanto esfuerzo y cuidado a destruirse; la Argentina, digamos. Por eso la Argentina dedicó tantos esfuerzos a quererlo y odiarlo. Lo quisimos porque fue, en los momentos señalados, el salvador de esa entidad menor que llaman patria, su versión más redonda, esos raros arrestos de gozo compartido. Lo odiamos porque hizo demasiado lío: defendió a políticos odiosos, maltrató a periodistas y parientes, se maltrató tan obstinado. Lo odiamos, creo, sobre todo, porque nos obligó a sufrir por él: por sus desgracias y por sus desplantes. Lo odiamos porque nos hizo tan difícil el vicio de quererlo.

Aun así, nunca lo dejamos. ¿Por qué el fútbol sabe crear estos amores? ¿Por qué, estas cercanías? ¿Por qué, hoy, millones que nunca lo conocimos lo lloramos? ¿Por qué un país se para y grita y canta para despedirlo? ¿Qué dice sobre él pero, sobre todo, qué sobre nosotros? ¿Sobre nuestra orfandad, nuestras urgencias? ¿Por qué nos duele como duele, como si hubiera muerto alguien cercano? Lo que se ha muerto, parece claro, es un fragmento de nuestras historias. La muerte no es unánime: te llega de a pedazos, se te va apoderando. Te muerde cuando se muere quien te importa. Maradona fue todos nosotros y todos fuimos Maradona. Al morirse nos mata esos momentos, nos desgarra.

Él fue, durante años, la Argentina, y hacía años que ya no era él, pero al morirse volvió a ser: la muerte borra tanto. Hoy la Argentina es él, su duelo tan temprano; hoy la Argentina solo dice Maradona. Por eso esta noche recuerdo aquella en que se me volvió un idioma. Fue hace casi tres décadas; en esa fonda de Pekín, repleta, tres chinos jóvenes, bien vestidos y bien bebidos, me vieron despistado. Por señas me preguntaron de dónde era, les dije que argentino y me dijeron Maradona; por señas me invitaron a sentarme. No sabían palabra de inglés ni yo de chino; me convidaron copas y más copas de un licor meloso. Estábamos borrachos y felices: nos sonreíamos, nos palmeábamos los hombros y nos decíamos, en muchos tonos, la única palabra compartida:

–Maladona, Maladona.

–Maaaradona.

–Maladonáaaaa.

Fue un diálogo largo; al fin nos despedimos con abrazos. Cuando volvamos a encontrarnos seguiremos hablando el mismo idioma: Maradona nunca será una lengua muerta.

Por Martín Caparrós - Para El País de España

¿Que opinión tenés sobre esta nota?